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– Estaba oscuro. Quizá creyera que era la señora Goode o la señora Maybury.

– No sea tonto, hombre. También tengo mucha historia con ellas. Demonios, todas son amigas mías.

McLoughlin se quedó boquiabierto.

– ¿Con las tres?

– Sí.

– ¿Me está diciendo que se acuesta con las tres?

Paddy hizo gestos amortiguadores con las manos.

– Baje la voz por Dios. ¿Quién dijo nada de acostarse con alguien? Es muy solitario vivir allí arriba. Les hago compañía a cada una de ellas de tanto en tanto, eso es todo.

McLoughlin se desternilló de risa mientras la llama de celos chisporroteaba y se apagaba.

– ¿Lo saben ellas?

Paddy notó la ausencia de hostilidad y sonrió abiertamente.

– No lo sé. No es de las cosas que se preguntan, ¿no cree? -emitió un juicio instantáneo-. ¿Le permitiría su conciencia tomar una botella de mi cerveza especial? Será mejor beberla antes de que Aduanas y Arbitrios ponga sus viles zarpas sobre ella. Y mientras la disfrutamos, le daré una lista de todos los clientes de mi cerveza especial. Nunca dejo que los forasteros se acerquen a ella, así que conozco a cada cliente personalmente. El cabrón que está buscando tiene que ser uno de ellos y me inclino a creer que sé quién es. Sólo hay una persona en este pueblo que es lo bastante estúpida y vengativa para hacer eso -condujo a McLoughlin a través del patio y entraron en la habitación de detrás del garaje, donde el rico aroma de la malta fermentándose producía un hormigueo en la nariz-. A decir verdad, a menudo he pensado en hacerlo debidamente y en meterme en la plena producción legal. Quizás éste sea el empujón que necesitaba. Mi mujer puede hacerse cargo de la licencia del pub, como dueña, es mucho mejor que yo -cogió dos botellas, las destapó, sacando los tapones de goma sujetos con abrazaderas y, con inmenso cuidado, vertió un líquido ambarino y oscuro con una capa de blanca espuma en los dos vasos, ladeándolos. Le ofreció uno a McLoughlin-. Permítame que le aconseje, sargento -sus ojos se reían-. Dispone de todo el tiempo del mundo, de manera que trátela como trata a las mujeres. Despacio, cariñosamente, con paciencia y con infinito respeto. Porque si no lo hace, caerá al suelo en tres tragos y se preguntará qué es lo que le golpeó.

– ¿Es ése su secreto?

– Así es.

McLoughlin levantó su vaso.

– Salud.

La carta estaba esperando sobre el escritorio del detective sargento Robinson cuando llegó por la mañana. La escritura del sobre era infantil e informe, el matasellos local. La desgarró ansiosamente y desplegó el papel rayado sobre su mesa. Las rayas estaban cubiertas con la misma letra informe del sobre; era un relato sin ilación, difícil de leer, de un acontecimiento extraño de una noche a mediados de mayo. Eddie Staines, anónimamente, no le había fallado.

Me a estado preguntando sobre una mujer cuando y así sucesivamente. Fue un domingo. Sepa porque mi amiga es religiosa y tuve que persuadirla porque habia colmugado. Debió ser el 14 de mayo como el 12 de mayo es mi cumpleaños y fue como a manera de regalo tardío. Lo hicimos en el bosque de Grange como de costumbre. Nos fuimos después de las doce y caminamos a lo largo del muro junto a la granja. Oimos este gemir y lloriquear al otro lado. Mi chica quería largarse pero yo salte a echar un vistazo. Bien se equivoco usted lo ve.

Era un hombre y no una mujer y se balanceaba y daba golpes en la cabeza. Loco como una cabra si me lo pregunta. Lo ilumine con la linterna y le dije si estaba bien. Me dijo que me fuera a la mierda asi que me fui. Visto la descricion del muerto. Me parece bien. Tenia pelo largo y gris de todas maneras. Me olvide de ello asta recientemente. Resulta que le conocía. No podría decir su nombre pero conocía su cara de algún sitio. Pero no era nadie regular si me sigue. Creo ahora que era Mayberry. Eso es todo.

Mientras sus ojos resplandecían de alegría al entrever el ascenso, el sargento Robinson telefoneó a Walsh. Le asaltó la duda momentánea de si podía romper su promesa del anonimato -ahora ya no había manera de poder mantener la identidad de Eddie en secreto-, pero sólo fue momentánea. Eddie no le había amenazado con colgarle de los huevos.

