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Jonathan no se volvió.

– De vez en cuando. A veces vamos a comer juntos. Trabaja a unas horas que la hacen un poco antisociable, ya sabes. Está en el casino casi hasta la madrugada, la mayoría de noches -era trágico, pensó, cuánto había acerca de una hija que nunca se podía explicar a su madre. No se podía describir el exquisito placer de despertarse a las cuatro de la mañana para encontrar su cuerpo caliente excitándole a uno rítmicamente. No podía explicar que sólo el pensar en ella le ponía caliente o que una de las razones por las cuales la quería era porque, cada vez que deslizaba la mano entre sus muslos, estaba mojada con deseo de él. En vez de eso, tenía que decir que rara vez la veía, fingir indiferencia, y la madre nunca sabría el fuego que su hija podía llegar a encender-. Creo que la veo más a menudo por aquí -dijo, dándose la vuelta.

– Nunca me explica nada de su vida en Londres -comentó Diana con pena-. Supongo que sale con alguien, pero no lo sé ni tampoco pregunto.

– ¿Y eso es porque no quieres saberlo o porque crees que no te lo diría?

– Oh, porque no me lo diría, desde luego -afirmó-. Sabe que no quiero que repita mi error y que se case demasiado joven. Si le gusta alguien en serio, yo seré la última en saberlo, y entonces será demasiado tarde para poder advertirle que tenga cuidado. Sólo es culpa mía -dijo-, lo comprendo perfectamente.

Phoebe regresó y le lanzó a Diana un paquete de cigarrillos que estaba abierto.

– ¿Podéis creer que han dejado de guardia a ese niñato en la habitación de Anne? El policía Williams, ese a quien Molly le cogió cariño. Le han mandado que no se mueva de allí hasta recibir nuevas órdenes. Insistió en sacar uno por uno los pitillos para echarles un vistazo -cruzó la sala hasta el teléfono y colgó el auricular-. Debo haber perdido el juicio -prosiguió-. Jane llegará a Winchester esta tarde, en cualquier momento. Le dije que llamara cuando llegase. Tendremos que aguantar las pesaditas llamadas hasta que tengamos noticias de ella.

Con una mueca, Jonathan abrió las contraventanas y salió a la terraza.

– Voy a sacar a pasear a los perros. Creo que iré a ver si encuentro a Lizzie. Hasta luego. -Se acercó los dedos a los labios y dio un silbido agudo antes de partir hacia los jardines.

Precisamente entonces, sonó el teléfono. Phoebe contestó y escuchó durante un momento

– Sin comentarios -dijo, y colgó el auricular. Segundos más tarde, empezó a sonar de nuevo.

Benson y Hedges retozaban a su alrededor, meneaban sus culitos y ladraban, como si un paseo fuese una rareza. Se puso en camino hacia el bosque entre Grange y la granja; de tanto en tanto lanzaba un palo para complacer a los perros que correteaban tras él. La dirección que tomó le hizo pasar junto a la casa del hielo y la miró con disgusto, mientras los perros fueron derechos hacia ella, sólo para lloriquear y arañar con frustración la puerta sellada. Continuó, deteniéndose con regularidad para volverse y echar un vistazo al camino que había recorrido, y silbando a los perros para que no se quedasen atrás.

Cuando alcanzó el roble de doscientos años que se alzaba majestuosamente en un claro en medio del bosque, se quitó la chaqueta y se sentó, relajando su espalda contra una concavidad natural de la corteza arrugada. Permaneció allí durante hora y media, escuchando, observando, hasta que estuvo convencido de que los únicos testigos de lo que estaba a punto de hacer eran los perros y las criaturas salvajes.

Se levantó, sacó el sobre de dentro de su chaqueta plegada y lo metió por una estrecha hendidura, en un hueco en el interior del gran tronco, donde una rama había muerto y había sido arrancada. Sólo Jane, que había trepado con él a través del frondoso ramaje cuando eran niños, conocía los secretos del escondite de aquel agujero. Silbó a los perros que vagaban por allí y regresó a la casa.

– ¿Puedo hablar contigo, cariño?

Elizabeth, que estaba a mitad de camino subiendo las escaleras hacia su habitación, miró de mala gana a su madre.

