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– ¿Qué pasa? Parece como si hubieseis estado chupando limones.

Diana puso cara de desagrado.

– Estábamos muy preocupadas, idiota.

– Tendríais que tener más fe -dijo seriamente Anne, aceptando el coñac de Jane-. ¿Y qué tal está mi ahijada? -examinó a la joven prudentemente mientras calentaba el vaso. Jane sonrió.

– Estoy bien.

Todavía estaba demasiado delgada, pero Anne se alegró al ver que su cara había engordado y que no estaba tan tensa.

– Eso parece -reconoció.

Phoebe se volvió hacia Jonathan.

– ¿Celebramos lo que prometimos?

– Claro que sí. Asaltaré la bodega. ¿Qué es lo que queremos? ¿Château Lafite del 78 o una de esas últimas botellas de champán del 75? Anne, tú eliges.

– El Lafite. El champán me hará vomitar con el coñac.

Miró a su madre de manera interrogativa.

– ¿Puedo ir en coche a buscar a Fred y a Molly? Tampoco ha sido demasiado divertido para ellos.

Phoebe hizo un gesto de aprobación.

– Buena idea -alargó la mano hacia Elizabeth que estaba sentada un poco aparte, en el taburete tapizado-. Ve tú también, Lizzie, cariño. Molly puede decirnos que no a todos nosotros, y suele hacerlo, pero a tí no te lo negará -dijo. Después miró intencionadamente a Jonathan.

– Venga, vamos -dijo Jonathan-. Tú también, Jane.

Y salieron.

Phoebe se acercó a la repisa.

– Desearía que David nunca hubiese utilizado la bodega para almacenar sus malditas importaciones.

Anne olió su coñac.

– ¿Por qué? Yo suelo bendecir su recuerdo por ello.

– Precisamente por eso -admitió secamente Phoebe-. Yo también lo hago. Es desconcertante -miró a Diana-. Lizzie está preocupada por algo. ¿Acaso es por Molly y Fred?

– No. Creo que es por mí.

– ¿Por qué?

Diana intentó reír, pero no funcionó.

– Porque le dije que yo seré la próxima que la policía meterá en la máquina de picar carne -se inclinó para mirar a Anne-. ¿Por qué te llevaron a la comisaría?

– Encontraron la caja fuerte y en ella, una prueba incriminatoria -Anne se rió entre dientes ante su coñac-. Un maldito cuchillo de trinchar, envuelto en un maldito trapo -frotó el vaso entre sus manos, calentándolo-. Directamente sacado de Enid Blyton, pero todos se entusiasmaron mucho y yo me negué a responder más preguntas hasta que llegara Bill.

– Estás loca -dijo decididamente Phoebe-. ¿Qué demonios pretendías hacer?

La malicia iluminó los ojos oscuros de Anne.

– A decir verdad, no creí que encontraran la caja fuerte y si no hubiera sido por el sargento, no lo habrían hecho -se encogió de hombros-. Demonios, ya me conocéis. Siempre guardo una póliza de seguros, sólo por si acaso.

Diana gruñó.

– Definitivamente estás loca. Desearía que te tomases todo esto un poco más en serio. Dios sabe qué es lo que estarán pensando ahora. ¿Qué era lo que no querías que encontrasen?

– Nada demasiado grave -contestó tranquilamente-. Algún que otro documento que no debería estar en mi posesión.

– Bueno -dijo Phoebe-, no puedo entender por qué no estás todavía en la comisaría sufriendo y sometiéndote a un interrogatorio intenso. Eso es más de lo que Walsh jamás obtuvo de mí y nunca aflojó ni un minuto.

Anne bebió un sorbo de coñac y miró a la una y a la otra con los ojos inundados de risa.

– No tenías mi carta de triunfo. Bill actuó de manera brillante. Deberíais haberlo visto. Walsh casi estalla cuando finalmente llegó. Llevaba su camiseta de malla -se secó los ojos y observó la cara de Diana a través de sus pestañas húmedas. Todavía estaba muy tensa.

– Para tí es un juego, ¿verdad? -dijo Diana con tono acusador-. No me importaría tanto si no fuera porque creo que se me echarán encima. Pareces tonta.

Anne negó con la cabeza.

– ¿Qué pueden tener en tu contra?

Diana suspiró.

