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La cogió del brazo y le dio la vuelta hacia la ventana.

– Vamos a comer -añadió-. Mi juicio es mejor con el estómago lleno. Entonces decidiré si quiero sembrar mi semilla en terreno estéril.

Anne se apartó bruscamente de él.

– Jódase sólito, McLoughlin.

– ¿Tiene miedo, señorita Cattrell?

Anne se rió.

– Apagaré las luces -corrió hasta la puerta y dejó el cuarto a oscuras. McLoughlin sacó su linterna y esperó junto a los ventanales. Al acercarse, evitó hábilmente una mesita en que había una estatuilla de bronce de una mujer desnuda-. Yo -dijo-. Cuando era una jovencita de diecisiete años. Tuve una pequeña aventura con un escultor durante unas vacaciones escolares.

McLoughlin la iluminó con la linterna y la observó con interés.

– Bonita -dijo con admiración.

Anne se rió mientras le seguía hasta fuera.

– ¿La figura o la escultura?

– Ambas. ¿Suele cerrar con llave estas puertas? -le preguntó a la vez que las ajustaba.

– No se puede desde fuera. Estarán bien así.

McLoughlin le puso la mano en la nuca y cruzaron la terraza para salir a la extensión de césped. Un buho ululó en la lejanía. Se volvió para mirar la casa y orientarse, y le hizo dar media vuelta hacia la izquierda.

– Por aquí -dijo, dirigiendo la linterna delante de ellos-. Aparqué el coche en un carril que hay a lo largo de la esquina -bajo sus dedos, notaba la tirantez de su piel. Caminaron en silencio hasta que entraron en el bosque que bordeaba el prado. A su izquierda, algo corrió ruidosamente a través de la maleza. Su cuerpo saltó de miedo, sacudiéndolo a él tan violentamente como a ella-. Por Dios, mujer -gruñó McLoughlin, haciendo balancear el resplandor de la linterna entre los árboles-. ¿Qué le pasa?

– Nada.

– ¿Nada? -iluminó sus ojos con la linterna, súbitamente enojado-. Usted misma se ha enterrado viva, ha erigido una montaña de alambre de espino por encima del túmulo y llama a todo eso nada. Ella no lo merece. ¿No lo entiende? ¿Qué demonios ha podido hacer por usted alguna vez para que tenga que sacrificar toda su vida a cambio? Por Dios, ¿disfruta muriéndose poco a poco? ¿Qué le pasó a la Anne Cattrell que solía seducir a escultores en sus vacaciones escolares? ¿Dónde está la espina que se clavaba en la carne de las instituciones y que asaltaba cuidadelas sin ayuda?

Anne apartó la linterna y sus dientes brillaron momentáneamente al sonreír.

– Fue divertido mientras duró, McLoughlin, pero le dije que no intentara cambiarme.

Se fue tan deprisa que ni siquiera el resplandor de su linterna pudo seguirla.

Capítulo 15

La dejó marchar y se dirigió hacia el coche. Sabía que si iba detrás de ella, encontraría las ventanas cerradas. Sintió pesar y alivio por un igual, como el suicida que jugando a la ruleta rusa oye el chasquido del percusor al chocar contra una cámara vacía. La comisaría estaba plagada de mujeres que deseaban consolarlo. Sostener una pistola cargada en su sien al buscar consuelo en ella era estar loco. Golpeó con fuerza y contrariada frustración las ramas de un árbol y se hizo un desgarro en la mano. Chupó la sangre y soltó tacos profusamente. Se había metido en un lío y era consciente de ello. Necesitaba un trago.

Una lechuza ululó. En algún lugar, lejos, creyó oír voces. Volvió la cabeza para escuchar, pero el silencio solamente se espesó más a su alrededor. Se encogió de hombros y continuó caminando y llegó otra vez un hilo de sonido, inconsistente -¿imaginado?-. La piel del cuero cabelludo le picaba molestamente. Maldita mujer, pensó. Si volvía a la casa, se reiría de él.

Se estaba maldiciendo a sí mismo por tonto cuando llegó a la terraza. No había visto a nadie, la casa estaba a oscuras y, obviamente, Anne ya estaría metida en la cama. Dirigió la linterna por las baldosas e iluminó la contraventana entreabierta. Frunciendo el ceño, se acercó y recorrió el interior de la sala con la linterna. La encontró casi inmediatamente. Pensó que estaba dormida hasta que vio brillar la sangre en su cabello de terciopelo.

