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Walsh miraba fija y atentamente el brazo roto.

– ¿Tiene que serlo? Han pasado cosas más extrañas. Quizás estuvo en un almacén frigorífico durante diez años y lo dejaron aquí hace poco para que alguien lo encontrase.

Webster silbó.

– ¿David Maybury?

– Es una posibilidad -se puso en cuclillas e hizo un gesto hacia la mano deformada y hecha jirones-. ¿Qué dices de esto? A mí me parece como si le faltaran los dos últimos dedos.

Webster hizo lo mismo que él.

– Es difícil saberlo -dijo dubitativamente-. Algo le ha asestado un buen viaje -miró por el suelo-. Tendrás que barrer muy a fondo, asegurarte de que no se te escapa nada. Desde luego, es extraño. Podría ser coincidencia, supongo.

Walsh se levantó.

– No creo en las coincidencias. ¿Alguna idea acerca de qué murió?

– Una primera suposición, George. Grave desangramiento de una herida o heridas en el abdomen.

Walsh le miró rápidamente con sorpresa.

– Estás muy seguro.

– Dije que era una suposición. Tendrás que encontrar su ropa para estar seguro. Pero míralo. La zona baja del abdomen ha sido completamente devorada, salvo las mitades inferiores de las piernas. Imagínalo sentado e incorporado, con las piernas estiradas delante de él, la sangre derramándose por la barriga. Sangraría justamente por encima de esas partes que se han comido.

De repente el inspector Walsh se sintió a punto de desmayarse.

– ¿Estás diciendo que fuera lo que fuese, se lo comió mientras todavía estaba vivo?

– Bueno, no sueñes pesadillas pensando en ello, amigo. Si estaba vivo, estaría en coma y no se daría cuenta de nada, de lo contrario hubiese ahuyentado a los carroñeros. Es lógico. Por supuesto -prosiguió meditabundo-, si se estaba descongelando lentamente, la sangre y el agua se licuarían para conseguir el mismo resultado.

Walsh representó el laborioso ritual de volver a encender su pipa, y formó nubes de humo azul desde la comisura de los labios. La mención del olor por parte de Webster le había hecho darse cuenta de un hedor subyacente que no había notado antes. Durante algunos minutos, observó cómo el doctor hacía un examen detenido de la cabeza y el pecho, y tomaba medidas.

– ¿A qué clase de carroñeros se refiere? ¿Zorros?, ¿ratas?

– Es difícil contestar a esa pregunta -miró con atención y de cerca la cuenca de un ojo, antes de indicar los huesos fracturados de los muslos-. Algo con mandíbulas fuertes, aseguraría. Hay algo seguro, dos de ellos se han peleado por él. Mira la forma en que las piernas yacen y ese brazo, separado del codo. Diría que aquí dentro tuvo lugar una lucha -volvió a apretar los labios-. Tejones, posiblemente. Quizá sea más probable que fueran perros.

Walsh pensó en los labradores de color castaño echados sobre las baldosas calientes, recordó cómo uno de ellos había husmeado con el hocico la palma de su mano. Con un movimiento brusco, se limpió la mano en la pernera del pantalón. Despiadadamente echó bocanadas de humo a la atmósfera.

– Sigo su razonamiento acerca de por qué los animales habrían ido al abdomen y a los muslos, pero parece que, además, también han hecho un buen trabajo en la mitad superior. ¿Por qué motivo? ¿Es normal?

Webster se levantó y se enjugó la frente con la manga de su camisa.

– Sabe Dios, George. De la única cosa que estoy seguro es de que todo este asunto es anormal. Me aventuraría a suponer que el pobre hombre se apretó la mano izquierda contra la barriga para intentar parar la sangre o para sujetar sus intestinos, lo que prefieras, luego hizo lo que acabo de hacer yo: enjugarse el sudor de la cara y untarse él mismo de sangre. Eso habría atraído a las ratas o a lo que fuera hacia su mano y brazo izquierdos y hacia la mitad superior del cuerpo.

