– Tal vez sí, tal vez no. Eso es asunto mío.
Tan sólo era un muchacho, el tipo que la gente suele mirar y decir: los policías son cada vez más jóvenes. Intentó una táctica zalamera que le había dado buenos resultados en un par de ocasiones en el pasado.
– Escucha, mami…
– No me llame «mami» -le soltó con rabia-. Usted no es mi hijo. Yo no tengo hijos -se volvió dándole la espalda y se mostró atareada cortando zanahorias en una cacerola-. Debería darle vergüenza. ¿Qué diría su madre? Ella es a la única a la que tiene derecho a llamarla «mami».
«Vaca vieja y frustrada», pensó. Miró los hombros caídos y flacos y estimó que su problema era que su viejo hombre no le había sentado las costuras.
– Ni siquiera sé quién es.
Se quedó callada un momento, con el cuchillo suspendido en el aire, y luego siguió cortando. No dijo nada.
Williams, pacientemente intentó otra táctica.
– Todo lo que estoy haciendo, señora Phillips, es tomar nota de algunos detalles que preceden al descubrimiento del cadáver. La señora Goode me ha dicho que vino a la casa para telefonearnos. Dijo que usted estaba en el vestíbulo cuando lo hizo y que después fue a la bodega para traer coñac, puesto que no quedaba en el aparador. ¿Es eso cierto?
– Si la señora Goode lo dice, es suficiente para usted. No es necesario venir a hurtadillas aquí, a sus espaldas, intentando descubrir si está mintiendo.
La miró atentamente.
– ¿Está mintiendo?
– No, no miente. Eso es exactamente lo que pasó.
– Entonces, ¿a qué se debe todo este misterio? -le preguntó a su enojada espalda-. ¿Acerca de qué se comporta de forma tan reservada?
Se volvió contra él.
– No utilice ese tono de voz conmigo. Conozco su tipo. Nadie mejor que yo. No me intimidará -se llevó la taza de té de debajo de su nariz, retirándola del lugar donde estaba sentado a la mesa, y la arrojó descortésmente en el barreño de lavar los platos. Williams podría haber jurado que había lágrimas en sus ojos.
El fotógrafo de la policía salió cautelosamente por la puerta y alzó la correa de la cámara por encima de su cuello.
– Eso es todo, señor -le dijo a Walsh.
El inspector jefe colocó una mano en su hombro.
– Buen chico. Entonces, de vuelta a la comisaría y revele ese carrete -se volvió hacia el patólogo-. ¿Entramos, Webster?
El doctor Webster sonrió lúgubremente.
– ¿Tengo otra elección?
– Usted primero -dijo Walsh con maldad.
La escena ahora estaba iluminada con lámparas de arco voltaico, cada detalle se mostraba con absoluta claridad, sin sombras que atenuaran el impacto aterrador. Walsh miró desapasionadamente el cadáver. Era cierto, pensó, que la exposición a la violencia insensibilizaba a un hombre. Apenas podía recordar la repugnancia que sintió previamente, aunque quizá las lámparas tenían algo que ver con ello. Cuando era niño, la oscuridad le había reservado terrores, le había hecho imaginar pesadillas que acechaban en las esquinas de su dormitorio. Su padre, por otro lado un hombre amable, pero temeroso del ridículo de tener un hijo afeminado, se mostró sin compasión y se había tapado los oídos para amortiguar el lloro procedente del interior de la habitación, de la cual se habían quitado todas las bombillas.
– Dios mío -dijo Webster, contemplando el suelo de la casa del hielo con evidente asco. Anduvo con cuidado hacia el centro, evitando trozos hechos jirones de entrañas endurecidas que yacían sobre las losas. Miró la cabeza-. Dios mío -repitió.
