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Walsh glugluteó como un pavo furioso.

– Tengo muchas ganas de acusarlos a ambos de hacer perder el tiempo a la policía.

La risa sacudió el enorme cuerpo del abogado mientras abría la puerta para dejar pasar a Anne y acompañarla fuera.

– No, no, no, inspector. Yo soy el que acusa. Indecente, ¿verdad? Yo gano se mire como se mire. -Escoltó a Anne hasta la puerta principal donde un coche de policía estaba esperándola. Stanley le cogió la cara entre las manos y se inclinó para susurrarle al oído-. Esta pequeña farsa te va a costar 50 libras para una de las instituciones benéficas contra el SIDA, además de una explicación.

Anne le dio un golpecito en la mejilla.

– Necesitaba a alguien que me diera la mano -le dijo.

Bill Stanley refunfuñó su diversión.

– ¡Cojones! Me habría enfadado si no hubiese querido descubrir qué demonios pasaba y si no hubiese estado esperando una ocasión para conocer a ese cabrón de Walsh -la sonrisa se desvaneció de su voz-. Llámame mañana y vendré a hablar con vosotras tres. El asesinato es un juego peligroso, Anne, incluso para los espectadores. Es demasiado fácil dejarse arrastrar. Phoebe lo sabe mejor que nadie -le puso la mano en el culo y la impulsó hacia el coche-. Dale recuerdos y también a Diana. -Se despidió con la mano, luego se dirigió a su coche y se fue de vuelta a Londres y a su turno semanal de noche en un albergue para los que no tienen hogar.

Andy McLoughlin se había quedado esperando en su coche, al otro lado de la carretera. Estaba aparcado en la zona gris entre dos charcas de luz naranja procedentes de los faroles y había visto sin que le vieran. Sus manos temblaban sobre el volante. Dios, necesitaba un trago. ¿La había besado? Era difícil estar seguro. ¿Importaba de todos modos? Fue su fácil entendimiento, el modo en que sus cuerpos se habían apoyado en un gesto de amistad sin complicaciones, lo que le había hecho temblar. No quería que la amasen.

Se relajó, salió del coche y fue en busca de Walsh.

– ¿Cómo fue?

El inspector estaba de pie junto a la ventana de su oficina, contemplando la noche furibundo.

– ¿Los vio? Se acaban de ir.

– No.

– Maldito abogado, tardó tres horas en venir, lucía una sucia camiseta de malla y parecía el hombre peludo de Borneo. La verdad, dudo mucho de sus credenciales -sacó su pipa-. Tenía toda la razón, Andy. Era sangre de ternera. Nos engañaron. ¿Por qué?

McLoughlin se sentó en una silla.

– Una diversión. Para alejarle del resto de la casa.

Walsh volvió a su mesa y se sentó.

– Posiblemente. En ese caso, no funcionó. No dejamos piedra por mover. -Hubo un largo silencio antes de que Walsh golpeara ligeramente con la pipa un fajo de cartas que había delante de él-. Jones encontró este paquetito en el estudio de la señora Goode -empujó los papeles hacia McLoughlin y esperó hasta que el sargento los hojeara-. Interesante, ¿no cree?

– ¿La interrogó Jones acerca de estas cartas?

– Lo intentó. Le dijo que no era asunto suyo, que se había quemado los dedos y que prefería olvidarlo. Naturalmente, no tenía ninguna intención de contestar respuestas sobre el tema -prensó el tabaco dentro de la cazoleta de la pipa-. Cuando le dijo que tendría que llevarse las cartas, ella se enfadó e intentó arrebatárselas -había un brillo de diversión en sus ojos al encender el tabaco y aspirar el humo caliente-. Dos policías tuvieron que sujetarla mientras Jones se llevaba las cartas al coche.

– Y creía que era la menos voluble de las tres. ¿Qué hay de la señora Maybury?

