– No lo ha mencionado -¿O sí lo había hecho? McLoughlin podía recordar muy poco de lo que Walsh había dicho aquella primera noche-. Bien. Suponiendo que estuviera desnudo, ¿cómo murió?
Webster apretó los labios.
– De vejez. De frío. Por lo poco que queda de él, es imposible decirlo. No pude encontrar rastros de barbitúricos o asfixia, pero… -se encogió de hombros y dio unos golpecitos a las fotografías- esto es piel de zapato. Encuentren la ropa. Les dirá más de lo que yo puedo decirles.
McLoughlin puso las manos sobre el escritorio y encorvó los hombros.
– Hemos estado dirigiendo una investigación de asesinato partiendo de la base de que le apuñalaron en la barriga. Y ahora me está diciendo que podría haber muerto de causas naturales. ¿Tiene idea de cuántas horas he trabajado esta última semana?
El patólogo se rió entre dientes.
– Más o menos la mitad de las que yo he trabajado, haciendo un cálculo aproximado. He desplegado todos mis recursos. ¡Demonio!, hombre, no tenemos casos como éste cada día. La mayoría de los cadáveres conservan por lo menos el noventa por ciento de sus partes. En cualquier caso, hasta que encuentren algunas prendas de ropa intactas y sin manchas que demuestren que me equivoco, el apuñalamiento todavía parece lo más probable. Ancianos, vagando desnudos en busca de una casa del hielo para congelarse hasta morir, están bastante fuera de mi experiencia.
McLoughlin se incorporó.
– Touché. ¿Hay más sorpresas?
– Sólo un poquito de diversión que he añadido al final de mi informe, de manera que no quiero que vuelva acusándome de haberle inculcado ideas a su cabeza -se rió entre dientes-. Eché otro vistazo a la casa del hielo ayer. Ha estado sellada durante más de una semana y la temperatura ha bajado bastante. La puerta es viejísima, pero todavía encaja perfectamente. Me impresionó. Obvia y extraordinariamente, un método eficaz de almacenar hielo. Muy frío y muy estéril. Debía conservarse durante meses.
– ¿Y?
El doctor pasó a considerar unas cartas que había en su mesa.
– He especulado sobre el estado en que lo habríamos encontrado si la puerta hubiese estado cerrada hasta que el jardinero lo encontró -garabateó su nombre con escritura de patas de mosca en la primera carta-. Sorprendentemente en buen estado, parece. Me habría gustado verlo. Puramente por interés científico, desde luego.
Levantó la cabeza. McLoughlin y el informe ya se habían ido.
El sargento Bob Rogers, que se había cambiado al turno de tarde después de un descanso de dos días y ahora estaba de servicio en su escritorio, alzó la mirada cuando McLoughlin entró por la puerta principal.
– Ah, Andy. Justo el hombre -le enseñó la descripción de Wallis Ferris que había circulado por el condado-. Ese vagabundo que está buscando…
– Lo encontré. En realidad, en cuanto haya visto al inspector, voy a buscarlo otra vez.
– Bien, entonces puede traerlo. Está en nuestra lista de desaparecidos.
McLoughlin se adelantó lentamente.
– ¿Tiene apuntado a Wallis Ferris como persona desaparecida? Pero si hace años que está en la carretera.
Rogers frunció el ceño y le dio la vuelta a la lista para que McLoughlin la mirase.
– Véalo usted mismo. La descripción de ahí encaja perfectamente con la que usted enseñó.
McLoughlin leyó lo que había escrito.
– ¿Walsh vio esto?
– Se lo dejé la primera noche.
McLoughlin alcanzó el teléfono.
– Hágame un favor, Bob. La próxima vez que me vea con una resaca demasiado fuerte como para verificar dos veces lo que ese cabrón hace -se señaló la barbilla-, golpéeme aquí.
