– Dice que «se fue». ¿No cree que lo asesinaran?
– No tengo ninguna opinión sobre eso. Se fue, lo asesinaron, el resultado es el mismo. Dobló los beneficios de nuestro comercio de la noche a la mañana. Con todos los reportajes de los medios de comunicación, Streech se convirtió en un lugar bastante famoso. Muchos que se sintieron atraídos por la sangre se dejaron caer por aquí para obtener el color del lugar antes de partir cuesta arriba para papar moscas a través de las verjas de Grange -vio una expresión de aversión en la cara del policía y se encogió de hombros-. Soy un hombre de negocios. Lo mismo pasará esta vez y por eso mi esposa ha ido al supermercado. Crea en mi palabra, habrá una multitud de periodistas aquí esta noche. Me compadezco de esas desdichadas mujeres. No podrán pisar fuera de sus verjas sin que las acosen.
– ¿Las conoce bien?
Una expresión precavida se apoderó del rostro del hombretón.
– Bastante bien.
– ¿Sabe algo de sus actividades lesbianas?
Paddy Clarke se rió.
– ¿Quién le ha estado tomando el pelo? -preguntó.
– Muchas personas lo han mencionado -dijo ligeramente Robinson-. Entonces ¿no es verdad?
– Tienen mentes como cloacas -dijo Paddy con asco-. Tres mujeres que viven juntas, manteniéndose a sí mismas, ocupándose de sus propios asuntos, y las lenguas empiezan a desatarse -volvió a soltar su resoplido despectivo-. Dos de ellas tienen hijos. Eso difícilmente concuerda con que sean lesbianas.
– Anne Cattrell no tiene ninguno y admitió ser lesbiana ante un colega mío.
Paddy dio tal carcajada que se atragantó con el humo del cigarrillo.
– Para su información -dijo con los ojos llorosos-, Anne podría darle lecciones sobre sexo a Fiona Richmond. De veras, hombre, ha tenido más amantes que usted comidas calientes. ¿Cómo es su colega? Un pelmazo presumido, apostaría. Anne disfrutaría cachondeándose de alguien así.
El policía Robinson se negó a ser arrastrado hacia el tema de Andy McLoughlin.
– ¿Por qué nadie ha mencionado esto? Seguro que la gente encontraría la promiscuidad tan estimulante como el lesbianismo.
– Porque ella es discreta, para pregonarlo en voz alta. ¿Usted se caga en el umbral de su puerta? De todos modos,no hay nadie en este poblacho a quien ella tendría en casa -hablaba cáusticamente-. Prefiere a los hombres con cerebro y con fuerza.
– ¿Cómo sabe todo esto, señor Clarke?
Paddy lo miró airadamente.
– No importa cómo lo sé. Confidencial, dijo usted, y es confidencial. Hago observaciones correctas. Corre suficiente mierda sobre esas mujeres para llenar un estercolero. Lo siguiente que me dirá es que dirigen un aquelarre de brujas. Ésa es otra de las favoritas, con el pobre y viejo Fred haciendo el papel de semental satánico a causa de sus antecedentes penales.
– Confidencialmente, señor -dijo Robinson después de un breve instante de indecisión mientras se imaginaba a Fred Phillips en el papel de semental satánico-, he oído de varias fuentes que usted quizá sepa algo acerca de los muchos condones usados que hemos encontrado cerca de la casa del hielo en Grange.
Clarke, pensó, parecía verdaderamente un asesino.
– ¿Qué fuentes?
– Varias -dijo firmemente Robinson-, pero no voy a divulgarlas, igual que no divulgaré nada que usted me diga sin su permiso. Estamos a oscuras, señor. Necesito información.
– Al demonio con la información -contestó agresivamente Paddy, colocando su rostro frente al de Robinson-. Soy un tabernero, no un maldito policía. A usted es al que le pagan. Usted es el que tiene que hacer el trabajo sucio.
Diez años en la policía le habían dado a Nick Robinson cierta astucia. Se metió el bolígrafo en su chaqueta y se bajó del taburete.
