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Walsh le ofreció su tarjeta de identidad.

– ¿Señora Thompson? -preguntó.

Ella saludó con la cabeza, pero no se molestó en mirar la tarjeta.

– Inspector jefe Walsh y sargento McLoughlin. ¿Podríamos pasar? Nos gustaría hacerle unas preguntas acerca de la desaparición de su marido.

Se pellizcó los labios consiguiendo una moue poco atractiva.

– Pero le he dicho a la policía todo lo que sé -se quejó, los ojos tristes se llenaron de lágrimas-. No quiero pensar más en ello.

Walsh refunfuñó en su interior. Su mujer resultaría ser así, pensó, si algo le pasase a él. Incapaz, llorona, irritante. Sonrió amablemente.

– Sólo estaremos un minuto -le aseguró.

De mala gana, abrió del todo la puerta e hizo un gesto hacia la sala de estar, aunque «de estar», pensó McLoughlin al entrar, era una definición inapropiada. Estaba limpia hasta el punto de la obsesión y desnuda de cualquier cosa que pudiera exhibir carácter o personalidad, sin libros, ni ornamentos, ni cuadros, ni siquiera un televisor. En su cerebro, la comparó con la habitación viva y plena de color en que vivía Anne Cattrell. Si los dos cuartos eran una expresión externa del interior de la persona, no tenía ninguna duda de cuál era más interesante. Vivir con la señora Thompson sería como vivir con un caparazón vacío.

Se sentaron en las austeras sillas. La señora Thompson se colocó en el borde del sofá, arrugando un pañuelo de encaje entre los dedos, con el que se secaba ligeramente los ojos de vez en cuando. El inspector Walsh se sacó la pipa del bolsillo, echó un vistazo por la habitación como si se percatara de ella por primera vez y después se guardó la pipa otra vez.

– ¿Qué número calza su marido? -le preguntó a la mujercilla.

Sus ojos se abrieron como platos y lo miró fijamente como si hubiera hecho una sugerencia indecente.

– No entiendo -susurró.

Walsh sintió que aumentaba su irritación. Si Thompson se había largado, ¿quién podía culparlo? La mujer era ridícula.

– ¿Qué número calza su marido? -le volvió a preguntar pacientemente.

– ¿Calza? -repitió-. ¿Calza? ¿Entonces lo han encontrado? Estaba tan segura de que había muerto -se animó bastante-. Ha perdido la memoria, ¿no es eso? Es la única explicación. Nunca me abandonaría, sabe.

– No, no lo hemos encontrado, señora Thompson -dijo el inspector con firmeza-, pero usted nos informó de su desaparición y estamos haciendo todo lo posible para localizarlo. Nos ayudaría saber qué número calzaba. El informe de la persona desaparecida dice que calzaba el número ocho. ¿Es correcto?

– No lo sé -dijo distraídamente-. Siempre se compraba él solo los zapatos -lo miró furtivamente por debajo de sus pestañas y, de manera bastante chocante, le dirigió una sonrisa remilgada.

McLoughlin se inclinó hacia delante.

– ¿Podría llevarme al piso de arriba, señora Thompson, y lo sabremos por los zapatos que dejó aquí?

Se encogió hundiéndose en el sofá.

– No es posible -dijo-. No les conozco. Fue una chica policía quien vino antes. ¿Dónde está ella? ¿Por qué no ha venido?

El inspector Walsh contó hasta diez y pensó que Daniel Thompson debió haber sido un santo.

– ¿Cuánto tiempo llevan casados? -le preguntó con curiosidad.

– Treinta y dos años -dijo en voz baja.

El hombre realmente era un santo, pensó Walsh.

– ¿Podría ir un momento arriba y buscar un par de zapatos suyos? -sugirió-. El sargento McLoughlin y yo la esperaremos aquí.

Aceptó esta propuesta sin hacer objeciones y salió de la habitación cerrando la puerta detrás de ella, como si la puerta les pudiese detener de alguna manera en caso de que realmente estuvieran decididos a violarla en su dormitorio. Walsh alzó las cejas hacia el cielo.

– Necesita un reconocimiento médico de la cabeza.

– Está enferma -contestó seriamente McLoughlin-. Me parece que la desaparición de su marido la ha trastornado. ¿No cree que deberíamos proporcionarle algún tipo de ayuda?

