En el interior de la casa del hielo, el inspector Walsh reprimió un ligero movimiento de sus intestinos. El sargento McLoughlin mostró menos control. Salió corriendo del lugar y vomitó sobre las ortigas que crecían alrededor de la casa. Al ignorar que Phoebe Maybury lo habría entendido, dio las gracias porque ésta había regresado a Grange y no estaba allí para verlo.
– No es demasiado bonito, ¿verdad? -observó Walsh cuando volvió el sargento-. Tenga cuidado con lo que pisa. Hay pedazos por todas partes. Debe haberlos esparcido el perro.
McLoughlin se tapaba con un pañuelo y sintió violentas náuseas. Desprendía un fuerte olor a cerveza y el inspector lo miró con desaprobación. Como él mismo era un hombre de cambios de humor, encontraba insoportable la inconsistencia en otros. Conocía a McLoughlin tan bien como a cualquier otro de los que trabajaban con él, le consideraba un tipo concienzudo, honrado, inteligente, fiable. Incluso le gustaba aquel hombre: era uno de los pocos que podía enfrentarse con los célebres vaivenes del péndulo que constituía el temperamento de Walsh; pero ver las debilidades de McLoughlin, reveladas como si fueran secretos culpables, irritaba a Walsh.
– ¿Qué diablos le ocurre? -interrogó Walsh-. Hace cinco minutos ni siquiera pudo ser educado, ahora está vomitando como un maldito niño.
– Nada, señor.
– Nada, señor -imitó Walsh cruelmente. Habría dicho más, pero había una ira en el joven que hizo callar su lengua mordaz. Con un suspiro, tomó a McLoughlin del brazo y lo llevó afuera-. Tráigame a un fotógrafo y unas lámparas decentes, es imposible ver bien. Y dígale al doctor Webster que venga tan pronto como pueda. Le dejé un mensaje, de manera que ahora ya debería estar en la comisaría -dio una palmadita al brazo del sargento con torpeza, recordando quizá que McLoughlin era más a menudo su punto de apoyo que su detractor-. Si le sirve de consuelo, Andy, nunca vi nada tan horrible como esto.
Mientras McLoughlin, agradecido, volvía a la casa, el inspector Walsh sacó una pipa de su bolsillo, la llenó y la encendió meditabundo; luego, inició un examen cuidadoso del suelo y de las zarzas que se destacaban alrededor de la puerta y del sendero. El suelo por sí solo le reveló muy poco. El verano había sido excepcionalmente caluroso y las últimas cuatro semanas de casi perpetua luz solar lo habían endurecido. Las únicas huellas visibles estaban donde los pies, probablemente de Fred, habían pisoteado las malas hierbas y el césped que crecían delante de las zarzas. Las huellas anteriores, si había habido alguna, se habían borrado hacía mucho. Las zarzas podrían resultar más interesantes. Era evidente que, si no existía ninguna otra entrada a la casa del hielo, el cuerpo había tenido que atravesar aquella barrera espinosa en un momento dado, o bien vivo con sus dos piernas, o bien muerto a espaldas de alguien. La cuestión más importante era, ¿cuánto tiempo hacía? ¿Cuánto tiempo llevaba esa pesadilla ahí dentro?
Caminó lentamente alrededor del montecillo. Hubiese sido más fácil, desde luego, convencerse a sí mismo desde el interior de la estructura de que la puerta era la única entrada. Pero excusó su renuencia a hacerlo siguiendo el criterio de no querer alterar las pruebas más de lo necesario, pero, sinceramente, sabía que era una excusa. La horrorosa tumba no poseía ninguna atracción para un hombre solo, ni siquiera para un policía determinado a descubrir la verdad.
Pasó algún tiempo investigando alrededor de la base de un laurel salvaje que crecía en la parte posterior de la casa del hielo, había utilizado una estaca de bambú desechada para remover el moho de las hojas que se había amontonado allí. Sus esfuerzos sólo descubrieron la pared de ladrillo, que parecía lo bastante fuerte para aguantar otros doscientos años de raíces dispuestas a explorar. En aquellos tiempos, pensó, se construían las casas para que durasen.
