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La prensa comparaba a Streech Grange, bastante inoportunamente, con el número 10 de Rillington Place, como escenario de un asesinato en masa y de restos en descomposición. Para las amigas de Anne, la carga que suponía estar asociadas a Grange era pesada. Retrospectivamente, los interrogatorios anteriores tuvieron la atmósfera relajada de una reunión social. Tras la agresión a Anne, los detectives se quitaron los guantes y las sometieron a severos interrogatorios hasta dejarlas secas. Walsh buscaba una pauta. La lógica le decía que había una. Las apuestas contra tres misterios no relacionados en una sola casa eran tan incalculables como para estar fuera de consideración.

Para los jóvenes, fue una experiencia nueva. Aún no les habían interrogado a ninguno de ellos y eso fue como un bautismo de fuego. Jonathan odiaba la sensación de impotencia, de estar involucrado en algo que no controlaba. Era arisco, no colaboraba y trataba a la policía con una especie de desprecio enojoso. Walsh no deseaba otra cosa que darle una patada en el trasero, pero tras dos horas de interrogatorio, se convenció de que no podría sacar nada más de él. Jonathan había demostrado que los tres jóvenes no tenían nada que ver con la agresión de Anne. Según él, se pusieron la ropa de dormir después de la improvisada fiesta en honor de la botella Château Lafite, se envolvieron con los edredones y se acurrucaron en la habitación de Jane para ver la película en la televisión. El cristal roto, seguido de los gritos de McLoughlin pidiendo ayuda, los asustó. No, no oyeron nada antes, pero la televisión estaba bastante alta. Walsh interrogó a Elizabeth. Estaba nerviosa, pero fue amable. Cuando le preguntó cuáles habían sido sus movimientos la noche anterior, su relato concordó punto por punto con el de Jonathan, hasta en el detalle más insignificante. Jane, tras un día de respiro, contó la misma historia. A menos que formaran parte de alguna fantástica y bien organizada conspiración, no habían tenido nada que ver con el atentado contra la vida de Anne.

Para Phoebe fue un caso de déjà vu. La única diferencia esta vez fue que ahora sus interrogadores tenían información que ella les había ocultado diez años atrás. Les contestó con la misma imperturbable paciencia que había demostrado anteriormente, los fastidió con su firme serenidad y se negó a dar rienda suelta a sus sentimientos cuando la pincharon sobre el tema de las perversiones de su marido.

– Dice que se culpa a sí misma por no saber lo que le estaba haciendo a su hija -dijo Walsh en más de una ocasión.

– Sí, así es -contestaba-. Si lo hubiera sabido antes, tal vez habría podido reducir el daño al mínimo.

Walsh adoptó la costumbre de inclinarse hacia delante para hacer la siguiente pregunta, esperando ver en ella el parpadeo revelador de quien pierde su resolución.

– ¿No estaba celosa, señora Maybury? ¿No le enloqueció que su marido prefiriese mantener relaciones sexuales con su hija? ¿No se sintió degradada?

Phoebe siempre hacía una pausa antes de contestar, como si estuviera a punto de darle la razón.

– No, inspector -repuso-. No tuve tales sentimientos.

– Pero ha dicho que podría haberlo matado fácilmente.

– Sí.

– ¿Por qué querría matarlo?

Ella sonrió ligeramente después de aquella pregunta.

– Suponía que era obvio, inspector. Si tuviera que hacerlo, mataría a cualquier animal que encontrase atacando violentamente a mis hijos.

– Sin embargo, dice que no mató a su marido.

– No tuve que hacerlo. Huyó.

– ¿Regresó?

Phoebe se reía.

– No, no regresó.

– ¿Lo mató y lo dejó en la casa del hielo para que se pudriera?

– No.

– Habría sido una especie de justicia, ¿verdad?

– Desde luego que sí.

