Phoebe recorrió la terraza con la mirada en busca de señales de movimiento.
– Tus ojos pronto se adaptarán a la oscuridad.
– Sí que hay alguien -dijo repentinamente Diana-. Junto a la pared de la derecha. ¿Lo ves?
– Sí. Hay otro que viene por el ala de Anne -agarró la escopeta firmemente-. ¿Puedes abrir las ventanas sin hacer ruido?
Durante un breve instante, Diana vaciló, luego se encogió de hombros e hizo girar la llave con cuidado. Phoebe, razonó, sabía todo lo que había que saber sobre el infierno. Había estado allí. No volvería a pasar por ello de buen grado una segunda vez. En cualquier caso, la adrenalina corría por su cuerpo tan intensamente como por el de Phoebe.
Era el momento de ponerse de espaldas a la pared, pensó, cuando todos, incluso los conejos, enseñaban los dientes.
– Hecho -susurró cuando el cerrojo apenas chirrió al abrirse. Volvió a mirar por la ventana-. ¡Oh!, ¡Señor! -susurró-, hay docenas de ellos.
Las figuras negras se agachaban a lo largo del borde de la terraza como una tropa de monos, pero compararlos con monos era rebajar a los animales. Sólo el hombre, con su único progreso evolutivo de la razón, se complace con el dolor de otra gente. A Diana se le secó la boca. Había algo increíblemente escalofriante en la histeria de la multitud donde la responsabilidad individual se subordinaba a la del grupo.
– Difícilmente docenas; cinco, seis como máximo. Cuando diga «ahora», abre del todo la puerta -Phoebe soltó una carcajada frenética-. Probaremos el viejo refrán y esperaremos hasta que veamos el blanco de sus ojos. Siempre he querido intentarlo.
Hubo una confusión en la masa acurrucada, pareció que las figuras se reunían juntas al pie del muro de la terraza; luego se volvieron a separar.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó Diana.
– Arrancando ladrillos de encima de la pared, por lo que parece. Agacha la cabeza si empiezan a lanzarlos.
Uno de los del grupo que permanecía agachado parecía ser el cabecilla. Usaba sus brazos para dirigir a la tropa, la mitad hacia un lado de la terraza, la otra mitad hacia el otro.
– Ahora -urgió Phoebe en un murmullo-. No quiero que se dividan.
Diana hizo girar el tirador y abrió la puerta de un empujón. Phoebe salió en un segundo y su alta figura se derritió en las sombras. Había levantado la culata hasta el hombro e iba a apuntar hacia abajo el cañón cuando una manaza le apretó la boca y otra arrancó la escopeta de sus manos.
– Yo en su lugar no lo haría, señora -le susurró la voz suave de Fred al oído. Mantuvo su mano firme sobre su boca y, apoyando el antebrazo sobre su hombro, la obligó a arrodillarse. Encorvándose, dejó la escopeta sobre las baldosas sin hacer ruido y entonces, instándola a que se volviera a levantar, la cogió de la cintura como si sólo fuera un trozo de vilano y la levantó para llevársela al salón. Más que ver, sintió la presencia de Diana.
– No haga ruido -le advirtió con un susurro callado-, y cierre la ventana, por favor.
– Pero, Fred -empezó.
– Haga lo que le digo, señora Goode. ¿Quiere que hieran a la señora?
Completamente desconcertada, Diana hizo lo que le ordenó. Haciendo caso omiso de los dientes de Phoebe que le mordían la mano, Fred la arrastró sin miramientos por la habitación y la dejó como un bulto en el vestíbulo. Diana fue tras sus pasos.
– ¿Qué estás haciendo? -reclamó enfurecida, golpeándole en los hombros con los puños-. Suelta a Phoebe ahora mismo.
Benson y Hedges, alarmados por el tono de voz de Diana, se lanzaron contra las piernas de Fred.
– Esta puerta también, señora Goode, por favor.
Diana cogió un puñado de su cabello ralo y tiró fuerte.
– ¡Déjala! -gruñó.
Con un gemido, Fred se dio la vuelta, cargó con las dos mujeres y le dio una patada a la puerta. Segundos más tarde, los cristales de las contraventanas se rompieron haciéndose añicos.
