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– Porque a medida que fui conociéndolo, me di cuenta de que era sumamente incompetente, y de que incluso debía ser un granuja empedernido. Los números que yo vi habían sido manipulados. Por ejemplo, ahora creo que provocó la inflación del activo de la empresa al supervalorar sus existencias y he descubierto que también utilizaba la contribución a la seguridad social de sus empleados para mantener el negocio a flote. Los libros de pedidos que yo vi estaban llenos; sin embargo, tres meses más tarde, no había vendido casi nada y las pocas existencias de que se disponía en la fábrica, al parecer, no tenían adónde ir. Sus relaciones públicas eran una tomadura de pelo. No paraba de decir que el negocio se extendería verbalmente y que despegaría.

– ¿Y eso hizo que usted se enfadara?

– Dios, dame fuerza -dijo, levantando las manos hacia el cielo-. ¿Necesita que se lo deletree? Me puso furiosa. Me estafó.

– ¿Sabe algo de la desaparición del señor Thompson?

– Por última vez, no. N-O, no.

– Pero sabía que había desaparecido antes de que se lo dijéramos.

– Sí, inspector, lo sabía. Se suponía que tenía que venir aquí para explicarme qué estaba pasando -se inclinó y golpeó las cartas con el puño-. Tiene la fecha y la hora delante de usted. Nunca apareció. Telefoneé a su oficina y me dijeron que no estaba. Llamé a su casa y su mujer me mandó a tomar viento. Volví a llamar a su oficina un par de días más tarde y me dijeron que la señora Thompson había informado de su desaparición. Fui a la oficina al día siguiente para encontrar a algunos empleados muy enojados a quien no se les había pagado durante tres semanas y que acababan de descubrir que sus contribuciones a la seguridad social de casi un año no se habían pagado. Desde entonces, no ha habido señales de Daniel Thompson. El negocio ha quebrado y a mucha gente, no sólo a mí, se le debe una cantidad considerable de dinero.

– Francamente, señora Goode, cualquiera que invierte dinero en radiadores transparentes debería esperar perderlo.

Sus ojos azul hielo, pensó Walsh, tenían una capacidad para el odio asesino de la que carecían los ojos verdes y marrones. Los epítetos que ahora le asignó eran impublicables.

– Es su orgullo lo que está herido, ¿verdad? -dijo mostrando interés-. Su amour propre. Puedo imaginarla fácilmente matando a alguien que la pusiera en ridículo.

– ¿Ah sí? -dijo indignada-. Entonces tiene una imaginación demasiado activa. No es extraño que la policía posea un historial de casos resueltos tan pobre.

– Creo que el señor Thompson vino aquí, señora Goode, y creo que usted se enfadó tanto con él como conmigo y que le asestó un golpe.

Diana se rió.

– ¿Lo ha visto alguna vez? ¿No? Bueno, créame, es tan robusto como un tanque. Pregunte a su estúpida esposa si no me cree. Si le hubiese golpeado, él me habría golpeado a mí y todavía estaría luciendo los morados.

– ¿Se acostaba con él?

– Le haré una confesión -reconoció-. Encontré a Daniel incluso menos atractivo que a usted. Tenía los labios húmedos, muy parecidos a los suyos. No me gustan los labios húmedos. ¿Contesta eso a su pregunta?

– Su esposa negó cualquier relación entre él y Grange.

– Eso no me sorprende. Sólo la ví una vez. Yo no le caía bien.

– ¿Saben algo Fred y Molly de esta inversión suya?

– Nadie de aquí lo sabía.

– ¿Por qué no?

– Lo sabe muy bien, maldita sea.

– ¿No quería parecer ridícula?

Diana no se molestó en responder.

– ¿Acaso Fred y Molly hicieron el trabajo sucio por usted, señora Goode?

Diana se dio masajes en las sienes para mitigar lo que parecía el principio de un dolor de cabeza.

– Qué repugnante manipulador es usted.

– ¿Lo hicieron, señora Goode?

– No -dijo mirándole detenidamente-. Y si alguna vez se atreve a volverme a preguntar eso, le pegaré. Se lo prometo

– ¿Y dejar que la detengamos por agresión?

– Valdría la pena -dijo.

