Walsh asintió.
– Entiendo. ¿Le dijo su jardinero que echara un vistazo al cadáver?
Phoebe negó con la cabeza.
– No, sugirió que no debía hacerlo. Yo insistí en ir.
– ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
– Curiosidad natural, supongo. ¿Usted no hubiese ido?
Se quedó en silencio durante un instante.
– ¿Acaso es su marido, señora Maybury?
– Ya le he dicho que el cadáver es irreconocible.
– ¿Insistió en ir porque creyó que quizá fuera su marido?
– Por supuesto. Pero desde entonces, me he dado cuenta de que de ningún modo es posible.
– ¿Por qué lo cree?
– Por algo que Fred dijo. Me recordó que guardamos algunos ladrillos en la casa del hielo hace unos seis años cuando derribamos una vieja dependencia. Entonces, ya hacía cuatro años que David había desaparecido.
– Su cadáver no se encontró. Nunca le seguimos la pista -le recordó Walsh-. Quizá regresó.
Diana se rió con nerviosismo.
– No podría haber vuelto, inspector. Está muerto. Asesinado.
– Cómo lo sabe, ¿señora Goode?
– Porque habría regresado mucho antes si no lo estuviera. David siempre supo lo que más le convenía.
Walsh cruzó las piernas y sonrió.
– El caso todavía está abierto. Precisamente nunca hemos podido demostrar que fue asesinado.
El rostro de Diana se tornó feroz de repente.
– Porque usted concentró todas sus fuerzas en intentar acusar a Phoebe del asesinato. Desistió cuando no pudo demostrarlo. Jamás trató de pedirme una lista de sospechosos. Le podría haber dado un centenar de nombres posibles; Anne le hubiese proporcionado otros tantos. David Maybury era el cabrón más empedernido que jamás vivió. Se merecía morir -se preguntó si se había excedido y miró brevemente a Phoebe-. Lo siento, querida, pero si más gente lo hubiese dicho hace diez años, las cosas habrían sido menos difíciles para tí.
Anne asintió.
– Perderá mucho tiempo si cree que ese cadáver de ahí fuera es David Maybury -se levantó y fue a sentarse en el brazo del sillón de Phoebe-. Para su información, inspector, ambas, Diana y yo, ayudamos a limpiar años de basura acumulada y sacarla fuera de la casa del hielo antes de que Fred amontonara los ladrillos en ella. No había ningún cadáver ahí dentro hace seis años. ¿No es cierto, Di?
Diana miró divertida e inclinó la cabeza.
– De todos modos, no habría sido el sitio donde buscarlo. Está en algún lugar del fondo del mar, fue alimento de cangrejos y langostas -miró a McLoughlin-. ¿No es aficionado a los cangrejos, sargento?
Walsh intervino antes de que McLoughlin pudiera decir nada.
– Investigamos sobre cada contacto o socio conocido del señor Maybury. No había pruebas que relacionaran a ninguno de ellos con su desaparición.
Anne lanzó el cigarrillo a la chimenea.
– ¡Tonterías! -exclamó afablemente-. Le diré algo, nunca me preguntaron a mí, y en mi lista de cien posibles sospechosos, precisamente yo hubiese constado entre los diez primeros.
– Está bastante equivocada, señorita Cattrell -el inspector Walsh permaneció sereno-. Comprobamos sus antecedentes muy minuciosamente. En el momento de la desaparición del señor Maybury, de hecho durante la mayor parte de nuestra investigación, estaba de acampada con sus amigas en Greenham Common, a la vista no sólo de los guardas de la base aérea americana, sino también de la policía de Newbury y de distintas cámaras de televisión. Fue una buena coartada.
– Tiene razón. Lo había olvidado. Touché, inspector -se rió-. Estaba trabajando en un artículo para uno de los suplementos a color. -Con el rabillo del ojo, vio los labios de McLoughlin estirarse en señal de desaprobación-. Pero, diablos, fue divertido -continuó con voz ilusionada-. Ese campamento fue lo mejor que jamás me ha pasado.
