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El detective sargento Robinson sorprendió un destello sardónico en la mirada de McLoughlin que le dijo lo que ya había supuesto, que el viejo hombre tenía uno de esos días de malhumor. «Dios, que se pudra su alma», pensó. Era como trabajar con un yo-yó, ahora arriba, ahora abajo. Si hubiese sido en cualquier otro momento, todos sus esfuerzos de la mañana podrían haberle valido una palmada en la espalda. Tal y como estaban las cosas ahora, tendría suerte de conseguir una patada en el trasero.

Volvió a su bloc.

– Seguí una pista que me dieron y hablé con uno de los que utiliza los condones -continuó-. Viene aquí con su novia cuando hace calor, normalmente alrededor de las once…

– Nombre -soltó Walsh.

– Lo siento, señor. Prometí que no revelaría su nombre, no a menos que fuera absolutamente necesario en un proceso judicial e incluso entonces, tampoco sin su permiso.

Tal y como lo veía el sargento Robinson, la amenaza de Paddy Clarke de colgarlo de los huevos no había sido vana. El hombretón no le había dado ninguna razón para su promiscuidad, pero Robinson las adivinó al regresar inesperadamente la señora Clarke cuando ya se iba. Era grande, rolliza y dominante, sus ojos penetrantes y su sonrisa quebradiza. Una Gorgona que llevaba los pantalones. Dios sabe, había pensado Robinson, que nadie podía culpar a Paddy por querer algo suave, dulce y sumiso para abrazar de vez en cuando.

– Siga -dijo Walsh.

– Le pregunté si había visto algo extraño allí en los últimos seis meses. Ver no, dijo, pero oír sí. Según él normalmente el lugar es bastante silencioso, se oye alguna lechuza o chotacabras, perros que ladran a lo lejos, ese tipo de cosas -consultó el bloc-. En dos ocasiones en el mes de junio, durante las dos primeras semanas, eso cree, él y su novia se quedaron -y cito, señor- «cagados de miedo por el alboroto más horrible que jamás oí. Como almas llorando en el infierno». La primera vez que pasó, su novia estaba tan asustada que se puso en pie y salió corriendo. Él la siguió bien pronto y cuando llegaron a la carretera, ella le dijo que se había olvidado las bragas.

Una risa disimulada y enmudecida onduló los rostros de los hombres sentados como una suave brisa a través de la hierba. Incluso Walsh sonrió.

– ¿Qué era, lo sabían?

– Trataron de aclararlo la segunda vez. Subieron una semana más tarde y sucedió otra vez, pero fue menor. Esta vez, mi hombre agarró a su chica y la hizo escuchar. Eran gatos maullando y dando bufidos, entre ellos o a algo más, también creyó oír gruñidos de perro. No pudo decir de dónde venían, pero era de bastante cerca -miró a Walsh-. Han ido allí muchas más veces después, pero no ha vuelto a pasar.

McLoughlin se estremeció.

– La colonia de gatos salvajes de la granja -dijo-, luchando por el cadáver. Si eso es correcto y la fecha es precisa, nos empieza a dar el principio de una escala de tiempo. Nuestra víctima fue asesinada durante o antes de la primera semana de junio.

– Su hombre, ¿está seguro de las fechas? -preguntó Walsh a Robinson.

– Bastante seguro. Lo comprobará con su novia, pero recuerda que fue durante esa ola de calor a principios de junio, dijo que el suelo estaba tan seco como un hueso las dos veces, de manera que no fue necesario llevar nada para echarse encima.

Walsh tomó algunas notas en su cuaderno.

– ¿Es eso todo?

– Tengo informes contradictorios sobre las tres mujeres de aquí arriba. Casi todo el mundo está de acuerdo con que son lesbianas y que intentan seducir a las chicas del pueblo para que se unan a sus orgías lesbianas. Pero dos personas, bajo mi punto de vista, señor, las dos más sensatas, dijeron que eso eran malévolas tonterías. Una es una señora mayor de setenta u ochenta años que las conoce bastante bien, la otra es mi informador. Él dijo que Anne Cattrell ha tenido tantos amantes que podría darle clases de sexo a Fiona Richmond -sacó un cigarrillo y lo encendió, echando un mirada a McLoughlin a través del humo-. Si es verdad, señor, puede darnos otro punto de vista. Crime passionnel, o como sea que lo llaman los franceses. Me parece que ella ha hecho todo lo posible para hacernos creer que sólo le interesan las mujeres. ¿Por qué? Podría ser porque ha eliminado a un amante celoso y no quiere que nosotros la relacionemos con ello.