Capítulo 22

McLoughlin abrió las puertas de cristal de la comisaría de policía y dejó que el calor de fuera entrara ondulando tras él como una vela inflada. La cerveza especial de Paddy, tomada despacio, cariñosamente y con inmenso respeto, se arremolinaba en su cerebro.

– «Ya llegó el día, ya llegó el momento, mirad el frente de batalla encapotarse.» ¿Dónde está Monty? Necesito tropas.

El sargento de guardia dejó escapar un gruñido divertido. La verdad es que sí había una cierta semejanza escuálida entre Walsh y Montgomery.

– De maniobras.

– ¡Demonios!

– Alguien ha identificado al cadáver.

– ¿Y?

– David Maybury. El inspector se está meando.

Olas de sorpresa arrojaron el alcohol del cerebro de McLoughlin. «Maldita sea -pensó-, no puede ser.» Había llegado al punto de tener cariño a aquellas mujeres. El dolor del cariño roía sus tripas como una rata medio hambrienta.

– ¿Dónde ha ido?

El otro negó con la cabeza.

– Ni idea. Probablemente a interrogar al testigo. Él y Nick se fueron como gatos escaldados hace unas dos horas.

– Bueno, se equivoca -su voz era discordante-. No es Maybury. Dígaselo si regresa antes que yo, ¿quiere?

«Maldito sea si lo hago», rumió para sí el sargento de recepción, mirando cómo el furioso joven abría la puerta con el hombro y avanzaba por la acera. Si McLoughlin tenía la intención de autodestruirse, él no había planeado seguirle. Echó una mirada a su reloj y vio con alivio que su turno estaba a punto de acabar.

McLoughlin arrancó a Anne de su silla y la sacudió hasta que sus dientes golpetearon.

– ¿Era David Maybury? -le gritó-. ¿Lo era? -dijo bruscamente.

Anne no dijo nada y, con un gemido, McLoughlin la apartó de él. La chaqueta de lanilla le resbaló por los hombros, dejándola vestida con sólo un pantalón de pijama de caballero que le estaba demasiado grande. Su aspecto era patético, como el de una niña jugando a ser adulta.

– No lo sé -dijo con dignidad-. El cadáver era irreconocible, pero no creo que fuera David. No es probable que hubiese vuelto aquí después de diez años, suponiendo que todavía estuviera vivo.

– No juegue, Anne -dijo furiosamente-. Vio el cadáver antes de que se pudriera. ¿Quién era?

Anne negó con la cabeza.

– Alguien lo ha identificado. Dicen que es David Maybury.

Ella se lamió los labios, pero no contestó.

– Ayúdeme.

– No puedo.

– ¿No puede o no quiere?

– ¿Importa?

– Sí -dijo amargamente-, me importa a mí. Creí en usted. Creí en todas ustedes.

La cara de Anne se distorsionó.

– Lo siento.

McLoughlin soltó una carcajada salvaje.

– ¿Lo siente? ¡Jesús! -la agarró de los brazos otra vez, apretando sus largos dedos en su carne-. ¿No lo entiende?, ¡zorra! Confié en usted. Arriesgué la cabeza por usted. Maldita sea, me lo debe.

Hubo un largo silencio. Cuando Anne habló, su voz era frágil.

– Bueno, eh, McLoughlin, que nunca se diga que Cattrell no paga sus deudas -soltó la cinta de los pantalones del pijama y los dejó resbalar hasta el suelo-. Adelante. Jódame. Eso es todo lo que le interesaba, ¿no? Un buen polvo. Igual que su jefe hace diez años.

McLoughlin sintió que la arena se movía bajo sus pies. Levantó las manos hasta su garganta y acarició la suave y blanca carne de su cuello.

– ¿No lo sabía? -los ojos de Anne brillaron al ponerle las manos sobre sus muñecas y separarlas para romper su apretón-. El muy cabrón era un caliente, le hizo una proposición a Phoebe, correr un tupido velo y olvidarse de la investigación a cambio de un polvo semanal. Oh, él no fue tan vulgar. Disfrazó la verdad un poquito -imitó la voz de Walsh-. Estaba sola y era vulnerable. Quería protegerla. Su belleza le había trastornado. Ella se merecía algo mejor después del trato brutal de su marido -su labio se retorció con irrisión-. Phoebe lo rechazó y le dijo dónde podía guardarse su protección -una nota estridente hizo su voz poco atractiva-. Dios mío, pero fue demasiado ingenua. Nunca consideró ni por un instante que el hombre tenía su futuro en sus manos.