– Nada, en realidad, excepto que he sido una gilipollas -sonrió tristemente a las dos mujeres-. Desearía que nunca os hubieseis enterado. Me hace parecer tan idiota.

– Entonces debe ser malo -dijo Anne alegremente.

Phoebe se puso en cuclillas de espaldas a la chimenea.

– No puede ser peor que lo del amante de Anne, ¿verdad? -miró a su amiga y se rió tontamente-. ¿Lo recuerdas? Todavía tenía acné adolescente. Se creyó la mar de listo durante una semana más o menos.

Anne, cuya histeria previa estaba todavía peligrosamente a flor de piel, exhaló el picante aroma del coñac por la nariz. Jadeó de dolor y de risa.

– ¿Quieres decir Wayne Gibbons? Una aberración temporal, os lo aseguro. Fue su sincero compromiso con la causa lo que me atrajo.

– Sí, pero ¿qué causa? Parecías agotada cuando por fin se fue.

Anne se secó los ojos llorosos.

– ¿Sabes que ahora está estudiando un curso en Rusia? Recibí una carta suya no hace mucho. Trataba con extremo y tedioso detalle el tema de su restriñimiento. Tengo entendido que no ha comido verduras desde Navidad -se estremeció-. Dios sabe lo que le habrá ocurrido a su acné -se volvió hacia Diana sonriendo con una mueca-. No puede ser peor que el combate de lucha libre de Phoebe junto al estanque del pueblo, con esa mujer ridicula, Dilys Barnes, ésa cuya hija fornica entre nuestros matorrales. Sin duda alguna. Realmente Phoebe pareció tonta.

A pesar de sí misma, Diana se rió.

– Sí, eso fue divertido -miró la sonriente cara de Phoebe-. Nunca debiste haberla agarrado precisamente el día que llevabas puesto el sarong, esa prenda oriental.

– ¿Cómo iba a saber que empezaría una pelea? -protestó Phoebe-. Además, no fue exactamente la señora Barnes quien me lo quitó. Fue Hedges. Se sobreexcitó e hizo una carrera con el maldito vestido entre los dientes.

Anne temblaba de risa, liberando toda la tensión.

– Fue la manera en que llegaste, pisando fuerte con las botas de agua, la cara morada, las tetas saltando de cualquier modo y con sólo unas bragas. Dios, fue divertido. Desearía haber visto la pelea. Y, por cierto, ¿qué estabas haciendo llevando el sarong con las botas de agua?

– Hacía calor, de ahí el sarong, y quería coger hierbas del estanque del pueblo, de ahí las botas de agua. ¡Mujer ridicula! Huyó corriendo y gritando. Creo que pensó que me había quitado yo misma el vestido para violarla -le dio un golpecito en la rodilla a Diana-. Si has hecho un hazmerreír de tí misma, no es el fin del mundo -concluyó Phoebe con los ojos chispeantes.

– Hazmerreír es la palabra correcta -dijo Diana-. ¡Oh, demonios! Nunca podré olvidarlo. Maldita sea, es demasiado embarazoso. No importaría tanto si no fuera porque tengo fama de tener buen juicio para estas cosas.

Anne y Phoebe intercambiaron miradas desconcertadas.

– Explícanoslo -sugirió Phoebe.

Diana apoyó la cabeza entre las manos.

– Me persuadieron para que me desprendiera de 10.000 libras -murmuró-. La mitad de mis ahorros se fueron directamente por el desagüe, aparte de todo lo demás.

Anne silbó con compasión.

– Eso es fuerte. ¿No hay posibilidad de recuperarlo?

– Ninguna. El tipo se ha largado -se mordió el labio inferior-. Por el modo en que se echaron encima de mi correspondencia, sospecho que la policía cree que lo han encontrado en nuestra casa del hielo.

– ¡Oh, señor! -dijo Phoebe con sentimiento-. No es extraño que Lizzie esté preocupada. ¿Quién es ese hombre?

– Daniel Thompson. Sacó mi nombre de esa lista de diseñadores de Winchester, la que me ayudó con el trabajo de las oficinas del ayuntamiento. Es ingeniero, vive en East Deller. ¿No te lo has encontrado nunca?

Phoebe negó con la cabeza.

– Tú misma deberías haber acudido a la policía -le dijo-. A mí me parece que ese desgraciado te ha estafado.