– Los Phillips, o debería decir los Jefferson, creen en esa clase de justicia, ¿no es así? ¿Lo hicieron ellos por usted, señora Maybury? ¿Son ellos su arma vengativa?

Siempre, al llegar a este punto, la ira de Phoebe amenazaba desbordarse. La primera vez que hizo la pregunta le llegó como un golpe en el plexo solar. Después, estaba mejor preparada, aunque todavía necesitaba una férrea sangre fría para evitar rasgar y arrancar los ojos de su odiosa cara.

– Sugiero que eso se lo pregunte al señor y a la señora Phillips -contestaba siempre-. No soy tan presuntuosa como para contestar en su nombre.

– Le estoy pidiendo su opinión, señora Maybury. ¿Son capaces de exigir venganza por usted y por su hija?

Una sonrisa de lástima se dibujaba en sus labios.

– No, inspector.

– ¿Fue usted quien golpeó a la señorita Cattrell? Dice que estaba en la cama, pero sólo tenemos su palabra. ¿Iba a revelar algo ella que usted no quería que revelase?

– ¿A quién lo revelaría? ¿A la policía?

– Tal vez.

– Es usted tan tonto, inspector… -sonrió sin humor-. Ya le he dicho lo que creo que le pasó a Anne.

– Conjeturas, señora Maybury.

– Tal vez, pero en vista de lo que me pasó a mí hace nueve años, son probables.

– Nunca informó de ello.

– No me habría creído si lo hubiera hecho. Me habría acusado de habérmelo hecho yo misma. De todos modos, nada me habría inducido a tenerlo en casa otra vez, no cuando ya me había librado de usted. En cierto modo, tuve más suerte que Anne. Todas mis cicatrices fueron internas.

– Es demasiado cómodo. Debe creer que soy muy crédulo.

– No -dijo sinceramente-, de miras estrechas y vengativo.

– ¿Porque no comparto su gusto por el melodrama? Su hija es muy imprecisa acerca de qué es lo que la asustó. Incluso el sargento McLoughlin tan sólo cree, sólo lo cree, haber oído a alguien. Soy realista. Prefiero tratar hechos, no neurosis femeninas.

Phoebe lo observaba con una nueva visión de las cosas.

– Nunca me di cuenta de la gran antipatía que tiene a las mujeres. ¿O es sólo a mí, inspector? La idea de que yo esté recibiendo el postre que me merezco le atrae, ¿verdad? ¿Me habría ahorrado todo este misterio si hubiese dicho «sí» hace diez años?

Invariablemente, era Walsh quien se enfadaba. Invariablemente, tras un rato de interrogatorio, Phoebe cogía el coche e iba al hospital para sentarse junto a la cabecera de Anne y hablarle y darle masajes a sus manos, deseando que recuperara el conocimiento.

Los interrogatorios de Diana exploraron y aguijonearon su relación con Daniel Thompson. No podía controlar su cólera contra Walsh tal como lo hacía Phoebe y, con frecuencia, se enfadaba. Aun así, tras dos días de interrogatorio, Walsh todavía no había podido detectar fallos en su historia.

Golpeó ligeramente el montón de correspondencia.

– Deja perfectamente claro en sus cartas que estaba furiosa con él.

– Por supuesto que estaba furiosa -dijo bruscamente-. Había malgastado diez mil libras de mi dinero.

– ¿Malgastado? -repitió-. Pero estaba haciendo lo posible, ¿no?

– No, bajo mi punto de vista.

– ¿No comprobó cómo funcionaría el negocio antes de aceptar invertir en él?

– Ya hemos pasado por todo esto, por Dios. ¿No escucha nada de lo que digo?

– Conteste la pregunta, por favor, señora Goode.

Suspiró.

– No me dieron mucho tiempo. Me pasé un día examinando los libros de la empresa. Parecían estar en orden, así que hice el cheque. ¿Satisfecho?

– ¿Y por qué dice que el señor Thompson malgastó su dinero?