Se sentó un momento sobre sus talones, dando chupadas a su pipa, luego continuó su búsqueda, hurgando con el palo de vez en cuando en las ortigas que había al pie del tejado de la casa del hielo, pero no encontró ningún punto débil. Volvió a la puerta, examinando más detenidamente las zarzas.
No era jardinero, confiaba en su mujer para ocuparse del pequeño jardín que tenía en su patio donde todo crecía pulcramente en jardineras, pero incluso para sus ojos ignorantes las zarzas tenían el aspecto de haber estado siempre ahí. Pasó unos momentos mirando atenta y pensativamente a través de los terrones de tierra y hierba que se distinguían por encima de la puerta, donde las raíces habían sido arrancadas a puñados; entonces, con cuidado para evitar la hierba que se había pisado, se agachó al lado de la zona en que las zarzas se habían segado y pisoteado para aplastarlas. Los tallos rotos eran de color verde por la savia, la mayoría de los frutos todavía no habían madurado, pero la extraña zarzamora, más madura que sus compañeras, se mostraba negra y jugosa entre las ruinas de su madre. Con la punta del bambú, levantó cuidadosamente la masa de vegetación aplastada más cercana y miró debajo de ella.
– ¿Ha encontrado algo, señor?
McLoughlin había regresado.
– Mire aquí debajo, Andy, y dígame qué es lo que ve.
El sargento se arrodilló complaciente al lado de su superior y fijó la mirada donde Walsh señalaba.
– ¿Qué es lo que estoy buscando?
– Tallos con roturas viejas. Se puede suponer con toda seguridad que nuestro cuerpo no saltó con una pértiga por encima de esta pequeña parcela.
McLoughlin negó con la cabeza.
– Tendremos que apartar las zarzas para ello, poco a poco, y dudo de que ni siquiera así nos llevemos una alegría. Quienquiera que las aplastó hizo un trabajo perfecto.
Walsh dejó de levantar la vegetación con el bambú.
– El jardinero, según la señora Maybury.
– Parece como si hubiese pasado una apisonadora por encima.
– Muy interesante, ¿verdad? -dijo Walsh levantándose-. ¿Pudo localizar a Webster?
– Ya viene, debería tardar en llegar unos diez minutos. Les he dicho a los otros que lo esperen. Nick Robinson ya ha instalado las lámparas y la cámara, así que el jardinero les enseñará los alrededores cuando llegue Webster. Excepto el joven Williams. Lo he dejado en la casa para que tome nota de las declaraciones sobre antecedentes y mantega los ojos bien abiertos. Es un chico agudo. Si hay algo que ver, él lo verá.
– Bien. ¿El coche mortuorio?
– Preparado en la comisaría.
Walsh se retiró unos metros y se sentó en la hierba.
– Esperaremos. No hay nada que hacer hasta que las fotografías se hayan hecho -echó una nubécula de humo por la comisura de los labios y, a través de ella, miró de reojo a McLoughlin-. ¿Qué es lo que hace un cadáver desnudo en la casa del hielo de la señora Maybury, sargento? ¿Y qué, o quizá quién, se lo ha estado comiendo?
Con un gruñido, McLoughlin alcanzó su pañuelo.
El policía Williams había tomado declaraciones de la señora Maybury, de la señora Goode y de la señorita Cattrell, y ahora estaba con Molly Phillips en la cocina. Por alguna razón que no podía entender, ésta estaba obstruyendo su trabajo deliberadamente y pensó con irritación que sus colegas tenían el don de conseguir las mejores tareas. Con satisfacción mal disimulada, habían salido al jardín con Fred Phillips y los recién llegados y toda su variada parafernalia. A Williams, que había visto la cara de Andy McLoughlin cuando vino de la casa del hielo, le consumía la curiosidad de saber qué era lo que había allí abajo. Los nervios de McLoughlin saltaron con acero escocés y parecía estar más malo que los perros. De mala gana, el policía Williams volvió al trabajo que tenía entre manos.
– ¿De manera que lo primero que supo acerca de este cadáver fue cuando la señora Goode vino a telefonear?
– ¿Y qué si fue así?
La miró con exasperación.
– ¿Siempre contesta las preguntas con preguntas?