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Sus preguntas se recibieron con sorprendido silencio. En veinticuatro horas, las mujeres se habían adaptado a una atmósfera de sospecha inconscientemente. Una pregunta debe pensarse; las respuestas, reflexionarse con cuidado.

Como se podía prever, fue Anne quien rompió el silencio.

– Es bastante espantoso, ¿no? La opinión de uno se deteriora -tiró la ceniza del cigarrillo en la chimenea-. Imaginaos cómo debe ser un estado policial. Uno no se atrevería a confiar en nadie.

Diana le lanzó una mirada agradecida.

– Explícaselo tú. Yo no estoy entrenada para este tipo de cosas. Mi fuerte es contar con gracia anécdotas divertidas. Cuando esto se acabe, yo lo puliré, exageraré los detalles más interesantes y les daré a todos algo para que se rían durante la cena. Pero ahora no -negó con la cabeza-. De momento, no es muy divertido.

– Oh, no sé -dijo Phoebe de modo inesperado-. Me reí un montón esta mañana cuando Molly pilló al sargento McLoughlin en el armario de abajo. Lo persiguió con una escoba. El pobre hombre parecía absolutamente aterrorizado. Por lo visto, estaba intentando encontrar el meadero.-Elizabeth se rió nerviosa y tontamente.

– ¿Cómo te parece que está?

– Desconcertado -dijo secamente Anne, cogiendo las puntas del cuello de su camisa y sosteniéndolas juntas-. Ahora, Lizzie, ¿qué es lo que preguntaste? ¿Si saben de quién es el cadáver? No. ¿Han dicho algo de cómo pasó? No -se inclinó y sostuvo los dedos en el aire para marcar las cuestiones-. La situación, que sepamos, es ésta -lenta y claramente repasó los detalles del descubrimiento del cadáver, su traslado, el examen de la policía de la casa del hielo y de los jardines, y de sus interrogatorios posteriores-. El siguiente paso, creo, será una orden de registro -se volvió hacia Phoebe-. Sería lógico. Querrán registrar la casa a fondo.

– La verdad es que no entiendo por qué no lo hicieron ayer por la noche.

Anne frunció el ceño.

– Me he estado preguntando eso, pero sospecho que esperaban los resultados de la autopsia. Querrán saber lo que están buscando. En algunos aspectos, eso es peor.

Jonathan se dirigió a su madre.

– Dijiste por teléfono que querían interrogarnos a nosotros. ¿Sobre qué?

Phoebe se quitó las gafas y las limpió con el dobladillo de su camisa.

– Quieren saber los nombres de cualquiera a quien le enseñarais la casa del hielo.

Levantó los ojos para mirarlo y él se preguntó, no por primera vez, por qué llevaba gafas. Sin ellas, era hermosa; con ellas, corriente. Una vez, cuando era niño, miró a través de ellas. Fue como una especie de traición descubrir que las lentes eran cristal transparente.

– ¿Y qué hay de Jane? -dijo inmediatamente-. ¿También van a interrogarla a ella?

– Sí.

– No debes dejarles -dijo con urgencia.

Su madre le cogió la mano y la sostuvo entre las suyas.

– No creemos que sea posible detenerlos, cariño, y si lo intentamos, puede que lo empeoremos. Vendrá a casa mañana. Anne dice que debemos confiar en ella.

Jonathan, enojado, se levantó.

– Estás loca, Anne. Se destruirá a sí misma y a mamá.

Anne se encogió de hombros.

– Tenemos muy pocas opciones, Johnny -deliberadamente utilizó su diminutivo de la infancia-. Sugiero que tengas más fe en tu hermana y ojalá todo salga bien. Francamente, es una mierda todo lo demás que podemos hacer.