– Supongo que sí. -Acababa de volver de la caseta y estaba cansada e irritable. La silenciosa angustia de Molly a causa del registro policial la había disgustado.

– Lo podemos dejar si no es un buen momento.

Elizabeth bajó las escaleras despacio.

– ¿Qué pasa?

– Pasa de todo -dijo Diana, riéndose con una carcajada hueca-. ¿Qué es lo que no pasa? Podría contestar a eso más fácilmente.

Elizabeth la siguió hasta su sala de estar. Era una habitación como la de Anne, pero de carácter muy diferente, menos llamativa, más convencional, con una moqueta de color dorado y estampados clásicos con motivos florales en tonos de color pardo y dorado en las ventanas y en las sillas. Un sol menguante acariciaba los colores con un suave resplandor.

– Cuéntame -dijo Elizabeth mientras miraba a Jonathan cruzar la terraza con Benson y Hedges y desaparecer por las contraventanas de Phoebe.

Diana se lo explicó y, a medida que las sombras se prolongaban, la angustia de Elizabeth iba creciendo.

El inspector Walsh miró el reloj y, con un suspiro interior, abrió de un empujón con el hombro la puerta de la sala de interrogatorios número dos. Eran las nueve y cuarto. Miró amargamente de Anne a su abogado.

Bill Stanley era como un osazo de pelo rojizo y desarreglado que le crecía por todas partes, incluso en los nudillos, y tenía un aspecto desharrapado. Según su tarjeta, trabajaba para una importante empresa de Londres; sin duda ganaba un sueldazo, de manera que el traje a rayas negras, arrugado y raído por los puños, era probablemente alguna especie de declaración -quizá de igualdad con las masas agrupadas-, aunque Walsh no podía imaginar por qué había elegido llevarlo con un camiseta de malla amarilla. Tomó nota mentalmente para hacer averiguaciones acerca de él. En treinta años de codearse con la profesión legal, nunca había visto al tal B.R. Stanley, licenciado en derecho. Probablemente, la tarjeta era una falsificación.

– Ya se puede ir a casa, señorita Cattrell. Hay un coche esperándola.

Anne recogió sus cosas y las metió descuidadamente en su bolso.

– ¿Y mis otras pertenencias? -le preguntó.

– Se las devolverán mañana.

Bill se levantó de su silla, estiró sus manazas hacia el techo y bostezó.

– Te puedo llevar a casa si lo prefieres, Anne.

– No, es tarde. Vuelve con Polly y los niños.

Enderezó los hombros, y el fuerte crujido de los huesos al colocarse en su sitio se oyó en la salita.

– Esto te va a costar un riñón, amiga mía, significa adiós a cincuenta libras cada vez que respiro, recuerda. ¿Qué dices? ¿Quieres presentar la demanda? Ya he ganado -sonrió-. La única molestia será elegir. Hostigamiento, abuso de poder policial, daño a tu reputación profesional, pérdida de amor propio, pérdida económica. Siempre disfruto con los pleitos cuando he tenido la oportunidad de ver a ambos equipos en acción.

Los ojos de Anne brillaron.

– ¿Ganaría?

– Dios mío, sí. He ganado al contrario en partidos más peliagudos.

Walsh, a quien las ocurrencias de Bill le habían parecido cada vez más irritantes, farfulló molesto.

– La ley no es broma, señor Stanley. Lamento cualquier molestia que haya podido sufrir la señorita Cattrell, pero dadas las circunstancias, creo que no podíamos actuar de otra manera. Ella quiso que usted estuviera presente mientras contestaba nuestras preguntas y, francamente, si no le hubiese costado tres horas venir hasta aquí, todo esto se habría podido resolver mucho más rápidamente.

– No pude venir antes, amigo -dijo Bill, metiéndose el dedo en la camiseta de malla y rascándose el pecho de oso peludo-. Es el día en que me ocupo de los niños. No puedo abandonar a la prole y dejar que se las arreglen solos. Se matarían el uno al otro en cuanto saliera de casa. En realidad, puede que tenga un poco de razón. No vaya a recrearse difundiendo acusaciones de descuido por los tribunales -apretó amistosamente el hombro de Anne con su enorme zarpa-. Te haré un descuento. Será menos divertido, pero seguramente más sensato.