– Lo que dice su informador es una mierda -dijo sin rodeos McLoughlin-. Todo el mundo sabe que son lesbianas. Demonios, he oído muchas más bromas acerca de eso de las que puedo recordar.

Jack Booth había sido una fuente de bromas de ésas.

– Difícilmente es algo nuevo que la señorita Cattrell se lo haya inventado en nuestro honor. Y si no es verdad, ¿por qué fingen que lo es? ¿Qué diablos es lo que ganan con eso?

Walsh estaba llenando su pipa con tabaco.

– Su problema, Andy, es que generaliza demasiado -dijo mordazmente-. Que todos sepan algo no hace que eso sea verdad. Todos sabían que mi hermano era un cabrón tacaño hasta que murió y descubrieron que había estado pagando doscientas libras anuales durante quince años para la educación de unos niños en África -asintió hacia Robinson con aprobación-. Quizá tenga algo, Nick. Personalmente, me importa un rábano cuáles son sus costumbres sexuales y, por lo que he visto, no creo que les importe un rábano lo que la gente diga o piense de ellas. Razón por la cual -miró a McLoughlin-, no se molestarían en negar o confirmar nada. Pero -continuó ensimismado, encendiendo la pipa-, justamente estoy interesado en el hecho de que Anne Cattrell haya estado haciéndonos tragar el lesbianismo desde que llegamos. ¿Cuál es su motivo?

Se quedó en silencio.

El detective sargento Robinson esperó un momento.

– Déjeme que lo intente yo con ella, señor. Una nueva cara, puede que se abra. No hay ningún mal en intentarlo.

– Me lo pensaré. ¿Alguien más tiene algo?

Un policía alzó la mano.

– Dos personas con las que hablé informaron de que oyeron sollozar a una mujer una noche, señor, pero no pudieron recordar cuándo.

– ¿Dos personas de una misma casa?

– No, por eso creí que valía la pena mencionarlo. De casas diferentes. Hay un par de granjas que están en la carretera hacia East Deller, pertenecen a la propiedad de la granja Grange. Ambos ocupantes recuerdan haber oído a la mujer, pero dicen que no hicieron nada porque creyeron que se trataba de un riña de amantes. En ninguna de las dos casas pudieron recordar exactamente cuándo sucedió.

– Vaya a verlos otra vez -dijo bruscamente Walsh-. Usted también, Williams. Pregunten si estaban viendo la televisión cuando ocurrió, qué programa estaban dando, ¿acaso estaban cenando? O en caso de que ya estuvieran durmiendo, si era muy tarde, ¿estaban despiertos porque hacía calor, porque estaba lloviendo? Cualquier cosa que pueda darnos una idea de la hora y la fecha. Si no estaba sollozando porque acababa de matar a un hombre, quizás estuviera llorando porque acababa de ver que lo mataban -se impulsó torpemente para ponerse en pie, recogiendo su cuaderno y su chaqueta al hacerlo-. McLoughlin, usted venga conmigo. Vamos a hablar con la señora Thompson. Jones, usted y su brigada recojan todo y llévenlo a la comisaría. Tienen una hora de descanso, luego quiero que todos vengan aquí para registrar la casa. Habrá autorizaciones en mi escritorio -le dijo a Jones-. Tráigalas -se volvió hacia Robinson-. Bien, muchacho, puede ir a charlar tranquilamente sobre sexo con la señorita Cattrell, pero no vaya asustándola. Si es que hizo picadillo a nuestro cadáver, quiero poder demostrarlo.

– Déjemelo a mí, señor.

Walsh sonrió con su sonrisa de reptil.

– Sólo recuerde una cosa, Nick. En sus tiempos, se comió a hombres del Cuerpo Especial para desayunar. Usted equivale a una bolsita de cacahuetes.

La puerta se abrió tras unos instantes para revelar una mujercita triste que llevaba un vestido negro de manga larga abrochado hasta arriba. Tenía los ojos afligidos y una expresión de cansancio. Una cruz de oro en una cadena larga colgaba entre sus pechos planos y tan sólo necesitaba una cofia y un libro de oraciones abierto para completar el cuadro de devoto sufrimiento.