Frunciendo el ceño, Phoebe puso la mano sobre su brazo para refrenarla y se levantó.
– Todo esto está fuera de lugar. Hasta que no hayan examinado el cuerpo, me parece bastante inútil especular sobre si se trata o no de David. Si quieren venir conmigo, caballeros, les enseñaré dónde está.
– Deja que Fred lo haga -protestó Diana.
– No. Ya ha tenido suficientes emociones en un día. Yo estoy bien. ¿Podríais aseguraros de que Molly está preparando el té?
Abrió las contraventanas y los condujo hacia la terraza. Benson y Hedges se levantaron de las cálidas baldosas y sus hocicos buscaron su mano. El pelaje de Hedges todavía estaba esponjado a causa del baño. Se detuvo para acariciar su cabeza suavemente y tirarle de las orejas.
– Hay algo que realmente tengo que decirle, inspector -dijo Phoebe.
Anne, mirando desde el interior del salón, dejó escapar un murmullo risueño.
– Phoebe está confesando los peccata minuta de Hedges y al sargento se le ha puesto mala cara.
Diana se levantó del sofá y se acercó a ella.
– No lo subestimes, Anne -dijo-. A veces eres tan loca. ¿Por qué siempre tienes que ser hostil con la gente?
– No lo soy. Simplemente me niego a demostrar sumo respeto por sus mezquinas convenciones. Si se sienten contrariados es su problema. Los principios nunca deberían verse comprometidos. En el instante en que empiezan a estarlo, dejan de ser principios.
– Tal vez, pero no hace falta que se los hagas tragar a sus reacias gargantas. Un poco de sentido común no vendría mal de momento. Tenemos un muerto en casa. ¿O lo has olvidado? -su voz expresaba mayor preocupación que ironía.
Anne se volvió desde la ventana.
– Seguramente tienes razón -aceptó dócilmente.
– ¿Así que tendrás cuidado?
– Tendré cuidado.
Diana frunció el ceño.
– Desearía entenderte. Nunca he podido, ya sabes.
El afecto asaltó a Anne mientras observaba la cara de preocupación de su amiga. Pobre Di, pensó, cómo odiaba todo esto. Nunca debía haber venido a Streech. Su entorno natural era una torre de marfil donde los visitantes eran sometidos a una investigación antes de entrar y donde no se había oído hablar nunca de la antipatía.
– No tienes ningún problema para entenderme -señaló alegremente-. El problema es estar de acuerdo conmigo. Mis insignificantes aptitudes anárquicas ofenden tu susceptibilidad. A menudo me pregunto por qué sigues acompañándolas.
Diana anduvo hasta a la puerta.
– Lo cual me recuerda, la próxima vez que quieras que mienta por tí, avísame primero, ¿lo harás? No tengo tanta habilidad para controlar mis músculos faciales como tú.
– Tonterías -dijo Anne, dejándose caer en un sillón-. Eres la mentirosa más experta que conozco.
Diana se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó bruscamente.
– Porque -dijo Anne fastidiando a su espalda rígida- estaba allí cuando le dijiste a lady Weevil que la elección de colores que había hecho para su salón era sofisticada. Cualquiera que pueda decir eso con la cara seria debe tener un control muscular ilimitado.
– Lady Keevil -corrigió Diana, volviéndose a mirarla con una sonrisa-. Nunca debí dejar que vinieras conmigo. Ese contrato valía una fortuna.
Anne era recalcitrante.
– Necesitaba animarme y apenas puedes culparme por equivocarme con su nombre. Todo lo que decía parecía como si se hubiese exprimido de un paño mojado. De todos modos, te hice un favor. Moqueta de color rojo cereza y cortinas verde lima, ¡por Dios! Piensa en tu reputación.
– Sabes, su padre era un comerciante de fruta.
– Realmente me sorprendes -dijo Anne secamente.
Capítulo 3