La cabeza, todavía unida al torso superior por tendones ennegrecidos, estaba encajada en un agujero en la hilera superior de un ordenado montón de ladrillos. El cabello gris y sin vida, lo bastante largo para ser el de una mujer, caía fuera del agujero. Las ciegas cuencas de los ojos mostraban los huesos por debajo, y los huesos de la mandíbula inferior y superior al descubierto brillaban blancos en contraste con la ennegrecida musculatura del rostro. La zona del pecho, anclada por la cabeza contra la superficie vertical de los ladrillos, parecía como si hubiese sido hábilmente cortada a filetes. La parte más baja del cuerpo yacía anormalmente ladeada respecto a su mitad superior, en una postura que ninguna persona viva, por muy flexible que fuese, habría conseguido adoptar. La región abdominal casi había desaparecido, aunque quedaban tiras de ésta como testigos mudos de que existieron una vez. No había genitales. La mitad inferior del brazo izquierdo, apoyada en una pila de ladrillos más pequeña, estaba a unos doce centímetros del cuerpo, la mayor parte de la carne desprendida, pero algunos tendones permanecían para mostrar que el codo había sido arrancado. El brazo derecho, apretado contra el torso, tenía la misma calidad ennegrecida de la cabeza, que revelaba parches de hueso blanco transparentándose. De las piernas, sólo las pantorrillas y los pies se podían reconocer inmediatamente; pero las pantorrillas se encontraban a una cierta distancia una de otra que parecía una grotesca parodia del espatarrarse, y los pies, retorcidos del revés, de modo que las plantas señalaban al techo de la casa del hielo. De los muslos, sólo quedaban huesos astillados.
– ¿Y bien? -dijo Walsh tras unos minutos durante los cuales el patólogo tomó lecturas de la temperatura e hizo un esbozo de la posición del cadáver.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Hombre o mujer?
Webster señaló los pies.
– Por el tamaño, diría que un hombre. No podemos estar seguros hasta que haya tomado algunas medidas, claro está, pero lo parece. Si no es un hombre, era una mujerona.
– El pelo es más bien largo para ser el de un hombre. A menos que creciese después de la muerte de modo significativo.
– ¿Dónde has estado viviendo, George? Aunque fuese tan largo que le llegara a la cintura, no revelaría nada acerca del sexo. Y el crecimiento del cabello tras la muerte es mínimo. No -continuó Webster-, considerándolo todo, diría que se trata de un hombre, previa confirmación, por supuesto.
– ¿Alguna idea sobre la edad?
– Ninguna, excepto que probablemente tuviera más de veintiún años y ni siquiera eso es seguro. Algunas personas encanecen en la adolescencia. Tendré que hacer radiografías del cráneo para ver la fusión entre las partes.
– ¿Cuánto tiempo lleva muerto?
Webster apretó los labios.
– Va a ser una mierda decidir eso. El viejo Fred de ahí fuera dijo que apestaba un poco cuando lo pisó, lo cual indicaría un fallecimiento relativamente reciente -se chupó los dientes pensativamente durante unos minutos, entonces negó con la cabeza y examinó el suelo cuidadosamente, usando una espátula para levantar un poco de un material oscuro que había cerca de la puerta. Olió la espátula-. Excrementos -anunció-, bastante recientes, seguramente animales. Será mejor que tome un molde para ver si las que hay son las huellas de las botas de Fred. ¿Cuánto tiempo lleva muerto? -se estremeció de pronto-. Esto es una casa del hielo y hace más frío que afuera, está a muchos menos grados de temperatura. No hay una evidente plaga de gusanos, lo cual implica que no atrajo a las moscardas. Si las hubiera atraído, quedaría menos de él. Francamente, George, tu cálculo de cuánto tiempo duraría carne muerta a esta temperatura es tan bueno como el mío. También está el asuntillo de la descomposición acelerada al haber sido consumido. Podríamos estar hablando de semanas, podrían ser meses. Sencillamente, no lo sé. Necesitaré consultar este aspecto.
– ¿Años?
– No -dijo firmemente Webster-. Estarías mirando a un esqueleto.
– Suponiendo que hubiese estado congelado cuando entró. ¿Sería distinto?
El patólogo resopló.
– ¿Quieres decir congelado como los filetes de pescado? -Walsh asintió-. Realmente eso es demasiado fantástico, George. Se necesitaría un frigorífico comercial para congelar un hombre de este tamaño y ¿cómo lo transportarías hasta aquí? ¿Y por qué congelarlo en primer lugar? -Webster arrugó la frente-. Daría lo mismo por lo que se refiere a tu investigación. Una casa del hielo sólo mantiene cosas congeladas cuando está llena de hielo. Un hombre congelado se descongelaría aquí dentro como un pavo en una despensa. No, eso tiene que ser imposible.