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– No… -empezó Jonathan.

– ¿Su hija ha salido de casa? -interrumpió McLoughlin, tambaleándose al ponerse de pie.

Phoebe lo miró fijamente.

– Ha ido a la caseta. No tienen teléfono.

– ¿Ha ido alguien con ella?

El rostro de Phoebe palideció.

– No.

– ¡Oh, Dios! -exclamó McLoughlin, abriéndose paso-. Llame a la policía, por Dios, que suban unos cuantos coches. No quiero tener que agarrar a un maldito maniaco yo solo -les gritó mientras corría por el pasillo-. Dígales que alguien ha intentado matar a su amiga y que quizá lo intente con su hija. Dígales que se muevan de una jodida vez.

Pasó corriendo por el lado de Diana y salió por la puerta principal, su sudor se heló con el aire de la noche. Había unos cuatrocientos metros hasta la verja y calculó que Jane le llevaría un par de minutos de ventaja. Partió a un paso que le producía ampollas. Dos minutos eran una eternidad para matar a una mujer, pensó, cuando un segundo bastaba para romper un cráneo confiado. El camino estaba completamente a oscuras al haberse ocultado la luna. Se maldijo por no haber cogido la linterna mientras tropezaba a ciegas con unas ramas situadas en el borde del camino que se le clavaban. Continuó caminando, esta vez utilizó el centro de la calzada de guía, forzando los ojos para adaptarse a la oscuridad. Pasaron muchos segundos antes de que comprendiera que el pequeñísimo punto amarillo que se movía a lo lejos delante de él era el resplandor de una linterna. El camino se enderezó.

– ¡Jane! -gritó-. ¡Detente! Espera ahí -siguió gritando.

La linterna dio la vuelta para señalar en su dirección. El resplandor tembló como si la mano que lo sujetaba fuera poco firme.

– Soy policía -dijo, sus pulmones estaban agotados-. Quédate ahí.

Aminoró el paso hasta caminar con normalidad mientras se acercaba a ella entre jadeos, alargando unas manos tranquilizadoras. La luz de la linterna, que ahora se agitaba nerviosamente, bailaba por su cara y lo deslumbraba. Sacó su tarjeta de identificación del bolsillo de su chaqueta, sosteniéndola delante de él como un talismán. Con un gruñido, se puso las manos sobre las rodillas, se inclinó y tosió para recuperar el aliento.

– ¿Qué, qué pasa? -dijo la muchacha, tartamudeando con una voz asustada, chillona.

– Nada -contestó McLoughlin, irguiéndose-. Creo que no debía haber salido sola, eso es todo. ¿Podría apartar la linterna hacia el suelo? Me está deslumbrando.

– Lo siento.

Dejó caer la mano a un lado y McLoughlin vio que llevaba bata y zapatillas de estar por casa.

– Vamos -sugirió-. Ahora ya no puede estar lejos. ¿Puedo coger la linterna?

Se la pasó y la vislumbró con el resplandor al volverse para iluminar el camino. Era como un fantasma anémico, pálida e inconsistente, con una capa de cabello oscuro. Parecía absolutamente aterrorizada.

– Por favor no tenga miedo. Su madre me conoce -dijo de modo inexacto mientras seguían hacia delante-. Estuvo de acuerdo con que viniera detrás de usted.

Vieron la masa negra de la caseta en la lejanía. Jane intentó hablar, pero pasaron uno o dos segundos antes de que llegara el sonido.

– Oí una res… respiración -dijo con voz temblorosa.

– Eran mis pulmones jadeando -explicó él intentando bromear.

– No -susurró-, no era usted -vaciló al dar el paso y McLoughlin hizo oscilar el resplandor hacia ella. Tiraba patéticamente de su bata-. Llevo puesto el camisón -le temblaban los labios incontrolablemente-. Creí que era mi padre.

McLoughlin la sostuvo al desplomarse completamente desmayada. De lejos, con el viento, llegó el débil murmullo de una sirena.

– ¿Qué quería decir, señora Maybury? -McLoughlin se apoyaba fatigadamente en el horno, mirando cómo Phoebe preparaba el té.

A Anne se la habían llevado corriendo al hospital con Jonathan y Diana para asistirla. Jane estaba durmiendo y Elizabeth la acompañaba. La policía pululaba por todo el jardín en busca de un sospechoso. Phoebe, bajo la presión de McLoughlin, estaba respondiendo preguntas en la cocina. Le daba la espalda.

