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– Sospecho que nos está engañando, señor.

– ¿Por qué?

– Un presentimiento. No es tonta y fue muy fácil.

– ¿Friar?

– Eso son chorradas, señor. El diario fue fácil, se lo aseguro, pero el cuchillo estaba bien escondido. Jansen buscó por toda esa pared y no logró encontrar la caja fuerte -dirigió una mirada de reconocimiento envidioso hacia McLoughlin-. Fue el sargento quien la vio.

Walsh meditó durante unos minutos.

– Bueno, de un modo u otro, ahora estamos comprometidos, así que si nos están engañando, averigüemos por qué. Jansen, lleve esto a la comisaría y que tomen las huellas dactilares antes de que yo llegue con la señorita Cattrell. Friar, vaya deprisa a echarles una mano a los de fuera. Andy, sugiero que me sustituya y se ocupe del ala de la señora Maybury.

– Con todo respeto, señor -murmuró McLoughlin-, ¿no sería mejor que examinase el diario? Friar tiene razón, hay algunas referencias extrañas en él.

Walsh lo miró atentamente durante un momento; luego, asintió.

– Quizás esté en lo cierto -dijo-. Extraiga todo lo que crea pertinente y quiero que esté en mi mesa antes de hablar con ella. -Volvió a entrar en la habitación, cerrando la puerta tras él.

Friar siguió los pasos de McLoughlin por el pasillo.

– ¡Jodido hijo de puta!

McLoughlin sonrió con una mueca diabólica.

– El privilegio tiene sus gratificaciones, Friar.

– ¿Cree que pondrá una denuncia?

– Lo dudo.

– Ya -se detuvo para encender un cigarro-. Jansen y yo estamos limpios, se mire como se mire.

Llamó a McLoughlin:

– Pero, demonios, cómo me gustaría saber de dónde provienen esas marcas de su cuello.

McLoughlin cogió el coche, fue directamente a un café de las afueras de Silverbone y comió hasta hartarse. Concentraba su mente en la comida adrede y, cuando un pensamiento errante se le acercaba, se lo quitaba de la cabeza. Estaba en paz consigo mismo por primera vez desde hacía meses. Cuando hubo acabado, regresó a su coche, se recostó en el asiento y se durmió.

Jonathan deambulaba cerca de la puerta principal cuando Anne salió acompañada de Walsh y la policía Brownlow. Se colocó agresivamente en el camino de los policías y Walsh no tuvo dificultad alguna en reconocer al muchacho larguirucho que había protegido a su madre tan ardientemente hacía ya tantos años.

– ¿Qué pasa? -inquirió el joven.

Anne le puso la mano en el brazo.

– Regresaré dentro de dos o tres horas como máximo, Jon. No hay nada de qué preocuparse, te lo prometo. Dile a tu «mami» que he telefoneado a Bill Stanley y que irá directamente a la policía -hizo una pausa-. Y asegúrate de que descuelgue el teléfono y de que le diga a Fred que cierre con llave las verjas de la entrada. La historia seguramente ya habrá salido a la luz y los periodistas merodearán por todas partes -le dirigió una mirada directa y prolongada-. Seguro que estará preocupada. Jon, intenta que se despeje. Pon discos o haz algo para distraerla -le habló por encima del hombro mientras Walsh la llevaba hacia el coche-. Ponle Pat Boone y Love Letters in the Sand. Esa es la manera más segura de despejar la mente de Phoebe. Ya sabes que le encanta Pat Boone y esa canción de las cartas de amor. Y no te descuides, ¿de acuerdo?

Jonathan asintió con la cabeza.

– Vale. Ten cuidado, Anne.

