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– Eso es todo, Cattrell. Se acabó el tiempo, me temo. Veré si puedo conseguir estar a solas con usted mañana -le acarició la mejilla con la punta de los dedos.

– Es usted un cabrón tacaño -masculló Anne-. Recíteme el poema de Rabbie Burns Tam o'Shanter-abrió un ojo y parpadeó, confusa-. Me estoy muriendo.

– Ha estado despierta todo el tiempo -la acusó McLoughlin.

– ¿Estuvo Phoebe aquí?

McLoughlin asintió.

– Recuerdo que Phoebe estuvo aquí. ¿Estoy en casa?

– Está en el hospital -le dijo.

– ¡Oh!, ¡mierda! Odio los hospitales. ¿Qué día es?

– Viernes. Dio una cabezadita de dos días.

Eso la preocupó.

– ¿Qué pasó?

– Llamaré a una enfermera -hizo el gesto de levantarse.

– No lo haga, maldita sea -gruñó-. También odio a las enfermeras. ¿Qué pasó?

– Alguien la golpeó. Dígame qué recuerda.

Tejió una arruga profunda con sus cejas.

– El curry -acertó a decir.

McLoughlin le estrechó la mano fuertemente.

– ¿Podemos olvidarnos del curry, Cattrell? -sugirió-. Sería más fácil para todos si nunca me hubiera visto aquella noche.

Anne arrugó la frente.

– Pero ¿qué pasó? ¿Quién me encontró?

Le frotó los dedos.

– Yo la encontré, pero he tenido un trabajo de mil demonios para explicarle a Walsh qué estaba haciendo allí. No puedo reconocer tener intenciones carnales respecto a una sospechosa -indagó en su cara-. ¿Entiende lo que le digo? Quiero seguir en el caso, Anne. Quiero justicia.

– Por supuesto que le entiendo, maldita sea -el humor bailó en sus ojos oscuros y McLoughlin deseó abrazarla-. Puedo masticar chicle y caminar al mismo tiempo, ya sabe -dijo Anne. Se concentró profundamente-. Ahora recuerdo. Me estaba diciendo cómo tenía que vivir mi vida -le lanzó una mirada acusadora-. No tenía ningún derecho, McLoughlin. Mientras pueda vivir conmigo misma, eso es todo lo que importa.

McLoughlin le levantó las puntas de los dedos y se acarició los labios con ellos.

– Estoy aprendiendo. Déme tiempo. Dígame, ¿qué más recuerda?

– Corrí hasta llegar a casa -dijo, esforzándose en concentrarse-. Abrí la ventana, recuerdo eso. Y entonces -frunció el ceño-, oí algo, creo.

– ¿Dónde?

– No me acuerdo.

Parecía preocupada.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Anne.

– Alguien la golpeó en la cabeza.

Parecía aturdida.

– No me acuerdo.

– La encontré en su habitación.

Una mano pesada descendió sobre el hombro de McLoughlin y le hizo saltar.

– No tiene por qué estar haciéndole preguntas, sargento -dijo en tono malhumorado la hermana-. Llame al doctor Renfrew -dijo, dirigiéndose a una enfermera del pasillo-. Fuera -le dijo a McLoughlin.

Anne la miró con puro horror y se agarró a la mano de él.

– No se atreva a irse -susurró-. He visto su foto en World at War y no estaba luchando con los aliados.

McLoughlin se volvió y levantó las manos en señal de desvalida resignación.

– ¿Hay algo que debo recordar? -le preguntó Anne-. No quisiera confundir al inspector.

Los ojos de McLoughlin se ablandaron.

– No, señorita Cattrell. Sólo concéntrese en recuperarse y deje que yo me encargue de los recuerdos.

Anne pestañeó soñolienta.

– Lo haré.

El detective sargento Robinson iba detrás de un ascenso. Había ido diligentemente de puerta en puerta otra vez, buscando pistas para encontrar al agresor de Anne, pero era como hablar a la pared. Nadie había visto u oído nada aquella noche, excepto la ambulancia, y todos habían oído lo mismo. Se había tomado otra cerveza con Paddy Clarke, esta vez bajo los ojos pequeños, redondos y brillantes, como dos abalorios, de la señora Clarke. La había encontrado enormemente amedrentadora, más todavía desde la revelación de Anne de que había sido monja. Paddy le aseguró que habían buscado el mapa de los jardines, pero que no lo habían encontrado, y, con la señora Clarke respirando sobre su hombro, expresó su completa ignorancia acerca de Streech Grange y sus habitantes. En especial, no sabía nada en absoluto sobre Anne Cattrell. Nick Robinson no le presionó. Francamente, no creía que tuviera muchas posibilidades si el señor y la señora Clarke le agarraban entre los dos, y él, sin falsa vergüenza, les tenía mucho cariño a sus huevos.