Se repantigó en un sillón de la oficina del inspector jefe y observó cómo sus finos e insensibles labios derramaban humo. Imperceptiblemente, la cara había cambiado. Donde el respeto había alimentado la idea de que poseía una sabiduría genial, el desprecio había descubierto su malicia. Se registraron frases cortadas aquí y allí: «Definitivamente Maybury», «un joven lo reconoció», «en la casa del hielo dos semanas», «el vagabundo tuvo que haberlo visto», «lo dejó pasar completamente», «escribiendo un informe», «problemas domésticos no pueden excusar su negligencia…»; pero la magnitud de lo que había sido dicho se alejó de la mente de McLoughlin. Miró el rostro de Walsh fija e imperturbablemente y pensó en los dientes que había tras aquella sonrisa. Walsh intentó acuchillar furiosamente al sargento con la boquilla de su pipa.
– El detective sargento Robinson ha ido a acorralar ahora mismo a Wally Ferris y, por Dios, no va a haber ningún error esta vez.
El joven se estremeció.
– ¿Qué hará? ¿Le enseñará una fotografía de Maybury y le sugerirá que él era el hombre muerto? Wally estará de acuerdo con usted sólo para poder salir de aquí.
– Staines ya ha hecho la identificación. Si Wally la confirma, estamos sobre terreno seguro.
– ¿Qué edad tiene Staines?
– Unos veinticinco años.
– ¿Así que tenía unos quince años cuando vio a Maybury por última vez? ¿Y afirma haberlo reconocido en la oscuridad? Nunca obtendrá un procesamiento basándose en esa premisa.
– Es un buen caso -dijo Walsh con calma-. Tenemos el motivo, los medios y la oportunidad, además de muchas pruebas circunstanciales; la mutilación para ocultar la identidad, huesos de cordero para tentar a los carroñeros hacia la casa del hielo; la eliminación de la ropa para entorpecer la investigación; la destrucción de huellas y de pruebas por parte de Fred. Con todo eso y las identificaciones positivas, creo que esta vez confesará.
McLoughlin se frotó la barbilla sin afeitar y bostezó.
– Está olvidando las pruebas forenses. No es tan fácil falsificar eso. Webster no mentirá por usted.
Las cejas feroces de Walsh se unieron bruscamente.
– ¿Qué se supone que significa eso?
– Lo sabe condenadamente bien, señor. El hombre muerto era demasiado viejo para ser Maybury. ¿Y qué ocurrió con la sangre?
Walsh lo miró con intensa aversión.
– ¡Fuera de aquí! -gruñó.
Había humor en el rostro oscuro.
– ¿Le va a decir a su abogado defensor que se largue cada vez que le haga una pregunta razonable?
– La sangre estaba en la ropa, probablemente fue destruida con ella -dijo Walsh con tirantez-. En cuanto a la interpretación de Webster de las radiografías del cráneo, es sólo eso, una interpretación. La discrepancia entre su postura y la mía es de seis años. Yo digo cincuenta y cuatro años. Él dice sesenta. Se equivoca. Ahora vayase.
McLoughlin se encogió de hombros y se levantó. Buscó en su bolsillo y sacó un pedazo de papel doblado.
– La lista de personas desaparecidas -dijo, dejándola caer sobre el escritorio-. Hice una fotocopia. Es suya. Guárdela de recuerdo.
– La he visto.
McLoughlin observó el cuero cabelludo a través del pelo que clareaba. Recordaba que una vez le había gustado aquel hombre. Pero aquello fue antes de las revelaciones de Anne.
– Eso tengo entendido. Bob Rogers se la enseñó la noche en que el cadáver fue descubierto. El caso, si alguna vez hubo un caso, tendría que haberse cerrado a la mañana siguiente.
Walsh lo miró fijamente durante un momento, luego cogió el papel y lo desdobló. Estaban los mismos cinco nombres y descripciones, pero habían garabateado la palabra «encontrado» encima de la casilla de Daniel Thompson. Las dos jóvenes no tenían ninguna importancia por su sexo, con lo cual quedaban el muchacho asiático, Mohammed Mirahmadi, que era demasiado joven, y el semisenil Keith Chapel, de 68 años, que se había ido de un albergue hacía cinco meses y llevaba una chaqueta verde, un jersey azul y pantalones de color rosa chillón.
Un puño frío y apretado se agarró a las tripas de Walsh.
Dejó el papel sobre la mesa.
– El vagabundo no entró en ella hasta el día siguiente -murmuró-. ¿Y cómo podía conocer ese viejo Streech Grange o la casa del hielo?