Tras un primer momento de asombro paralizante, entró con tal velocidad que el tiempo se volvió elástico. En diez segundos, estaba sudando de un modo que sería extraño tras una hora de intenso esfuerzo. El resplandor de su linterna encontró una lámpara de mesa que encendió mientras se arrodillaba junto a un montón de ropa desplomado. Le buscó el pulso en el cuello, no se lo encontró; apoyó la cabeza en su pecho, el corazón no le latía. Con un rápido movimiento, le dio la vuelta al diminuto cuerpo, deslizó una mano por debajo del cuello, le pellizcó los agujeros de la nariz, tapándoselos, y empezó a hacerle la respiración boca a boca. Necesitaba ayuda. La parte de su cerebro que no estaba directamente preocupada por la reanimación le dirigió hacia atrás, arrastrando el cuerpo sin vida con él, palpando la mesa de la estatuilla de bronce con los pies. La encontró. Mientras continuaba la regular afluencia de aire, dio una violenta patada hacia atrás y lanzó la pesada figura de bronce, que rompió el cristal al atravesar la luna de la ventana. El vidrio se astilló hacia fuera, sobre la terraza, destrozando el silencio de la noche; enseguida, estalló el frenesí de la alarma de Benson y Hedges en otra parte de la casa. Se dio cuenta con un sentimiento de desesperación de que no obtenía respuesta alguna. Su rostro estaba de color gris, sus labios azules. Le puso la mano derecha sobre el hueso del pecho y con la izquierda apretó hacia abajo, meciéndose hacia delante, con los brazos rectos. Mientras tenía la boca libre, gritó pidiendo ayuda. Tras cinco compresiones, le volvió a hacer el boca a boca, antes de continuar con el masaje cardíaco. Cuando se balanceaba comprimiendo el pecho por tercera vez, vio a Jonathan, que palpaba el cuello descolorido de Anne, buscándole el pulso.

– Vuelva a darle aliento -dijo Jonathan-. El pulso es muy débil. Mi maletín, mamá. Está en el recibidor.

McLoughlin respiró de nuevo profundamente con los pulmones y, esta vez, cuando volvió la cabeza para mirar su pecho, vio que le latía débilmente.

– Siga así -dijo Jonathan-, una respiración cada cinco segundos hasta que vuelva a respirar con normalidad. Lo está haciendo muy bien -cogió el maletín de las manos de la pálida Phoebe-. Trae unas mantas -le dijo-. Bolsas de agua caliente, cualquier cosa para abrigarla. Y llama a una ambulancia -sacó su estetoscopio, desabrochó la camisa de Anne y escuchó los latidos del corazón-. Genial -dijo con entusiasmo-. Es débil, pero está ahí -pellizcó su mejilla y observó con alivio que la sangre perezosa la teñía ligeramente de color rosa. Su respiración empezó a adquirir un ritmo regular. Amablemente, apartó a McLoughlin-. Muy bien -dijo-. Creo que ahora ya respira por sus propios medios. La pondremos en la postura de recuperación.

Con la ayuda del sargento, le puso el brazo por encima del diafragma, luego le dio la vuelta colocándola boca abajo, girando su cara suavemente hacia un lado y doblándole el brazo y la pierna más cercanos por el codo y la rodilla. Su respiración era lenta pero regular. Murmuró algo a la moqueta y abrió los ojos.

– Eh, McLoughlin -dijo claramente antes de dar un enorme bostezo y quedarse dormida.

El rostro de McLoughlin chorreaba de sudor. Se sentó y se lo secó con la manga de la camisa.

– ¿Puede darle algo?

– Nada. Todavía no tengo el título. No se preocupe. Está bien.

McLoughlin señaló el cabello sangriento.

– Quizá tenga el cráneo fracturado.

Phoebe había entrado silenciosamente con un montón de mantas que echó por encima de la figura que estaba boca abajo. Le puso su bolsa de agua caliente sobre los pies.

– Diana está llamando por teléfono a una ambulancia. Jane ha ido corriendo a despertar a Fred para que abra las verjas -se agachó junto a la cabeza de Anne-. ¿Se pondrá bien?