– Ahí está -dijo afablemente, dejando cuidadosamente a Phoebe en el suelo y quitándole la mano de la boca-. Ahora estamos a salvo, creo. Si no le importa, señora Goode, eso es un poco doloroso. Gracias -sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo lió alrededor de los dedos que le sangraban-. Buenos chicos -murmuró, acariciando a los perros, bozales, ¡es lo que hacía falta! No digo que no esté enfadado porque habrá que poner otro cristal nuevo, pero esta vez nos aseguraremos de que lo pagan -abrió la puerta-. ¿Me disculpa, señora? Odiaría perderme la fiesta.
Estupefactas, las dos mujeres observaron cómo su gran masa caminaba ligeramente por encima de los cristales rotos y salía a la terraza. Más allá, iluminada por la luz de la luna, aparecía una escena de Jerónimo Bosch, el Bosco. Una maraña grotesca de desdichadas figuras se retorcía sobre el césped en medio de una horrible y ruidosa confusión. Mientras Fred, con un rugido helado, atravesaba la terraza y se lanzaba encima de la confusa pelea, Phoebe se percató en seguida de la situación, silbó a Hedges y señaló a un rápido fugitivo que había conseguido liberarse.
– Vamos, chico.
Hedges, ladrando de emoción, fue saltando por la hierba, hizo rodar al hombre y describir cabriolas alrededor de él, aullando su logro a la luna. Benson, que no podía ser menos, fue contoneándose como un pato hasta la terraza,se sentó cómodamente sobre sus caderas y levantó su viejo hocico en alegre unísono.
El alboroto de perros y cuerpos debatiéndose era ensordecedor.
– ¡Hombres! -exclamó Diana al oído de Phoebe y Phoebe, mientras la adrenalina todavía corría desenfrenada por su sangre, prorrumpió en lágrimas de risa.
Capítulo 24
La confusión fue efímera. Cuando a Diana se le ocurrió encender las luces del salón, la media docena de vándalos había tirado la toalla y estaban siendo agrupados en la terraza dibujando un semicírculo jadeante formado por McLoughlin, el policía Gavin Williams, vestido de paisano, Jonathan, Fred y Paddy Clarke.
– Adentro -ordenó secamente McLoughlin-. Estáis todos detenidos.
Desprovistos de la amenaza que representaban gracias al resplandor de las lámparas, eran un montón poco atractivo de jóvenes sudorosos que arrastraban los pies, con caras malhumoradas y miradas evasivas. Diana los conocía de vista por ser jóvenes del pueblo, pero sólo sabía el nombre de dos de ellos, Eddie Staines y Peter Barnes, de diecinueve años, hijo de Dilys y hermano de Emma. Los miró asombrada.
– ¿Qué os hemos hecho? Ni siquiera sé quiénes sois la mayoría de vosotros.
Barnes era un joven apuesto, alto y atlético, que antes había sido estudiante y ahora trabajaba en la imprenta de su padre en Silverbone. Se burló de ella pero no contestó. Eddie Staines y los cuatro restantes miraban fijamente al suelo.
– Es una pregunta razonable -dijo McLoughlin sin alterarse-. ¿Qué es lo que os han hecho estas señoras?
Barnes desplazó la mirada.
– ¿Qué señoras? -preguntó insolentemente- ¿Se refiere a las tortilleras?
La voz de Barnes, sin acento, interesó a McLoughlin. Todos los gritos de la batalla sobre el césped tenían las vocales ahogadas de la clase trabajadora. Con un ligero movimiento de cabeza hizo que Diana se quedara callada.
– Me refería a la señora Maybury y a sus amigas -dijo con el mismo tono de voz imperturbable-. ¿Qué es lo que os han hecho en alguna ocasión? -escudriñó la serie de caras insensibles-. Muy bien, de momento se os acusará de agresión con agravante al propietario de Streech Grange.
– Nunca la tocamos -se quejó Eddie Staines.
– Cállate -dijo Barnes.
– ¿Nunca tocasteis a quién?
– A ella. La señora Maybury.
– Yo no dije que lo hicierais.
– ¿Qué era, entonces, toda esa mierda de agresión con agravante?