Capítulo 11

Gota a gota, a medida que se conseguían comunicar los mensajes, los hombres de Walsh se reunieron en la explanada de hierba que se extendía delante de la casa del hielo para presentar sus informes. El día había llegado a su punto más álgido de calor y los compañeros se quitaban las chaquetas, agradecidos, y se sentaban o se reclinaban en el suelo como padres de familia en la playa. McLoughlin, echado ahora sobre su estómago, miraba con la frente arrugada a una distancia intermedia, como un padre nervioso con alejados hijos revoltosos. El sargento Robinson, inconsciente de las necesidades ajenas pero no de las propias, se zampaba unos enormes bocadillos felizmente y daba a todo el aire falso de una comida campestre improvisada. En último plano, las zarzas, que una vez habían adornado como una magnífica cortina verde, segregaban su savia silenciosamente a través de los tallos rotos y se ponían morenas al sol.

Walsh sacó su pañuelo y se secó el sudor de la frente.

– Vamos a ver qué tiene entonces -gruñó en el silencio contenido como si ya hubiese hecho la sugerencia una vez y se hubiese ignorado. Estaba sentado con las piernas estiradas y separadas y con un cuaderno en el suelo situado entre las rodillas. Volvió una página para encontrar otra en blanco.

– Los zapatos -dijo, escribiendo una nota en lápiz y luego dando un golpecito a los zapatos marrones que estaban en la bolsa junto a él-. ¿Quién fue a la casa?

– Yo, señor -dijo uno del grupo de búsqueda de Jones-. Fred Phillips calza el número diez y sus pies son casi tan anchos como largos. Se sacó las botas para enseñármelos -se rió al recordarlo-. No sólo es corpulento como un elefante, además sus pies hacen juego -atrajo la mirada de Walsh y miró apresuradamente los zapatos en el interior de la bolsa. Negó con la cabeza-. Ninguna posibilidad. Incluso dudo que ni siquiera pudiera meter los dedos de los pies en ésos. Jonathan Maybury calza el número nueve -miró para arriba-. A propósito, él y la hija de la señora Goode han llegado, señor. Ahora están con sus madres.

Walsh pronunció un murmullo de agradecimiento mientras apuntaba los números de los zapatos.

– Bien, Robinson, ¿qué tiene usted?

El detective sargento Robinson se atiborró la boca con el último bocadillo y sacó su bloc.

– Un ascenso -murmuró al respirar, dirigiéndose al hombre que estaba sentado a su lado.

– ¿Qué es eso? -exigió fríamente Walsh.

– Lo siento, señor, gases -contestó Robinson, hojeando las páginas-. Di con una mina de información, señor. Lo escribiré todo en mi informe, pero lo más importante es esto: uno, este bosque lo utilizan con regularidad las parejas enamoradas del lugar y, por lo visto, ha sido así durante años; dos, David Maybury hizo imprimir cien copias de un folleto con una historia resumida del lugar, que mostraba un mapa de los jardines -echó una mirada a Walsh-. Quería atraer a los turistas -explicó- y dio folletos a cualquier persona del pueblo que pudiese distribuirlos.

– Maldita sea -dijo con sentimiento el inspector jefe-. ¿Tiene una copia?

– Todavía no. Fue el dueño del pub quien me lo dijo y está buscando sus copias. Si las encuentra, me telefoneará.

– ¿Alguna cosa más?

– Hágame el favor, señor, apenas he comenzado -dijo lastimeramente Nick Robinson-. Pregunté acerca de desconocidos. Muchas personas recuerdan haber visto un viejo vagabundo andando por el pueblo hace unos dos, tres meses, pero no pude obtener una fecha exacta de cuándo fue visto. Tenía dinero, puesto que se tomó un par de cervezas en el pub.

– Yo tengo una fecha, señor -interrumpió impacientemente el policía Williams-. Llamó a dos casas del municipio pidiendo comida y dinero. En la primera vive una señora mayor llamada señora Hogarth que le dio un bocadillo; en la segunda, una tal señora Fowler lo mandó con viento fresco porque llegó en medio de la fiesta de cumpleaños de su hijo. Fue el 27 de mayo -acabó triunfalmente-. Tengo una buena descripción, además. No debería ser muy difícil encontrarlo. Un viejo sombrero flexible, chaqueta verde y, para remacharlo, pantalones de color rosa chillón.

Walsh dudó.

– Seguramente no existe relación alguna. Los vagabundos abundan en esta zona en verano. Siguen al sol y los itinerarios del paisaje como los turistas. ¿Algo más?