– Más buena que el pan. Salió al invernadero y pasó casi toda la tarde plantando esquejes de pelargonium mientras poníamos su casa del revés y no encontrábamos nada -emitió ruidos de sabroso contento, como si estuviera ocupado en fruslerías-. He mandado a dos muchachos que vayan por las zapaterías para encontrar el que arregló esos zapatos. No es fácil, pero alguien puede recordar haberles puesto suelas nuevas. No me importa lo que diga la señora Thompson, aceptémoslo, está tan loca que no reconocería su propio reflejo si no tuviera una aureola a su alrededor, esos zapatos son los del desaparecido Daniel. Número ocho y de color marrón. Demasiadas coincidencias.

McLoughlin obligó a sus ojos cansados a permanecer abiertos mientras releía la primera carta. No tenía fecha y era muy breve. «Lunes. Mi querida Diana, claro que siento lo que ha pasado, pero tengo las manos atadas. Si crees que servirá de algo, podría salir el jueves para hablar de tu situación. Un saludo, Daniel.» La dirección era Larkfield, East Deller, y subrayado en medio de la página, con una escritura indignada ponía: «Reunión confirmada». La carta anterior, una copia a carbón en que Diana reclamaba un extracto actualizado del estado de cuentas del negocio de Daniel Thompson, tenía fecha del viernes 20 de mayo.

– ¿Y cuándo desapareció?

– El jueves, 25 de mayo -dijo Walsh con satisfacción-, el mismo día que había concertado una entrevista con la señora Goode.

– ¿Y por qué no la trajo a la comisaría con la señorita Cattrell?

– Sólo puedo ocuparme de ellas de una en una, muchacho. La señora Goode tendrá otras doce horas. De momento, me interesa más por qué la señorita Cattrell fue capaz de llegar hasta el extraordinario extremo de dejar que la trajéramos aquí para interrogarla. ¿Se le ocurre algo?

McLoughlin miró al suelo y negó con la cabeza.

Capítulo 14

Anne estaba rendida. Su cuerpo había estado bombeando adrenalina durante muchas horas, excitando su cerebro, acelerando su corazón, manteniéndola a un máximo de estimulación casi inaguantable. Su reacción, al arrellanarse en el asiento posterior del coche de policía, fue inmediata y total. Se durmió, derecha al principio, pero acabó en una postura llana, torpe y desgarbada, echada a lo largo del asiento cuando el conductor tomó una curva con demasiada velocidad. Por eso, los fotógrafos al pie de las verjas no iluminadas de Streech Grange no consiguieron la fotografía que habían estado esperando: «Investigación de un asesinato: una periodista en el drama del interrogatorio». Habían visto demasiados coches policía ir y venir para estar interesados en uno que no llevaba ningún pasajero. A Fred, sentado tenazmente en una vieja tumbona junto a las verjas cerradas con candado, no le engañaron tan fácilmente. Dejó entrar al coche, se convenció con el destello momentáneo de su linterna de que Anne iba en él y luego, con un suspiro de alivio, volvió a tomar asiento. Su nidada estaba segura en el nido. Cuando el coche de la policía se fuese, podría irse a la cama.

Apenas despierta, Anne entró por la puerta principal y se tambaleó soñolienta por la moqueta. Fuera, con un nuevo pasajero en forma de policía Williams, liberado de la guardia, el coche chirrió al alejarse por la grava. Anne se apoyó contra la pared un momento para serenarse. Tras la puerta del salón de Phoebe, oyó el ladrido de aviso de los perros. A continuación, Jane Maybury se precipitó en el recibidor y echó los brazos al cuello de su madrina. Juntas, se derrumbaron formando un montoncito en el suelo, donde Anne se quedó cuan larga era, con los ojos cerrados y temblando.

– Dios mío -dijo Jane, volviéndose a su madre que había aparecido por la puerta detrás de ella-, le pasa algo. ¡Jon! -chilló, asustada-. Ven corriendo. Anne está enferma.

– No estoy enferma -dijo el cuerpo tembloroso, abriendo los ojos-. Me estoy riendo -se sentó-. Dios, estoy reventada. Quita de encima, enorme masa -dijo, dándole un beso a la joven-, y tráeme un coñac. Estoy sufriendo un grave trauma postinterrogatorio.

Phoebe la ayudó a levantarse y la llevó al salón mientras Jane fue a buscar el coñac. Anne se dejó caer feliz en el sofá y sonrió a su alrededor.