– Es usted una mujer muy agresiva, ¿no le parece? ¿Se desquitó de sus agresiones con la señorita Cattrell?

Diana le dio un puñetazo en la nariz.

Jonathan posó su mano sobre el hombro de su madre, luego se inclinó y miró a Anne.

– ¿Cómo está?

Ya no figuraba en la lista de personas en estado crítico y la habían trasladado de cuidados intensivos a una habitación contigua a un quirófano. Estaba unida por un catéter y un tubo de plástico a un gota a gota intravenoso.

– No lo sé. Está muy intranquila. Ha abierto los ojos una o dos veces, pero no ve nada.

Se puso en cuclillas al lado de ella.

– Tendrás que dejarla un rato, me temo. Diana te necesita.

– Seguro que no.

Phoebe frunció el ceño.

– Me temo que sí. La han detenido.

Estaba visiblemente sorprendida.

– ¿A Diana? ¿Por qué?

– Por agresión a un oficial de policía. Le dio un puñetazo al inspector Walsh e hizo que le sangrara la nariz. La han puesto en chirona.

Phoebe se quedó con la boca abierta.

– Oh, señor, qué divertido -dijo, echándose a reír-. ¿Está bien el inspector?

– Sangrando pero con orgullo.

– Voy ahora mismo. Será mejor que localicemos a Bill otra vez -miró a Anne-. No hay nada que pueda hacer por tí de momento, vieja amiga. Sigue luchando. Todos estamos contigo.

– Traeré a Jane más tarde -dijo Jonathan-. Quiere venir.

Salieron al pasillo.

– ¿Está preparada para ello?

– Yo diría que sí. Se las ha arreglado fantásticamente desde que pasó. Tuvimos una larga charla esta tarde. Fue más objetiva que nunca. Es una ironía, pero todo este asunto puede haberle hecho algún bien, le ha dado perspectivas esperanzadoras y todo eso, quizá le haya hecho ver que es más fuerte de lo que se pensaba. A propósito, le gusta el sargento. Si quieren interrogarla otra vez, deberíamos presionar para que lo hiciera él.

– Sí -dijo Phoebe-. Aparte de todo, salvó la vida de Anne. Eso siempre hará que Jane confíe en él. Adora a su madrina.

Jonathan enlazó su brazo con el de su madre.

– También te adora a tí. Todos lo hacemos.

Phoebe se rió con ganas.

– Sólo porque aún no habéis descubierto que mis pies son de arcilla.

– No -dijo seriamente-. Es porque nunca has fingido que fueran de otra cosa.

Continuaron caminando y desaparecieron por una curva del pasillo. Tras ellos, Andy McLoughlin salió de donde se había estado escondiendo, en el hueco de una puerta, con la vergüenza del fisgón.

«Condenado Walsh y su maldita pauta», pensó. La lógica era falible. Tenía que serlo.

Le enseñó su tarjeta de identificación a la hermana.

– ¿La señorita Cattrell? -preguntó- ¿Algún cambio?

– En realidad no. Está intranquila y abre los ojos, lo cual es buena señal, pero, como ya le dije al inspector, perderá el tiempo si quiere entrevistarla. Podría volver en sí en cualquier momento o podría estar así durante uno o dos días. Le avisaremos en cuanto esté preparada para hablar.

– Me quedaré unos minutos, si es posible. Nunca se sabe.

– Está en la sala dos. Háblele -le animó la hermana-. Así podrá ser útil mientras está aquí.

No la había visto desde que se la habían llevado en la ambulancia y se sorprendió. Era todavía más pequeña de lo que recordaba, una cosita diminuta, encogida, con la cabeza vendada y la piel fea y cetrina. Pero, incluso inconsciente, parecía sonreír por alguna broma de las suyas. No sintió lujuria -¿cómo podría?-, pero su corazón se alegró al reencontrarla, como si la conociera hacía mucho tiempo. Acercó la silla para sentarse cerca de su almohada y empezó a hablar. No vaciló en ningún momento, puesto que sabía, sin tener que pensar, lo que le gustaría oír a ella. Media hora más tarde, se agotó y miró el reloj. Se había movido una o dos veces, como una niña durmiendo, pero sus ojos habían permanecido firmemente cerrados. Apartó la silla.