– ¿Qué es lo que estamos buscando, señor? -quiso saber un hombre.
Walsh entregó unas hojas mecanografiadas a los grupos.
– Lean estas indicaciones, luego utilicen el sentido común. Si alguien de aquí está relacionado con este asesinato, no les va a ofrecer ningún regalo de su implicación, de manera que no pierdan la cabeza y mantengan los ojos abiertos. Los hechos importantes que debemos recordar son éstos; uno, nuestro hombre murió aproximadamente hace diez semanas; dos, fue apuñalado; tres, le quitaron la ropa y la dentadura; cuatro, y lo más importante, sería de gran ayuda saber quién demonios era. La decisión está entre David Maybury y Daniel Thompson, y hay una breve descripción de ambos en esas páginas -hizo una pausa para dejar que sus hombres leyesen las descripciones-. Observarán que por lo que se refiere a altura, color y número de zapatos, los dos se parecen, pero recuerden, por favor, que Maybury habría envejecido diez años desde que se escribió la descripción. Yo dirigiré el registro en casa de la señora Maybury, McLoughlin se encargará del ala de la señorita Cattrell, Jones de la parte de la señora Goode y Robinson será el cerebro de las otras dependencias. Si alguien encuentra algo, que me avise inmediatamente.
Con una sensación de desgana, McLoughlin se presentó con sus hombres ante la puerta de Anne y llamó al timbre. El relato que Nick Robinson balbuceó acerca de su charla con ella, había accionado un martinete que golpeaba en su cabeza.
– Se le cruzaron los cables ahí, amigo -le había dicho Nick en voz baja al oído-. Si me dieran la mitad de una oportunidad, yo mismo probaría suerte con ella. Siempre dicen que los listos son los menos inhibidos.
McLoughlin, sediento de alcohol, tocó con la punta de sus rígidos dedos la tripa llena de cerveza de su compañero y escuchó la satisfactoria expulsión de aire.
– Quiere decir que le clavan a uno un cuchillo en las costillas cuando la representación es fatal -siseó en la cara del otro hombre.
Robinson le propinó un golpe directo y se rió entre dientes mientras tomaba aliento profundamente.
– No lo sabría. Nunca tengo ese problema.
McLoughlin intentó recordar una época en que su cabeza no le había dolido, cuando los postigos permanecían abiertos en su mente y cuando no se sentía mareado. Sus sentimientos oscilaban violentamente entre una intensa aversión hacia Anne, unida a la seguridad de que ella era responsable del cadáver mutilado encontrado en la casa del hielo, y una ardiente vergüenza provocaba que el sudor manase debajo de sus axilas cada vez que recordaba su comportamiento de aquella mañana. Apretó su puño hasta que los nudillos brillaron de color blanco.
– ¿Y por qué dijo que era lesbiana?
Vigilando con recelo el puño, Nick Robinson retrocedió uno o dos pasos.
– Afirma que no lo hizo. Afróntelo, Andy, cree que es un imbécil presumido, así que se cachondeó de usted.
«Y además -pensó Robison- le hará bien.» Le gustaba McLoughlin, no tenía ninguna razón para sentir lo contrario, pero aquel hombre se creía que era superior a ellos y por eso, el abandono de su mujer había sido tan duro. Lo gracioso era que en la comisaría lo sabían hacía días, desde que Jack Booth le descubrió el pastel a Bob Rogers, pero habían esperado discretamente a que lo explicara el propio McLoughlin. Nunca lo hizo. Durante dos semanas, había llegado cada mañana con una feroz resaca e historias sin ilación acerca de lo que Kelly había dicho o hecho la noche anterior. Sólo su orgullo estaba herido, todos lo sabían, pero eso no duraría mucho tiempo, ya que las mujeres policía hacían cola para meterse entre sus sábanas. El dinero inteligente apostaba por la policía Brownlow. Y para Nick, gordo, prematuramente calvo y con su predilección por la policía Brownlow, la indiferencia de Anne hacia McLoughlin había sido un bálsamo tranquilizador.
Anne abrió la puerta y les hizo un gesto para que pasaran. McLoughlin sacó la orden de registro de su cartera y se la dio. Ella la leyó atentamente antes de devolvérsela, encogiéndose de hombros. No había ningún cambio en su modo de dirigirse a él, ningún indicio hacia él o hacia sus colegas de que se había pasado de la raya más allá de la cual el comportamiento se censura.
