– Supongo que no se le habrá ocurrido -dijo Anne a sus espaldas, mientras arrastraba una silla tras sus piernas y le hacía sentarse con cuidado, ejerciendo presión con su pequeña mano en su nuca- que vale la pena comer de vez en cuando -lo abandonó para buscar algo en el cajón inferior de su escritorio-. Tenga -dijo instantes más tarde, poniéndole una barrita de chocolate desenvuelta en la mano-. Le traeré algo de beber -cogió una botella de agua mineral de un pequeño armario, un mueble-bar, llenó un vaso y se lo llevó.
Su mano, agarrando la barrita de chocolate, colgaba floja entre sus rodillas. No hizo ningún intento de comerla. No podría haberse movido, aun queriéndolo.
– ¡Oh, mierda! -dijo Anne, enfadada, dejando el vaso en una mesa a la vez que se agachaba en el suelo delante de él-. Mire, McLoughlin, es usted muy pesado, maldita sea, realmente una tabarra. Si intenta seguir emborrachandose hasta jubilarse, muy bien, usted elige. Dios sabe por qué se metió en la policía en primer lugar. Debería estar escribiendo una biografía de Francis Bacon o Rabbie Burns o algo igualmente sensato. Pero si no tiene la intención de que le despidan, hágase un favor a sí mismo. En cualquier momento, ahora mismo, ese mequetrefe que mandó en busca del inspector va a volver a entrar por la puerta y se meará cuando le vea. Créame, conozco a esos tipos. Y si queda algo de usted cuando Walsh haya acabado, entonces su amigo el policía se cachondeará de todo. Lo hará una y otra vez, y tendrá un orgasmo cada vez que lo haga. Se lo prometo, no le va a gustar.
A su manera era hermosa. Podría ahogarse fácilmente en aquellos ojos pardos y suaves. Le dio un mordisco a la barrita de chocolate y masticó concentradamente.
– Es usted una embustera muy mala, Cattrell -movió la cabeza despacio de un lado a otro-. Me dijo que la compasión era frágil, pero creo que acaba de romperme el pescuezo.
Capítulo 13
Se notaba cierta atmósfera en la habitación. Walsh la olió nada más entrar. McLoughlin estaba junto a la ventana, con las manos apoyadas en el alféizar, mirando al exterior más allá de la terraza y de la extensión de césped; la señorita Cattrell estaba sentada en su escritorio, haciendo garabatos, con las botas sobre el último cajón abierto del mueble; su labio inferior sobresalía agresivamente.
– Bueno, ¡gracias a Dios por su misericordia! -exclamó-. Quiero telefonear a mi abogado, inspector, quiero hacerlo ahora y me niego a contestar más preguntas hasta que llegue. -Parecía muy enfadada.
«Ira», pensó Walsh con sorpresa. Por alguna razón, no había olido a ira.
– Entiendo -dijo con actitud ecuánime-, ¿pero por qué desearía hacer eso?
McLoughlin abrió las contraventanas para dejar entrar a Jansen y a la policía Brownlow. Sus piernas, rezumando serrín, pertenecían a otra persona; su estómago, que había vuelto a despertar gracias a la barrita de chocolate, se arañaba a sí mismo en busca de más nutrición; su corazón brincaba como un corderito sano alrededor de su valla abatida. Se sentía bastante satisfecho de sí mismo.
– Señorita Cattrell -dijo con voz bastante firme-, ¿estaría de acuerdo con que la policía Brownlow la registrase ahora, mientras le explico la situación al inspector Walsh?
– No -volvió a exclamar con brusquedad-, no lo estaría. Me niego a colaborar más hasta que llegue mi abogado -golpeó airadamente la mesa con un lápiz-. Y tampoco voy a decir nada más, maldita sea, ni delante de usted ni de esos desgraciados que ha traído -miró a Walsh-. Me opongo a todo esto rotundamente. Ya es lo bastante malo que manoseen todas tus cosas personales, pero que las manoseen hombres es el colmo. Debe haber mujeres en la policía. Me niego a hablar con nadie salvo mujeres.
Walsh ocultó bien sus emociones, pero McLoughlin, con su nueva claridad de visión, vio cómo el inspector meneaba su flacucha cola como un perro contento.