– Dijiste que habría estado en coma -el tono de Walsh era acusador.

– Tal vez sí, tal vez no. ¿Cómo demonios podría saberlo? De todos modos, la gente se mueve en estado de coma.

Walsh se sacó la pipa de la boca y utilizó la boquilla para señalar el pecho.

– ¿Quieres que te diga lo que eso me parece a mí?

– Adelante.

– Los huesos del pecho de un cordero después de que mi mujer haya desollado la carne con un cuchillo afilado.

Webster parecía cansado.

– Lo sé. Espero que sólo sea una ilusión óptica. Si no lo es…, bueno, no es necesario que explique lo que significa.

– Los aldeanos afirman que las mujeres que viven aquí son brujas.

Webster se quitó los guantes.

– Salgamos de aquí, a menos que haya algo más que creas que puedo decirte. Mi opinión es que averiguaré más cuando lo tenga sobre la mesa.

– Sólo una cosa. ¿Crees que la herida abdominal se produjo aquí o en algún otro lugar?

Webster recogió su maletín y se dirigió hacia la salida delante de Walsh.

– No me lo preguntes, George. De la única cosa que estoy seguro es de que estaba vivo cuando llegó aquí. Si precisamente ya estaba sangrando, no sabría decirlo -se detuvo en la puerta-. A menos que haya algo de verdad en esa teoría del congelador, desde luego. Entonces habría estado bien muerto.

Capítulo 4

Tres horas más tarde, después de que los restos se hubieran retirado cuidadosamente bajo la dirección del doctor Webster y una laboriosa investigación del interior de la casa del hielo revelara poco de importancia, aparte de un montón de helechos muertos en una esquina, la puerta fue sellada y Walsh y McLoughlin regresaron a Streech Grange. Phoebe les ofreció la biblioteca para que trabajasen en ella y, con una notable falta de curiosidad, los dejó con sus deliberaciones.

Un grupo de policías se quedó atrás para registrar a fondo la zona en un amplio círculo alrededor de la casa del hielo. En secreto, Walsh creyó que éste era trabajo perdido: si había pasado demasiado tiempo entre la llegada del cadáver y su descubrimiento, el área de alrededor no les diría nada. Sin embargo, el trabajo rutinario había aportado pruebas inverosímiles con anterioridad y ahora, varias muestras de la casa del hielo esperaban ser enviadas a los laboratorios forenses. Éstas incluían polvo de ladrillos, mechones de pelo, un poco de barro descolorido del suelo y lo que el doctor Webster había afirmado que eran los restos astillosos de un hueso de cordero que McLoughlin había encontrado entre las zarzas que crecían fuera de la puerta. Al joven policía Williams, ignorante aún de lo que había habido exactamente en la casa del hielo, se le convocó a la reunión de la biblioteca.

Encontró a Walsh y McLoughlin sentados uno al lado del otro detrás de un escritorio de caoba de enormes proporciones; las pruebas fotográficas, reveladas a toda velocidad, estaban extendidas en forma de abanico delante de ellos. Una antiquísima lámpara Anglepoise de pantalla verde era la única iluminación de la habitación, en la que oscurecía rápidamente. Cuando Williams entró, Walsh desvió la lámpara para atenuar la claridad del resplandor. Para el joven policía, ver las fotografías al revés y en la penumbra, fue una atormentada visión de los horrores que hasta ahora tan sólo había imaginado. Leyó su pequeña colección de declaraciones con un ojo clavado en la cara de McLoughlin, donde negros huecos parecían profundamente grabados al agua fuerte por las sombras. Jesús, pero si el cabrón parecía enfermo. Se preguntaba si los rumores que había oído eran ciertos.

– Todas sus declaraciones acerca de cómo se encontró el cadáver son coherentes, señor. No hay nada contradictorio ni sospechoso en esa dirección -informó, y de pronto pareció pagado de sí mismo-. Pero creo que tengo una pista en otra dirección.