– Bien -dijo McLoughlin bruscamente, rompiendo el silencio-, usted… -señaló con un dedo a Eddie Staines-. Va a escuchar cuatro verdades. No es que sea el ser más listo que se sostiene sobre dos patas, pero tiene que ser más listo que este tonto de aquí -frunció el ceño mirando hacia Barnes, luego levantó un dedo-. Número uno, Eddie. La señora Maybury no asesinó a sus padres. El coronel y la señora Gallagher murieron porque los frenos de su coche no funcionaban y los frenos no funcionaban porque Keith Chapel no revisó el coche como es debido. Si lo hubiera hecho, habría encontrado el tubo corroído del freno. ¿Entiendes?
– Sí, pero ¿quién lo corroyó? -preguntó triunfalmente Eddie-. Ésa es la cuestión.
– Lea el informe del juez de primera instancia -dijo cansado McLoughlin-. El coronel Gallagher llevó el coche a Keith Chapel precisamente porque había notado que los frenos iban flojos. Escribió una nota con ese fin y la nota, escrita con su letra, está en el expediente. Keith Chapel no hizo caso -levantó el segundo dedo-. Número dos. El señor David Maybury se fue de esta casa vivo hace diez años. Nadie lo mató. Se largó porque finalmente se había gastado todo el dinero de la señora Maybury y no le gustaba la idea de trabajar para vivir.
– ¿Y quién discute eso? Yo mismo vi a ese cabrón hace tres meses. En realidad, ahora está muerto -miró airadamente a Phoebe-. Una manera diabólica de vengarse, señora.
McLoughlin levantó el tercer dedo.
– Número tres, Eddie. Ese hombre no era David Maybury.
Parecía escéptico.
– ¿Ah, sí?
– Ah, sí. Era Keith Chapel; eso no admite discusión. Es una cuestión de hecho probado.
Hubo un largo silencio. Muy lentamente, el reconocimiento de la verdad se esbozó.
– ¡Demonios!, resulta que sí era él. Sabía que lo conocía. Pero ese inspector estaba seguro de que era Maybury, maldita sea.
– Las únicas personas que alguna vez están condenadamente seguras de algo son los idiotas y los políticos. Algunos dirán que son lo mismo -soltó Paddy.
Casi podían seguir los procesos mentales de Eddie en las contorsiones de su cara.
– Aun así, no veo que eso importe mucho. Volvemos al cuadro número uno. Si era Keith Chapel al que se cargó esta vez, entonces es evidente que se cargó a su viejo hace diez años. La única prueba por la cual usted pensó que no lo hizo era que yo creí que el viejo era él. ¿Me sigue?
– Le sigo -le dijo McLoughlin-. Pero todo este asunto huele mal. ¿No se le ocurrió que si esta vez era Maybury, entonces han estado maltratando a una mujer inocente durante diez años?
– Estaban los padres… -le interrumpió cuando su cerebro alcanzó a la boca-, sí, bueno, como digo, ahora volvemos al cuadro número uno.
– Todo menos eso. La señora Maybury no mató a Keith Chapel, Eddie. Usted lo hizo.
– ¡Y un cuerno!
– No fue asesinado. Murió de frío, inanición y abandono. Usted fue la última persona que lo vio vivo. Si le hubiera echado una mano, ahora no estaría muerto. Necesitaba ayuda y no se la ofreció.
– Ahora escuche usted, señor. ¿Está intentando culparme o qué? El inspector dijo en varias ocasiones que le apuñalaron las tripas.
Entre el Escila de Barnes y el Caribdis de Walsh, ¿era de extrañar, pensó McLoughlin, que Phoebe se hubiera retirado a su fortaleza? Sin lamentarlo, trató sin miramientos a Walsh y a sus treinta años en la policía.
– El inspector untó la mano a algunos y ascendió demasiado -dijo sin rodeos-. Pasa en la policía como pasa en todas partes. Le darán la jubilación anticipada como consecuencia de este lío y se lo quitarán de encima.
– ¡Vaya! -dijo Eddie, impresionado por tanta sinceridad en un policía.
– ¡Cretino! -murmuró Peter Barnes-. Te está enredando de mala manera.
McLoughlin hizo caso omiso.
