Diana oyó los coches que se acercaban antes que las demás. Apuró el coñac y dejó el vaso en el aparador.
– A trabajar, chicas. Ya están aquí.
Phoebe fue hasta la repisa de la chimenea, su cara estaba anormalmente blanca en contraste con su cabello rojo intenso. Era una mujer alta que rara vez llevaba otra cosa que camisas a cuadros y pantalones Levis viejos. Pero al regresar de la casa del hielo, se había tomado la molestia de cambiarse y ponerse un vestido de seda, de manga larga y cuello alto. No cabía duda de que parecía estar en su casa, en aquella elegante habitación con sus visillos de color pastel y las cortinas con colgaduras de terciopelo; pero, al menos para Anne, tenía el aspecto de una desconocida. Distante, sonrió a sus dos amigas.
– Siento mucho todo esto.
Anne, como siempre, fumaba pitillo tras pitillo. Sentada en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo, echó una bocanada de humo gris al aire.
– No seas tonta -dijo sin rodeos-. Nadie va a hacerte responsable porque un idiota escoge venir a morir a tu finca. Debe haber una sencilla explicación: un vagabundo se refugió y tuvo un ataque al corazón.
– Precisamente lo que yo estaba pensando -dijo Diana, dirigiéndose al sofá-. Dame un cigarrillo, gracias, querida. Tengo los nervios como las cuerdas de un piano esperando un concierto de Rachmaninov para golpearlas.
Anne se rió entre dientes y le ofreció el paquete.
– ¿Quieres uno Pheeb?
Ésta negó con la cabeza y empezó a limpiarse las gafas con el dobladillo de su falda; la levantó distraídamente hasta la cintura, revelando que no llevaba bragas. Anne encontró la vaguedad del gesto tranquilizadora.
– No va a quedar cristal si continúas haciendo eso -señaló amablemente.
Phoebe suspiró, dejó caer la falda y se puso las gafas.
– Los vagabundos no tienen ataques al corazón en la propiedad de otra gente, así, desnudos -observó.
Sonó el timbre. Oyeron a Molly Phillips, la esposa de Fred, caminar hasta la puerta principal y sin decir palabra, bastante instintivamente, Anne y Diana se colocaron a cada lado de la repisa de la chimenea, flanqueando a Phoebe. Mientras se abría la puerta, a Diana se le ocurrió que tal vez ése no fuera un movimiento inteligente. Temía que, para la mente policial, ellas parecieran no tanto apoyar a Phoebe -su intención-, como protegerla.
Molly hizo pasar a dos hombres.
– El inspector jefe Walsh y el sargento detective McLoughlin, señora. Hay muchos más fuera. ¿Le digo a Fred que los vigile?
– No, está bien, Molly. Estoy segura de que se comportarán.
– Si usted lo dice, señora. Yo no estoy tan segura. Ya han arrastrado sus grandes y torpes pies por la grava que Fred rastrilló con tanto cuidado esta mañana -lanzó una mirada acusadora a los dos hombres.
– Gracias, Molly. Quizá podrías preparar té para todos. Seguro que será bien recibido.
– Muy bien, señora -el ama de llaves cerró la puerta al salir y se fue zapateando por el pasillo hacia la cocina.
George Walsh escuchó hasta que los pasos se desvanecieron, entonces se adelantó y tendió la mano. Era un hombre delgado y encorvado que tenía la estrafalaria costumbre de mover la cabeza de un lado a otro, como si padeciera la enfermedad de Parkinson. Le daba una apariencia de vulnerabilidad que era engañosa.
– Buenas tardes, señora Maybury. Nos conocimos antes, si lo recuerda. -Él se acordaba de ella tan vivamente como si fuera la misma de aquella primera vez, de pie, en el mismo lugar donde se encontraba ahora. Diez años, pensó, y apenas había cambiado, todavía era la señora de la mansión, distante y reservada en la seguridad de su posición. Los dramas de aquellos años podrían no haber ocurrido nunca. Con toda certeza, no había prueba alguna en el rostro tranquilo y sin arrugas que ahora le sonreía. Había una clase de calma en ella que no era natural. En el pueblo la llamaban bruja y él siempre había comprendido por qué.
Phoebe le dio la mano.