– Adelante -dijo, moviendo la cabeza hacia las escaleras que conducían a las habitaciones de arriba-. Estaré en mi estudio si desea verme -volvió a su escritorio del cuarto iluminado por el sol. I Can't Get No Satisfaction vibraba en los amplificadores.
El cuarto de los invitados no reveló nada. McLoughlin dudaba que se hubiese utilizado durante meses o incluso años. Había una depresión en el cubrecama de una de las camas gemelas, que significaba que Benson o Hedges habían encontrado un refugio cómodo allí, pero ninguna señal de presencia humana. Se trasladaron a su dormitorio.
– No está mal -dijo uno de los hombres con aprobación-. Mi mujer acaba de pagar una fortuna por adornos rosas, melanina blanca y espejos. Ahora no se puede entrar en la maldita habitación. Apuesto a que podríamos haber hecho algo como esto por la mitad de precio -pasó la mano por encima de una cómoda baja de roble.
El cuarto daba la impresión de espacio porque contenía muy poco: sólo la cómoda, una delicada silla de mimbre y una cama de matrimonio baja con un montón de almohadas y un edredón de color verde botella. En el hueco de una esquina había un armario empotrado. Una moqueta blanca se extendía hasta el infinito, pues no existía ninguna línea que indicase dónde acababa la moqueta y empezaba el zócalo. En primer plano, el enorme colorido de flores espléndidas contra el fondo negro como el azabache formaba cual si avanzara una banda brillante alrededor de las paredes blancas. La habitación tanto estimulaba la vista como la relajaba.
– Ustedes dos registren la cómoda y el armario -dijo McLoughlin-. Yo echaré un vistazo en el cuarto de aseo -se retiró, agradecido, a la normalidad de un cuarto de baño de color rosa pálido, pero no encontró nada excepcional, a menos que dos botes de espuma de afeitar, un paquete de maquinillas de afeitar desechables y tres cepillos de dientes pudiesen considerarse posesiones extrañas en una soltera. Cuando se volvió hacia la puerta, vio un movimiento detrás de él por el rabillo del ojo. Se dio la vuelta bruscamente, el corazón luchando como si fuera un ser vivo en su boca, y apenas se reconoció a sí mismo en el hombre ojeroso y enojado del espejo que lo miraba fijamente. Abrió el grifo y se mojó la cara con agua; se la secó con una toalla que olía a rosas. El dolor de cabeza era insoportable. Estaba en guerra consigo mismo y el esfuerzo por intentar mantener las dos partes opuestas juntas, lo estaba destruyendo. No tenía nada que ver con Kelly. El pensamiento, espontáneo, le sorprendió. Estaba en su interior y había estado en su fuero interno durante mucho tiempo, una rabia a punto de estallar que no podía ni dirigir ni controlar, pero que la marcha de Kelly había alimentado.
Fue al dormitorio.
– Aquí hay algo, sargento -dijo el detective Friar. Estaba en la cama, recostado contra las almohadas en una postura que evocaba de manera absurda a la Olympia de Manet. Sostenía un librito encuadernado en cuero en una mano y estaba riéndose de él-. Por Dios, es obsceno.
– Fuera -dijo McLoughlin, sacudiendo la cabeza. Observó al hombre deslizar los pies hasta el suelo a regañadientes-. ¿Qué es?
– Su diario. Escuche esto. «No puedo mirar un pene en un condón, después de la eyaculación, sin reírme. Me transporta inmediatamente a mi infancia y los tiempos en que el dedo de mi padre se volvió portador de gérmenes infecciosos. Construyó un dedil de politeno ("para vigilar la mierda") y nos reunió a mi madre y a mí para presenciar el emocionante climax del momento en que el dedo, después de estrujarlo mucho, explotaba. Fue un acontecimiento divertido.» Jesús, ¡es asqueroso! -apartó el libro, poniéndolo fuera del alcance de McLoughlin-. Y ésta, escuche ésta -pasó una página-. «Hoy Phoebe y Diana tomaron el sol desnudas en la terraza. Podría haber estado mirándolas durante horas, estaban tan hermosas…» -sonrió abiertamente-. Esa mujer es una sucia mierdecilla, ¿no? Me pregunto si las otras dos saben que es una mirona -levantó los ojos y se sorprendió al ver la expresión de rechazo en el rostro de McLoughlin. La tomó por mojigatería-. Estaba leyendo las anotaciones de finales de mayo, principios de junio -dijo-. Eche un vistazo a los días dos y tres de junio.