Anne echó un aro de humo al aire y apuñaló su centro con la punta del cigarrillo.
– Oh, me quedaré, sargento -le dijo-. No puedo vivir sin los registros policiales. Debería escribir unas dos mil palabras en una página dedicada a la mujer de alguna publicación. Me gustaría titularlo «El comercio del fisgoneo» o «Licencia para fisgar». ¿Qué le parece?
«Puta de cara cetrina», pensó McLoughlin, mientras observaba el humo que salía sin rumbo de su boca. La habitación apestaba a tabaco.
– Como quiera, señorita Cattrell. -Se volvió. Su sangre se hinchaba, palpitaba y se espesaba en su cabeza hasta que creyó que sólo un grito aliviaría aquella presión.
Registraron todo el cuarto a fondo y con infinita paciencia: dentro de los libros, detrás de los cuadros, debajo de las sillas, en los cajones; clavaron agujas de punto en la tierra de las macetas, palparon buscando bultos en la moqueta, pusieron del revés el sofá y palparon con destreza los cojines mullidos; y cuando acabaron, la sala parecía exactamente igual que antes de empezar. Como era de esperar, impresionaron a Anne, a quien cortésmente habían hecho retirarse del lugar que ocupaba tras su escritorio.
– Muy profesionales -les dijo-. Les felicito. ¿Es eso todo?
– No exactamente -contestó el sargento-. ¿Podría abrir la caja fuerte, por favor?
Anne dirigió al policía una mirada asustada.
– ¿Por qué demonios cree que tengo una caja fuerte?
McLoughlin se acercó a la repisa de la chimenea revestida con paneles de madera de roble, que era una réplica exacta de la que había en la biblioteca. Empujó el extremo del panel central y lo deslizó hacia atrás, dejando al descubierto el metal verde mate de una caja fuerte de pared con un pomo y una cerradura de cromo. Miró a Friar y a Jansen.
– Encontré la que hay en la biblioteca esta mañana -dijo-. Está bien hecha, ¿verdad? -no podía mirarla. Su pánico, aunque había sido breve, le había asombrado.
Anne volvió a su escritorio, poniendo en orden sus pensamientos. Siempre había creído que Phoebe era la que juzgaba mejor el carácter de las personas, pero esta vez era Diana quien tenía miedo de McLoughlin.
– ¿Podría abrirla, por favor? -insistió. La mujer cogió un paquete de cigarrillos de un cartón de doscientos que había en el cajón superior de su escritorio y le quitó el precinto abierto. McLoughlin la observó pacientemente, sin decir nada.
– ¿Quién se cree que es? -dijo malhumorado el detective Friar-. Ya oyó al sargento. Abra la maldita caja.
Anne lo ignoró, le dio un capirotazo a la tapa del paquete y lo puso boca abajo, agitándolo para dejar caer una llave en la palma de la mano.
– ¿Qué tal se le da Spenser? -le preguntó a McLoughlin con una sonrisa caprichosa-. «No hay nada que traicione más a un hombre que su educación.» Podría haberse escrito para su amigo.
«Es resbaladiza -pensó-, tiene miedo y la odio. Dios, cómo la odio.»
– La caja, por favor, señorita Cattrell.
Anne fue hacia la repisa tras encogerse ligeramente de hombros, abrió la puerta con la llave y tiró de ella. La caja estaba vacía a excepción de un cuchillo de trinchar con el mango envuelto en un trapo manchado de sangre. El filo estaba negro y encostrado. McLoughlin se sintió mal. A pesar de toda su ira, no había querido esto. Con una parte independiente de su mente se preguntó si estaba enfermo. Su cabeza estaba ardiendo como si tuviera fiebre. Apoyó el hombro sobre la repisa de la chimenea para mantenerse firme.
– ¿Puede explicar esto, por favor? -oyó su propia voz a distancia, discordante y poco natural.
– ¿Qué es lo que hay que explicar? -preguntó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo.
En efecto, ¿qué? El postigo chasqueó al abrirse y cerrarse, abrirse y cerrarse, detrás de sus ojos. Echó una mirada al paquete de tabaco que había encima del escritorio.