– Sí, lo recuerdo. Fue su primer caso importante -su voz era grave, atractiva-. Le acababan de nombrar detective inspector, creo. Me parece que no conoce a mis dos amigas, la señorita Cattrell y la señora Goode -hizo un gesto hacia Anne y Diana que alternativamente dieron la mano al inspector jefe con solemnidad-. Ahora viven aquí.
Walsh observó a las dos mujeres con interés.
– ¿Permanentemente? -inquirió.
– La mayor parte del tiempo -respondió Diana-, cuando nuestro trabajo nos lo permite. Ambas trabajamos por nuestra cuenta. Yo soy diseñadora de interiores, Anne es periodista independiente.
Walsh asintió, pero Anne comprendió que Diana no le había dicho nada que ya no supiera.
– Las envidio -dijo de veras. Había codiciado Streech Grange desde la primera vez que la vio.
Phoebe alargó la mano hacia el otro hombre.
– Buenas tardes, sargento McLoughlin. Le presento a la señora Goode y a la señorita Cattrell.
El sargento tenía entre treinta y cuarenta años, la misma edad de las mujeres, era un hombre moreno y pensativo, de ojos fríos. En la curva de sus labios, había traído consigo la irritabilidad de la comisaría, concentrada, maligna. Consideró a Phoebe y a sus amigas con fastidioso desprecio y fingió estar de acuerdo con los buenos modales al rozar los dedos de ellas con los suyos, en el más breve intercambio. Su antipatía, fuera de lugar, abofeteó las desprotegidas mejillas de las mujeres. Para consternación de sus amigas, que notaron las vibraciones de su ira, Anne saltó temerariamente ante el desafío.
– ¡Madre mía!, sargento, ¿qué es lo que ha oído de nosotras? -alzó una ceja sardónica y entonces, deliberadamente, se limpió los dedos en sus Levis-. Apenas debe de haber dejado de tomar el pecho de su madre, o sea que no estaría por aquí la última vez que Grange fue el centro de atención de la policía. Deje que lo adivine. Nuestra reputación… -se señaló a sí y a las otras dos mujeres- nos ha precedido. Me pregunto cuál de nuestras actividades, de las que todos hablan y que todos conocen, es la que más le preocupa. ¿El abuso de menores, la brujería o el lesbianismo? -indagó en su rostro con ojos desdeñosos-. El lesbianismo -murmuró-. Sí, ésa es la que encontraría más amenazadora pero, además, es la única que es verdad, ¿no es así?
La cólera de McLoughlin, alimentada ya por el calor del día, casi estalló. Respiró profundamente.
– No tengo nada en contra de las tortilleras, señorita Cattrell -dijo imperturbablemente-. No pondría las manos encima de una, eso es todo.
Diana apagó el cigarrillo con bastante más violencia de la necesaria.
– No le tomes el pelo al pobre hombre, Anne -dijo secamente-. Va a necesitar todo su ingenio para resolver el lío de la casa del hielo.
Ceremoniosamente, Phoebe se sentó en el asiento más cercano e hizo un gesto para que los demás se sentaran. Walsh se sentó en un sillón, frente a ella, Anne y Diana en el sofá, dejando que McLoughlin se encaramara en una silla de tapicería exquisita. Su incomodidad, al cruzar torpemente sus largas piernas debajo del asiento, fue evidente para todos
– Tenga cuidado de no romperla, sargento -se burló Walsh-. Me gusta tanto la torpeza como al ama de llaves. Bien, señora Maybury, quizá quiera decirnos por qué nos ha llamado.
– Creía que la señora Goode se lo habría explicado por teléfono.
Sacó un trozo de papel de su bolsillo.
– «Cadáver en casa del hielo, Streech Grange. Hallado a las cuatro y treinta y cinco.» No explica demasiado, ¿verdad? Dígame qué pasó.
– En realidad, eso es todo. Fred Phillips, mi jardinero, encontró el cadáver alrededor de esa hora y vino a decírnoslo. Diana les telefoneó mientras Fred nos llevó a Anne y a mí a verlo.
– ¿Así que lo ha visto?
– Sí.
– ¿Quién es? ¿Lo sabe?
– El cuerpo es irreconocible.
Con un movimiento brusco, Anne encendió otro cigarrillo.
– Está en estado de putrefacción, inspector, negro, asqueroso. Nadie, nadie sabría quién es -dijo Anne, hablando impacientemente, recortando las palabras con su voz profunda.