– ¿Va a presentar una denuncia formal contra el sargento McLoughlin y su grupo? -preguntó Walsh.
Anne echó una mirada a Friar.
– No lo sé. Esperaré hasta que llegue mi abogado -alcanzó el teléfono y empezó a marcar-. Pero mi objeción sigue ahí, así que, si desea mi colaboración, sugiero que encuentre algunas mujeres.
El inspector jefe señaló la puerta con la cabeza.
– Friar, Jansen, esperen en el pasillo. Sargento McLoughlin, recoja lo que haya encontrado y llévelo fuera. Brownlow, quédese aquí -retrocedió, entornando los ojos, mientras observaba a McLoughlin desplazarse desde la pared y abrirse paso firmemente. Había algo que iba mal, algo que no podía concretar. Lanzó miradas perspicaces por la habitación.
Anne estaba murmurando al teléfono.
– Espera un momento, Bill -ahuecó la mano sobre el auricular para taparlo-, me gustaría recordarle, sargento -dijo glacialmente-, que no me ha dado un recibo por lo que hay en la caja fuerte. El único recibo que tengo es el de mi diario.
«Jesús, mujer -pensó McLoughlin-, déme un respiro. No soy Charles Atlas, soy el enclenque que recibe los golpes en la cara.» Se inclinó irónicamente.
– Ahora le haré uno, señorita Cattrell.
Ella no hizo caso de él y volvió a su llamada, escuchando durante un momento.
– Maldita sea, Bill -explotó enfadada en el teléfono-, con lo que cobras, podrías tratar de llegar un poco antes. Demonios, quizá no sea una de tus finas clientas de Londres, pero siempre pago a tocateja. Por Dios, puedes hacerlo en menos de dos horas si te espabilas.
Bill Stanley, un amigo de hacía mucho tiempo, así como abogado, sonrió con una mueca al otro lado de la línea. Acababa de decirle que lo dejara todo para estar ahí en una hora.
– Podría hacerlo en tres horas -sugirió él.
– Eso está mejor -refunfuñó Anne-. Espera, se lo preguntaré -se volvió hacia el inspector-. ¿Piensa llevarme a la comisaría? Mi abogado quiere saber adónde tiene que ir.
– Eso depende completamente de usted, señorita Cattrell. Francamente, estoy un poco desconcertado de momento respecto a por qué desea que su abogado esté presente.
McLoughlin se dio la vuelta con el cuchillo de trinchar y el trapo a salvo en una bolsa de politeno.
– ¡Ah! -exclamó Walsh, sin encubrir su júbilo-. Bien, eso más bien puede ayudarnos en nuestras investigaciones. Con tal que entienda que no existe ningún tipo de coacción, creo que sería más sencillo para todos si prosiguiéramos nuestro interrogatorio en la comisaría.
– Comisaría de policía de Silverbone -le dijo a su abogado-. No, no te preocupes, no diré nada hasta que llegues -colgó y agarró el segundo recibo de McLoughlin-. Y será mejor que no haya nada mío escondido en esa cartera -dijo malévolamente-. Todavía no he conocido a ningún policía que no tuviese las uñas afiladas.
– Ya basta, señorita Cattrell -cortó bruscamente Walsh, preguntándose cómo McLoughlin había conseguido no alterarse con ella. Pero quizá no lo había conseguido y acaso eso explicaba la tensión en el aire-. No tolero los insultos injustificables contra mis agentes. La policía Brownlow esperará con usted mientras tengo unas palabras con el sargento McLoughlin en el pasillo -salió de la habitación tieso-. Bien -dijo, cuando la puerta se cerró tras ellos-, veamos qué tiene -tendió la mano, requiriendo la bolsa de politeno.
– Es tal como le dije, señor -explicó nervioso Friar-. Lo escondía en su caja fuerte. Y además está el diario, en el que habla de la muerte, de las tumbas y Dios sabe de cuántas cosas más.
– ¿Andy?
McLoughlin se apoyó contra la pared.
– No estoy seguro -dijo. Se encogió de hombros.
– ¿De qué no está seguro? -inquirió impacientemente Walsh.