Walsh reflexionó.

– Había una vicaría unas casas más abajo, ¿verdad? Pararemos de vuelta a Grange.

Levantaron los ojos cuando la puerta se volvió a abrir y la señora Thompson reapareció abrazando un par de zapatos de piel sumamente brillantes contra su pecho.

– Número ocho -dijo- y estrechos. Nunca me di cuenta de lo delicados que eran sus pies. No era bajo, ya sabe.

A disgusto, Walsh abrió su cartera y sacó la bolsa de plástico transparente con los zapatos de color marrón. Colocó los zapatos, sin sacarlos de la bolsa, en la palma de una mano y los mostró a la mujer para que los observara.

– ¿Son estos zapatos de su marido, señora Thompson? ¿Recuerda si tenía un par como éste?

Respondió sin dudar.

– Desde luego que no -dijo-. A mi marido no se le ocurriría llevar zapatos de varios colores.

– Las manchas blancas han salido allí donde se mojaron, señora Thompson, no es piel blanca. Los zapatos eran antes uniformemente marrones.

– Oh -se acercó, después de unos momentos, negó con la cabeza-. No, nunca los vi anteriormente. Por supuesto que no son de Daniel. Sólo tenía un par de zapatos marrones y los llevaba el día en que -se le escapó un sollozo-, el día en que desapareció -se volvió a llevar el pañuelo de encaje empapado a los ojos-. Eran zapatos italianos muy caros, de punta. No se parecían a ésos. Era muy concienzudo acerca de su aspecto -acabó diciendo.

Walsh volvió a meter los zapatos en su cartera.

– Cuando informó a la policía de la desaparición de su marido, señora Thompson, dijo que últimamente estaba preocupado por los negocios. ¿Qué quería decir en concreto?

Salió huyendo de él como si hubiese intentado tocarla.

– No me dejaría -volvió a decir.

– Por supuesto que no, señora Thompson, pero la tensión en el trabajo sí hace que algunos hombres actúen irracionalmente. Tal vez no podía hacer frente a sus problemas y necesitaba tiempo para estar solo y solucionarlos. ¿Es eso lo que quería decir?

Las lágrimas se derramaron al inundar aquellos ojos afligidos. Llevaba puesta su desesperación como una raída chaqueta de punto, algo a lo que se había acostumbrado y con lo que se encontraba cómoda a pesar de su fealdad. Se hundió en el sofá.

– Su negocio está arruinado -explicó-. Debe dinero por todas partes. Lo está solucionando todo su ayudante, pero la gente, los acreedores, no dejan de telefonearme. No hay nada que yo pueda hacer. Les he dicho que está muerto.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó amablemente Walsh.

– No me hubiese dejado -dijo-, no si estuviese vivo.

Walsh miró a McLoughlin e hizo un gesto hacia la puerta. Se levantaron.

– Gracias por dedicarnos su tiempo, señora Thompson. Sólo hay algo más. ¿Ha ido su marido alguna vez a Streech Grange o tuvo tratos con la gente que vive allí?

Sus labios se estiraron, rasgándose en una incipiente mueca de enfado.

– ¿Es ahí donde viven esas mujeres horribles? -soltó. Walsh asintió-. Daniel entraría antes en una guarida de leones -tocó su cruz- que dejarse contaminar por su pecado -besó la cruz y empezó a desabrocharse los botones de su vestido.

– Está bien -dijo Walsh con un poco de vergüenza-. No hace falta que nos acompañe a la puerta.

Andy McLoughlin se detuvo en la puerta de la sala de estar y se volvió para mirarla de nuevo.

– Le pediremos al vicario que venga a verla, señora Thompson. Le hará bien charlar con él.

El vicario escuchó las expresiones de preocupación de la policía con pánico mal disfrazado.

– Francamente, inspector, no hay nada que yo pueda hacer. Créame, nuestra pequeña comunidad ha doblado la espalda para ayudar a la pobre señora Thompson. Hemos conseguido la ayuda del médico y de un asistente social, pero no tienen ningún poder para actuar a menos que ella misma solicite ayuda psiquiátrica. No está loca, entiende, ni siquiera deprimida en el sentido corriente. En realidad, por lo que se ve, se las arregla magníficamente.