– Estaba asustada. Supongo que no quería decir nada.

– No estaba asustada, señora Maybury, estaba aterrorizada y no de mí. Dijo: «Llevo puesto el camisón. Creí que era mi padre» -se dio la vuelta para mirarla a la cara-. Olvidando por un momento que hace diez años que no ve a su padre, ¿por qué tendría que asociarlo con el hecho de llevar un camisón? ¿Y por qué debería aterrorizarla eso? Dijo que oyó una respiración.

Phoebe se negó a mirarlo a los ojos.

– Estaba preocupada -dijo.

– ¿Va a obligarme a preguntárselo a Jane cuando se despierte? -insistió brutalmente. Phoebe alzó su precioso rostro.

– Lo haría, supongo. -Hizo como si fuera a subirse sus gafas, entonces se dio cuenta de que no las llevaba puestas y dejó caer la mano sobre la mesa.

– Sí -dijo firmemente.

Con un suspiro, sirvió dos tazas de té.

– Siéntese, sargento. Quizá no lo sepa, pero tiene un aspecto espantoso. Tiene arañazos por toda la cara y la camisa rota.

– No veía por dónde iba -explicó, cogiendo una silla y sentándose con una pierna a cada lado.

– Entiendo -se quedó en silencio durante un momento-. No quiero que le haga preguntas a Jane -dijo con calma, cogiendo la otra silla-, y menos después de esta noche. No podría afrontarlo. Lo comprenderá porque creo que ya ha adivinado lo que quería decir con ese comentario -lo miró interrogativamente.

– Su marido abusó de ella sexualmente -dijo.

Asintió con la cabeza.

– Me culpé a mí misma porque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Lo descubrí una noche cuando llegué a casa temprano del trabajo. Era la recepcionista de tarde en la consulta del médico -explicó-. Necesitábamos dinero. David envió a Johnny a un internado. Aquel día yo tenía gripe y el doctor Penny me envió a casa y me dijo que me metiera en la cama. Me encontré con la violación de mi pobre y pequeña Jane -su rostro permaneció bastante impasible, como si, hacía mucho tiempo, hubiese comprendido la inutilidad de la ira alimentada-. Su violencia siempre se había dirigido hacia mí -prosiguió- y, en cierta manera, yo la pedía. Mientras me pegara a mí, estaba segura de que no tocaría a los niños. O pensé que podía estarlo -se rió sin alegría-. Se aprovechó del todo de mi ingenuidad y del terror que Jane le profesaba. La había estado violando sistemáticamente desde que tenía siete años y le hacía guardar silencio, diciéndole que me mataría si alguna vez decía algo. Ella le creía. -Se quedó en silencio.

– ¿Lo mató usted?

– No -levantó los ojos para mirarlo-. Podría haberlo hecho con bastante facilidad. Lo habría hecho si hubiese tenido cualquier cosa a mano para matarlo. La habitación de una niña no es el lugar idóneo para encontrar armas asesinas.

– ¿Qué pasó?

– Huyó -dijo impasiblemente-. Nunca lo volvimos a ver. Informé de su desaparición tres días después de que mucha gente telefoneara diciendo que no había acudido a sus entrevistas. Creí que parecería extraño si no lo hacía.

– ¿Por qué no le contó la verdad sobre él a la policía?

– ¿Lo hubiese hecho usted, sargento, con una niña gravemente trastornada como único testigo? No iba a dejar que la interrogaran, ni tampoco le iba a dar a la policía un motivo para un asesinato que nunca cometí. Estuvo bajo tratamiento psiquiátrico durante años por lo que pasó. Cuando se volvió anoréxica, creímos que iba a morir. Sólo se lo estoy contando a usted ahora para evitar que sufra más.

– ¿Se le ocurre qué pudo pasarle a su marido?

– No. Siempre he deseado que se suicidara pero, francamente, dudo que tuviese agallas para hacerlo. Le encantaba causar dolor a los demás, pero él no podía soportarlo.

– ¿Por qué huyó?

No contestó enseguida.

– Sinceramente, no lo sé -dijo por fin-. A menudo he pensado en ello. Creo que, quizá, por primera vez en su vida tuvo miedo.