Nada le impedía ir a casa ahora. En justicia, estaba fuera de servicio. En vez de eso, hizo girar el coche en dirección a la granja Bywater en busca de un tal Eddie Staines. Hasta entonces, la información de la señora Ledbetter había sido fructífera. No había ningún mal en volver a probarlo.

El granjero le señaló los cobertizos de las vacas donde Eddie estaba limpiando después del ordeño de la tarde. Encontró a Eddie apoyándose en un rastrillo y charlando despreocupadamente con una muchacha, cuyas mejillas parecían dos manzanas y que se reía inane y tontamente de todo lo que el joven decía. Se quedaron callados mientras Nick Robinson se acercaba y los miraba con curiosidad.

– ¿Señor Staines? -preguntó, sacando su tarjeta de identificación-. ¿Podríamos hablar de un asunto?

Eddie le guiñó el ojo a la chica.

– Claro -dijo-. ¿Qué tal de los cojones?

La muchacha se rió a carcajadas.

– ¡Oh, Eddie! ¡Eres tan divertido!

– Preferentemente en privado -prosiguió Robinson, tomando nota mentalmente de la respuesta de Eddie para su propio uso futuro.

– Lárgate, Suzie. Te veré más tarde en el pub.

La chica se fue de mala gana, arrastrando las botas por el barro del patio, mirando por encima del hombro con la esperanza de que la invitaran a regresar. Para Eddie, era claramente un caso de ojos que no ven, corazón que no siente.

– ¿Qué quiere? -preguntó, rastrillando paja y estiércol en un montón mientras hablaba. Llevaba una camiseta sin mangas que realzaba los músculos de sus hombros.

– ¿Ha oído hablar del asesinato en Grange?

– ¿Y quién no? -dijo Staines, sin interés.

– Me gustaría hacerle unas preguntas sobre eso.

Staines se apoyó en su rastrillo y miró al detective.

– Escuche, amigo, ya le he dicho a sus compañeros todo lo que sé y no sé nada. Soy un trabajador del campo, un proletario de la sal de la tierra. Las personas como yo no se mezclan con la gente de Grange.

– Nadie dijo que lo hiciera.

– Entonces, ¿qué sentido tiene hacerme preguntas?

– Estamos interesados en cualquiera que haya estado en los jardines de Grange en el último par de meses.

Staines reanudó su labor con el rastrillo.

– No soy culpable.

– Eso no es lo que he oído.

Los ojos del joven se entornaron.

– ¿Ah, sí? ¿Quién ha estado cotilleando?

– Es de conocimiento público que usted lleva a sus amigas allí arriba.

– ¿Está intentando acusarme de algo?

– No, pero hay una posibilidad de que haya visto u oído algo que nos pueda ayudar -le ofreció un cigarrillo al hombre.

Eddie aceptó el encendedor. Se quedó rumiando uno o dos minutos.

– Resulta que sí -dijo de modo sorprendente.

– Adelante.

– Parece ser que le han estado preguntando a mi hermana acerca de una mujer que lloraba una noche. Y que ya han ido un par de veces a preguntar.

– ¿Vive en las granjas de la carretera que conduce a East Deller?

– Así es. Maggie Trewin es mi hermana, vive en el número dos. Su marido trabaja en la granja Grange. Dice que querían saber qué noche esa mujer… -puso un énfasis burlón en la palabra «mujer»- estaba llorando.

Robinson asintió con la cabeza.

– Bueno, ahora -dijo Staines, echando perfectos anillos de humo por encima de su cabeza- puedo decírselo, pero quisiera tener la garantía de que mi cuñado nunca sabrá quién se lo dijo. Nada de comparecencias a juicio, nada de eso. Me despellejaría vivo si supiera que estuve ahí arriba y no desistiría hasta descubrir con quién estaba -negó con la cabeza malhumoradamente-. Eso vale más que mi vida. -La joven hermana de su cuñado era la niña de sus ojos.