– Ése es su privilegio, señor, pero tal y como van las cosas de momento, el dedo apunta a la señora Maybury y a sus amigas. Parecen ser las únicas con suficiente conocimiento de los jardines para haber escondido el cadáver en la casa del hielo. Garantizaría que si no obtenemos más información, se les acusará a las tres de conspiración.
Se produjo un largo silencio mientras el tabernero miraba fijamente al policía. Robinson sintió que Clarke no debería gustarle -si Amy Ledbetter tenía razón, el hombre era un semental con mucho temperamento-, pero en lugar de eso, encontró que le gustaba. Cualquiera que fuese su moral sexual, el hombre le miraba a uno a los ojos al hablar.
– ¡Maldita sea! -dijo inesperadamente Paddy, golpeando con el puño sobre la barra del bar-. Siéntese, hombre. Le serviré una cerveza, pero si alguna vez le dice una palabra de esto a mi mujer, le colgaré de los huevos.
McLoughlin estaba esperando en la entrada de la casa del hielo cuando Walsh llegó con la bolsa de plástico que contenía los zapatos.
– Me dijeron que quería verme, señor.
Walsh se quitó la chaqueta y se sentó en el suelo quemado por el sol, luego plegó la chaqueta con cuidado y la dejó junto a él.
– Siéntese, Andy. Quería hablar con usted lejos de la casa. Todo este condenado asunto se está complicando por momentos y no quiero que haya orejas aleteando alrededor -examinó la cara del sargento con súbita irritabilidad-. ¿Qué le pasa? -soltó-. Tiene un aspecto horrible.
McLoughlin cambió de sitio su cartera y las monedas de los bolsillos traseros del pantalón y se sentó a corta distancia de su jefe.
– Nada -dijo, intentando sin éxito encontrar una postura cómoda para sus piernas. Consideró al otro hombre con los párpados medio cerrados. Nunca podía decidir si le gustaba o no Walsh. El inspector, a pesar de toda su irascibilidad, podía sorprenderle con alguna atención. Pero hoy no.
Miró a Walsh y vio sólo a un hombre insignificante y enjuto, jugando a ser duro porque el sistema lo permitía. Tenía muchas ganas de hacerle al inspector el regalo gratis de contarle su asalto a Anne Cattrell aquella mañana, sólo para ver su reacción. ¿Ladraría? ¿O mordería? Ladraría, pensó McLoughlin con jocoso desprecio. Walsh no era más capaz de enfrentarse a una situación desagradable que el hombre de al lado. Sería diferente, desde luego, cuando ella pusiera su denuncia por escrito. Entonces, la maquinaria de la justicia procedería normalmente y la acción sería tan mecánica como inevitable. Su certeza de que esto pasaría lo animaba antes que deprimirlo. El corte sería limpio y definitivo, mucho más limpio y definitivo que si se lo hubiese administrado él mismo. Incluso sintió un arrebato de enojo contra la mujer porque no había asestado el golpe ya.
Walsh acabó de resumir el informe del patólogo.
– ¿Bien? -inquirió.
El postigo chasqueaba de manera enloquecedora en el cerebro de McLoughlin. Fijó la mirada en Walsh con ojos inexpresivos por un instante, luego negó con la cabeza.
– Dice que está explorando la posibilidad de mutilación. ¿No está seguro todavía?
Walsh gruñó sarcásticamente.
– No se comprometerá. Afirma que no tiene suficiente experiencia en cuerpos comidos. Pero es una maldita y extraña rata la que roe de manera selectiva sólo los dos dedos que le faltaban a Maybury.
– Tendrá que conseguir que Webster se comprometa en ese aspecto -indicó pensativamente McLoughlin-. El caso es muy distinto si no hubo mutilación.
La espantosa película en blanco y negro del cadáver de Mussolini, colgado de los pies de un travesaño después de que una multitud furiosa lo hubiese mutilado, flotó en su mente. Caras de odio, enojo, violencia, escarneciéndolo en su venganza.
– Una diferencia de mil demonios -dijo en voz baja.