– Número cuatro, Eddie -prosiguió-. Cuando tú y la escoria con la que te asocias venís aquí para atacar a homosexuales, no lo comprendéis bien. No viven homosexuales en Streech Grange. ¿Quién os dijo que los había?
– Es dominio público -Eddie parecía incómodo-. Las tres tortilleras. Las tres brujas. Siempre las llaman o lo uno o lo otro -lanzó una mirada rápida a Peter Barnes-. Yo… yo no me dedico a atacar homosexuales.
– Entiendo.
McLoughlin trasladó su atención hacia Barnes.
– O sea que es a usted a quien no le gustan los homosexuales -bostezó repentinamente y se frotó los ojos-. ¿Qué pasó? ¿Alguien lo intentó con usted en esa escuela a la que fue? -vio el súbito pellizco de las ventanillas de la nariz del joven y cómo su rostro pensativo se resquebrajaba al sonreír con una mueca-. No me diga que se lo pasó bien y que ahora está echando los bofes para demostrar que no lo hizo.
– Jodidos homosexuales -dijo bruscamente el muchacho-. Me dan asco -escupió a Phoebe-. Jodidas homosexuales. Deberían estar encerradas -un pozo de odio pareció desbordarse-. Las odio.
Algo maligno se despertó en las profundidades de los ojos oscuros de McLoughlin. Dio un paso relámpago hacia delante y le apretó la boca a Barnes con la mano, clavándole los dedos y el pulgar en las mejillas y obligando al joven a levantarse y a ponerse de puntillas.
– Creo que es excesivamente insultante -dijo el policía en voz baja-. Es usted un psicópata imbécil y a mí me parece que son las personas como usted las que deberían estar encerradas, no las personas como Oscar Wilde. La única contribución que alguna vez hará a la sociedad será negativa, cuando pasen sus prejuicios y su coeficiente intelectual, lamentablemente insuficiente, a la siguiente generación -levantó un poco más a Barnes-. Además, me pone muy furioso oír a alguien referirse a estas mujeres como pervertidas. ¿Me entiende?
Barnes intentó hablar, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. McLoughlin clavó sus dedos aún más y Barnes asintió vigorosamente.
– Bien -McLoughlin abrió la mano y lo empujó. Obsequió a Staines con una sonrisa amistosa-. Espero que vea adónde conduce todo esto, Eddie. Se dará cuenta de que le estoy dando el beneficio de la duda. Estoy suponiendo que sinceramente creía que estas personas eran culpables de algo.
La cara de buen humor de Eddie se contrajo en un gesto de concentración preocupada.
– Escuche, señor, sólo vine para que se hiciera justicia. Juro por Dios que a eso es todo a lo que vine -señaló con la mano a los otros jóvenes-. Eso es todo lo que vinimos a hacer. Nos avisaron de que la iban a perdonar otra vez. Lo de atacar a homosexuales, eso es cosa de Peter -dirigió una mirada tímida hacia Phoebe y Diana-. Dios, no tiene sentido de todos modos. Si no son lesbianas, ¿por qué lo admiten?
Diana miró al cielo.
– Sabe, a menudo me pregunto eso -se volvió hacia Phoebe-. Lo he olvidado, amiga, ¿por qué lo admitimos?
Phoebe dejó escapar su sonora risa.
– No seas tonta -miró a Eddie y levantó las manos en un gesto de desamparo-. Nunca hemos tenido otra elección. Casi nadie nos habla. Los que lo hacen, lo saben todo de nosotras. Los que no, suponen lo que quieren suponer. Usted ha dado por hecho que somos lesbianas -sus ojos se rieron dulcemente-. Excepto copulando desnudas junto al estanque del pueblo con una colección de hombres, no veo cómo podríamos demostrar eso. En todo caso, ¿habría tenido mejor opinión de nosotras si hubiese sabido que preferíamos a los hombres?
– Sí -dijo Staines con un guiño de aprobación-. Maldita sea, claro que sí. En realidad -añadió reflexivamente-, nada de esto explica lo que le pasó a su hombre. Si la única razón por la que se largó fue porque el dinero se había agotado, ¿por qué no le sacó del atolladero cuando leyó lo que le estaba pasando? Sólo era necesario una llamada telefónica a la policía.
Hubo un silencio embarazoso.