– Empecemos por saber por qué se molestó tanto en esconder la llave.
– La costumbre.
– Eso es una mentira, señorita Cattrell.
La tensión había estirado la piel de alrededor de su nariz y su boca, dándole un aspecto curiosamente plano. Anne recordó el grueso cabo de acero que vio una vez en Shanghai, retorciéndose en torno a un cabrestante, arrastrando un buque cisterna que se había estropeado en la zona del puerto. Al acortarse la parte floja del cabo, se había levantado del cemento, sacudiéndose libre de polvo mientras se estiraba y tensaba, y después hubo un instante de auténtico horror cuando la cuerda se rompió dada la tensión y azotó con velocidad espantosa la carne indefensa del cuello de un hombre. Él la había visto venir, recordaba, y había puesto las manos para protegerse. Miró a McLoughlin y sintió un vivo deseo de hacer lo mismo.
– Quiero telefonear a mi abogado -dijo-. No contestaré más preguntas hasta que venga.
McLoughlin se estremeció.
– Friar, vaya a buscar al inspector Walsh y pídale que venga al ala de la señorita Cattrell, por favor. Dígale que es urgente, dígale que desea hacer una llamada. Jansen -movió la cabeza hacia las contraventanas-, vaya en busca de una policía para desnudar a la señorita y registrar la ropa que lleva puesta. Encontrará a Brownlow en alguna parte ahí fuera -esperó a que los dos hombres se marcharan y entonces se volvió hacia la repisa de la chimenea y se quedó en pie, mirando fijamente la caja abierta.
Tras un instante, cerró la puerta y puso las manos sobre la repisa, bajando la cabeza para mirar el fuego apagado. Era una reproducción de gas de un fuego real y las ascuas artificiales estaban salpicadas de ceniza y colillas.
– Debería tirarlas a la papelera -murmuró-, dejarán marcas al quemarse.
Anne estiró el cuello para ver qué estaba mirando.
– Oh, eso. Mi intención es pasar el aspirador, pero nunca lo hago.
– Creí que la señora Phillips se encargaba de ello.
– Lo hace, pero discrimina ciertas porquerías y no las tocaría ni con una pértiga.
Se volvió para mirarla, apoyando el codo en la repisa. Estaba temblando como si tuviera fiebre.
– Entiendo. -No lo entendía, por supuesto. ¿Qué clase de discriminación adoptaba Molly Phillips? ¿Racial? ¿Religiosa? ¿Social?
– Discrimina por motivos morales -le dijo Anne. ¿Había expresado sus pensamientos en voz alta? No lo podía recordar, la cabeza le dolía tanto-. Es una vieja puritana, sólo es realmente feliz cuando se siente desgraciada. No puede comprender por qué el resto de nosotros no se siente de la misma manera.
– Como mi madre -dijo McLoughlin.
Anne soltó su risa gutural entre dientes.
– Posiblemente. La mía no se molesta, gracias a Dios. No podría librar batalla con dos de ellas.
– ¿Vive cerca?
Anne negó con la cabeza.
– Las últimas noticias que tuve fueron que estaba en Bangkok. Se volvió a casar tras la muerte de mi padre y se fue para dar la vuelta al mundo con su segundo marido. Les he perdido la pista, para ser sincera.
Eso dolía, pensó él.
– ¿Cuándo la vio por última vez?
No contestó inmediatamente.
– Hace mucho tiempo -repiqueteó impacientemente con los dedos sobre el escritorio-. Déme un buen motivo por el cual debería esperar el permiso del inspector para llamar por teléfono.
Su voz había vibrado con irritación. Le hizo reírse. La risa barrió su mente como una especie de locura: salvaje, incontrolable, alegre. Se llevó una mano a los ojos inundados.
– Lo siento -dijo-. Lo siento mucho. No hay ningún motivo. Por favor. Adelante. -Las palabras, horriblemente mal pronunciadas, hicieron eco en su cabeza y sonaron como si estuviese borracho, incluso a sus propios oídos. Se agarró a la repisa y sintió que el hogar se tambaleaba debajo de sus pies.