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– ¿Por qué?

– Es menos probable que se trate de Maybury.

– Usted es tan malo como Webster -dijo Walsh refunfuñando-. Sacan malditas conclusiones precipitadas. Déjeme decirle, Andy, este cadáver es más probable que sea el de Maybury que el de cualquier otro. Es una improbabilidad estadística que esta casa tenga que ser el centro de dos investigaciones policiales no relacionadas en diez años y es precisamente una probabilidad estadística, como he venido diciendo, que su esposa lo asesinase.

– Aun así, no pudo matarlo dos veces, señor. Si lo hizo hace diez años, no era él el que encontramos en la casa del hielo. Si era él el de la casa del hielo, entonces, por Dios, se le ha tratado mal.

– Ella misma lo provocó -dijo fríamente Walsh.

– Tal vez, pero usted ha dejado que Maybury se convierta en una obsesión y no puede esperar que el resto de nosotros persigamos pretextos para desviar la atención, tan sólo para demostrar ese punto.

Walsh hurgó entre los pliegues de la chaqueta buscando su pipa. La llenó en absorto silencio.

– Tengo este presentimiento esencial, Andy -dijo por fin, aguantando la llama de su encendedor sobre el tabaco y echando humo-. En cuanto vi esa porquería ayer, lo supe. Te encontré, cabrón, me dije a mí mismo -levantó los ojos y encontró la mirada de McLoughlin-. Está bien, está bien, amigo, no soy tonto. No os voy a comprometer a todos por mi presentimiento, pero el hecho sigue siendo que el condenado cadáver no es identificable. ¿Y por qué? Porque alguien, en algún lugar, no quiere que se identifique, por eso. ¿Quién le quitó la ropa? ¿Dónde están los dientes? ¿Por qué no hay huellas? Oh, se le ha mutilado, de acuerdo, y era tan probable que fuera mutilado por ser Maybury como por no serlo.

– ¿Y entonces, a partir de ahí, hacia dónde vamos? ¿Personas desaparecidas?

– Comprobadas. Al menos en nuestra zona. Iremos más lejos si es necesario, pero según las pruebas que hay hasta ahora una relación con el lugar parece probable. Tenemos un candidato posible. Un tal Daniel Thompson de East Deller. La descripción concuerda bastante exactamente, y desapareció más o menos cuando Webster cree que mataron a nuestro hombre -señaló los zapatos de la bolsa con la cabeza-. Cuando desapareció, llevaba cordones marrones. Jones encontró éstos en el bosque contiguo a la granja.

McLoughlin silbó entre dientes.

– Si son suyos, ¿hay alguien que pueda identificarlos?

– Una esposa -Walsh miró cómo McLoughlin se levantaba con torpeza-. No tan rápido -soltó de manera susceptible-. Veamos qué tal le fue a usted. ¿Habló con la señorita Cattrell? ¿Aprendió algo?

McLoughlin arrancó un poco de hierba de su lado.

– El nombre real de los Phillips es Jefferson. Fueron condenados a cinco años por el asesinato de su inquilino Ian Donaghue, que cometió sodomía con su hijo y posteriormente lo mató; era un niño de doce años, nacido cuando la señora Jefferson tenía unos cuarenta años. La señorita Cattrell arregló su empleo aquí -levantó los ojos-. Son una posibilidad, señor. Lo que hicieron una vez, podrían volver a hacerlo.

– El motivo sería diferente. Que recuerde, no llevaron en secreto el asesinato de Donaghue e incluso realizaron un juicio simulado delante de su novia y lo colgaron cuando confesó. Ella fue una testigo principal en su defensa, ¿verdad? No cuadra con este asesinato.

– Quizá -dijo McLoughlin-, pero han demostrado que son capaces de asesinar por venganza y están muy unidos a la señora Maybury. No podemos ignorarlo.

– ¿Les ha interrogado ya?

McLoughlin hizo una mueca.

– Hasta cierto punto. La hice pasar a ella después de la señorita Cattrell. Fue como intentar sacar a la fuerza información de una ostra cerrada. Es una vieja bruja intratable -se sacó el cuaderno del bolsillo de la camisa y hojeó las páginas-. Dejó escapar una cosa que me pareció interesante. Le pregunté si era feliz aquí. Dijo: «La única diferencia entre una fortaleza y una prisión es que las puertas de la fortaleza se cierran por dentro».