Se despidió desconsoladamente con la mano mientras se la llevaban en coche y luego, pensativo, entró en la casa por la puerta principal. Que él supiera, su madre nunca había escuchado discos de Pat Boone. «No te descuides, ¿de acuerdo?» Anduvo hasta la puerta de Anne, miró rápidamente a su alrededor, entonces hizo girar el pomo y fue de puntillas por el pasillo. Abrió la puerta de su cuarto de estar y se asomó para mirar. La habitación estaba vacía. «Es seguro», «la manera más segura» -había dicho Anne insistiendo en ello dos veces-, «Love Letters». Fue cuestión de segundos soltar el pestillo escondido, asir firmemente el pomo de cromo y deslizar toda la caja fuerte hacia fuera. Casi no pesaba nada por estar hecha de aluminio. La apoyó en su cadera mientras metía la mano en el hueco oscuro del antepecho de la chimenea y recogía un sobre grande de color marrón. Lo tiró sobre la silla más cercana, volvió a colocar cuidadosamente la caja fuerte y la empujó para ponerla otra vez en su sitio. Al meterse el sobre en la chaqueta, se le ocurrió que algo o alguien debía haber asustado bastante a Anne para que creyera que aquel escondite resultaba poco seguro. ¿Y por qué demonios había de preocuparse por unas cartas de amor? Era extraño. Al salir por las contraventanas, oyó la puerta del ala de Anne abrirse y cerrarse, y el sonido de pasos por el pasillo. Se fue de puntillas por la terraza y desapareció.

Encontró a Phoebe y a Diana en el salón principal. Estaban murmurando silenciosamente en el sofá, las cabezas juntas, el cabello dorado y el pelirrojo entretejidos como los hilos de un tapete. De pronto, sintió celos de su intimidad. ¿Por qué su madre confiaba en Diana antes que en él? ¿Confiaba en él? Jonathan había cargado con la culpabilidad durante diez años. ¿No había pasado suficiente tiempo para ella? A veces sentía que sólo Anne le trataba como a un adulto.

– Se han llevado a Anne -anunció lacónicamente.

Asintieron con la cabeza, sin sorprenderse.

– Estábamos mirando -dijo Phoebe. Le dirigió una sonrisa consoladora a Jonathan-. No te preocupes, cariño. Tengo más compasión por la policía que por ella. Les parecerá que dos horas en el cuadrilátero con Mike Tyson son preferibles a media hora en compañía de Anne cuando está luchando en su rincón. Ha telefoneado a Bill, creo.

– Sí -dijo. Fue hacia la ventana y miró la terraza-. ¿Dónde está Lizzie? -les preguntó.

– Se ha ido con Molly -contestó Diana-. Ahora están registrando la caseta.

– ¿Y Fred?, ¿también está allí?

– Fred está vigilando al pie de las verjas -dijo Phoebe-. Parece que la prensa ha llegado en gran número. Los está manteniendo a raya.

– Eso me recuerda algo. Me dijo que descolgaras el teléfono.

Diana se levantó, se acercó a la repisa y cogió una colilla que había detrás de un reloj. Encendió una cerilla y con ella la punta gastada de la colilla.

– Ya lo hemos hecho -bizqueó para mirar el patético cilindro del cigarrillo y echó el humo con torpeza.

Phoebe intercambió una mirada con Jonathan y se rió.

– Iré a traerte uno decente de la habitación de Anne – dijo, levantándose del sofá-. Es posible que tenga algún paquete por ahí y, de veras, odio verte sufrir.

Phoebe salió de la habitación. Diana tiró la colilla a la chimenea.

– Me va a traer uno y me lo voy a fumar, y será el segundo que me fumo hoy. Mañana serán tres y así hasta que me vuelva a enganchar. Debo estar loca. Tú eres médico, Jon. Dime que no lo haga.

Se acercó a ella, aplacado por su súbita necesidad de él, y le puso el brazo sobre la espalda.

– Todavía no soy médico y no me harías caso de todos modos. ¿Cómo dicen? «Nadie es profeta en su tierra.» Fuma, si eso te ayuda. Yo diría que la tensión es tan mala como la nicotina. -Era como abrazar cariñosamente a una Elizabeth mayor, pensó. Eran tan parecidas…; en su aspecto, en su búsqueda constante de tranquilidad, en la manera de deformarlo todo con ironía. Explicaba perfectamente por qué no se llevaban bien. Le apretó el brazo y la soltó, regresando al lado de la ventana.

– ¿Se han ido todos los policías?

– Excepto los de la caseta, creo. Pobre Molly. Le costará meses recuperarse de que la poli le inspeccionara sus calzones largos. Lo más seguro es que los lavará muchas veces antes de volver a ponérselos.

– Lizzie calmará sus plumas erizadas -dijo Jonathan.

Diana lanzó una mirada especulativa a su espalda.

– ¿Ves a menudo a Elizabeth en Londres? -le preguntó.