– ¿Qué hay de interesante en eso?

– ¿Describiría su casa como una fortaleza?

– Eso es la senilidad -Walsh le hizo una señal con la mano para que pasase a lo siguiente-. ¿Algo más?

– Diana Goode tiene una hija, Elizabeth, que pasa algún fin de semana aquí. De diecinueve años, tiene un piso en Londres que le dio su padre, trabaja de crupier en uno de los casinos del West End. Es un poco alocada o ésa es la impresión que dio su madre.

Walsh gruñó.

– Phoebe Maybury tiene una escopeta y licencia -continuó McLoughlin, leyendo sus notas-. Ella es la responsable de los cartuchos gastados. Según Fred, hay una colonia de gatos salvajes en el interior y por los alrededores de la granja Grange que utilizan su huerta como cagadero privado. La señora Maybury los espanta con un disparo de escopeta, pero Fred afirma que ella más bien ha perdido el interés últimamente, dice que es como intentar contener la marea.

– ¿Alguien sabe algo de los condones?

McLoughlin levantó una ceja sardónica.

– No -dijo con sentimiento-. Pero todos ellos lo encontraron muy divertido, a costa mía. Fred dice que ha encontrado bastantes al rastrillar en el pasado. Le volví a interrogar acerca del descubrimiento del cadáver. Su historia es la misma, ninguna discrepancia -leyó por encima esa parte para no cargar a Walsh-. Cuando Fred llegó a la casa del hielo, la puerta estaba completamente oculta por las zarzas. Volvió a su cobertizo para buscar una linterna y una guadaña, y si pisoteó tanto las zarzas fue porque tenía el propósito de meter una carretilla dentro para llevarse los ladrillos y quería que el camino estuviese limpio. La puerta estaba medio abierta cuando finalmente llegó a verlo. Últimamente no había habido ningún aviso de que alguien pudiera estar ahí y de ese modo. Después de haber encontrado el cadáver, se detuvo el tiempo justo para cerrar la puerta hasta donde pudo y salió corriendo.

– ¿Le presionó fuertemente? -preguntó Walsh.

– Lo repasé con él tres o cuatro veces, pero es como su esposa. Es tozudo y no da información voluntariamente. Ésa es la historia y se ciñe a ella. Si en realidad aplanó las zarzas después de descubrir el cadáver, no va a admitirlo.

– ¿Qué supone usted, Andy?

– Estoy con usted, señor. Diría que hay posibilidades de que encontrase muchas pruebas que demostrasen que había habido movimiento en esa dirección e hizo todo lo que pudo para borrarlas después de encontrar el cadáver.

McLoughlin miró la cantidad de vegetación que había a cada lado de la puerta.

– Hizo un buen trabajo, además. No hay manera de saber ahora cuánta gente entró ahí o cuándo.

Elizabeth y Jonathan encontraron a sus madres y a Anne tomando café en el salón. Benson y Hedges se levantaron de la moqueta para recibir a los recién llegados; les husmearon las manos, se frotaron con gran regocijo contra sus piernas, y rodaron por el suelo en un éxtasis de alegre bienvenida. En cambio, las tres mujeres se mostraron totalmente tímidas. Phoebe tendió la mano a su hijo. Diana dio un golpecito con la palma de la mano en el asiento de al lado a modo de gesto de invitación indecisa. Anne saludó con la cabeza.

Phoebe habló primero.

– Hola, cariño. ¿El viaje fue bien?

Jonathan se sentó en el brazo de su sillón y se inclinó para besar su mejilla.

– Bien. Lizzie convenció a su jefe para que le diera la noche libre y así poder encontrarse conmigo en el hospital. Me he saltado las clases de la tarde. Ya estábamos en la M 3 a mediodía. Aún no hemos comido -añadió como ocurrencia tardía.

Diana se levantó.

– Os traeré algo.

– Todavía no -dijo Elizabeth, cogiendo su mano y tirando de ella para que volviera al sofá-. Nos da lo mismo esperar unos minutos más. Decidnos qué ha pasado. Hablamos un momento con Molly en la cocina, pero no nos prodigó toda clase de detalles. ¿Sabe la policía de quién es el cadáver? ¿Han dicho algo de cómo ocurrió? -Hizo las preguntas bruscamente, insensible a los sentimientos, con los ojos muy brillantes.