– ¿Lo reconoció?
– Quiere decir, ¿si sabía que era David cuando lo mató? No lo creo. Todo ocurrió demasiado deprisa. Desde luego lo reconoció después.
Hubo un largo silencio.
– Podrían haber avisado a la policía entonces -dijo por fin McLoughlin-. Con las pruebas de lo que había pasado la noche anterior, podía haber abogado defensa propia. La habrían absuelto sin ningún problema.
Anne se miró fijamente las manos.
– Lo habría hecho si lo hubiera sabido. Pero Jon no me telefoneó hasta al cabo de quince días -se llevó las manos a los ojos para tapar las horripilantes fotografías-. Phoebe no recuerda absolutamente nada de ese período de dos semanas. Lo único que tuvo el buen sentido común de hacer fue empujar el cadáver de David escaleras abajo para meterlo en la bodega y cerrar la puerta con pestillo. Los niños nunca lo han sabido. Jon sólo me telefoneó porque durante dos semanas Phoebe los habían tenido encerrados en su dormitorio, viviendo y sometidos a una dieta de comida en latas que había rescatado de la despensa. Jon cogió la llave de la habitación mientras dormía, salió y estuvo marcando mi número hasta que contesté -las lágrimas inundaron sus ojos, derramándose de sus párpados cansados al recordar-. Sólo tenía once años, apenas era más que un niño en realidad, y dijo que hacía lo que podía, pero que creía que Jane y mamá necesitaban a una persona adecuada que cuidara de ellos -se enjugó bruscamente las lágrimas de los ojos-. ¡Oh Dios!, lo siento. Lloro cada vez que pienso en ello. Debió estar tan asustado… Vine enseguida.
De pronto, pareció muy cansada.
– No podía acudir a la policía de ningún modo, McLoughlin. Había perdido la cabeza y Jon y Jane apenas hablaban. Creí que Phoebe había destrozado la casa ella misma después de haber matado a David. No había manera de demostrar qué había sucedido primero. Y si yo pensé eso, ¿a qué maldita conclusión habría llegado Walsh? Fue una pesadilla. Lo único que se me ocurrió hacer fue tener en cuenta a los niños ante todo, porque eso es lo que el padre de Phoebe me pidió cuando me otorgó su confianza. Y tenerlos en cuenta ante todo, decidí, significaba conseguir que no internaran a su madre en un hospital penitenciario -suspiró-. Así pues, durante unos días, compré pequeñas cantidades de piedra gris en las tiendas de bricolaje de todo el sur de Hampshire. Tenía que encajarlas en el coche de Phoebe. No me atreví a que nadie las trajera aquí. Luego me encerré en la bodega y enladrillé aquella cosa repugnante que había sido David una vez detrás de una falsa pared -concluyó, bromeando con displicencia-. Todavía está ahí. La pared nunca se ha tocado. Diana bajó y lo comprobó después de que Fred encontrara a ése en la casa del hielo. Teníamos tanto miedo de que, de algún modo, hubiese salido.
– ¿Lo sabe Fred?
– No. Sólo Diana, Phoebe y yo.
– ¿Y Phoebe sabe lo que hizo?
– Oh, sí. Costó bastante, pero lo recordó todo al final. Quería confesar hace unos cuatro años, pero la persuadimos para que no lo hiciera. Jane, cuando tenía catorce años, había adelgazado y pesaba unos veintiocho kilos. Diana y yo dijimos que su tranquilidad de ánimo era más importante que la de Phoebe -volvió a respirar profundamente-. Significaba que nunca podríamos vender Grange, por supuesto. La ley de la indefectible mala voluntad de los objetos inanimados predice que cualquiera que la compre querrá arrancar las tripas fuera de la bodega para construir un jacuzzi -sonrió débilmente-. A veces ha sido bastante insoportable. Pero cuando ahora miro a los tres, sé que valió la pena -sus ojos húmedos imploraban una tranquilidad que nunca podría expresar con palabras.
McLoughlin le cogió la mano.
– ¿Qué puedo decir, mujer? Excepto que la próxima vez que le diga cómo debe dirigir su vida, me recuerde que usted lo sabe mejor -jugó con sus dedos, estirándoselos-. Podría utilizar las fotografías de la casa para destruir a Walsh y a Barnes por lo que le han hecho a Phoebe.
– No -dijo inmediatamente-. Nadie sabe que existen, excepto usted y yo. Phoebe y Diana no lo saben. Dejémoslas donde están. Ya veo la muerte demasiado a menudo en mis pesadillas tal como está ahora. De todos modos, Phoebe no lo querría. Walsh tenía razón. Ella mató a David.
McLoughlin asintió y apartó la mirada. Pasó un rato antes de que hablara.
– Mi mujer volvió esta noche.
Anne se obligó a sí misma a sonreír.
– ¿Está contento?
– En realidad sí, lo estoy.
Con tacto, intentó sacar la mano de la suya, pero él no la dejó.
– Entonces, me alegro por usted. Cree que funcionará esta vez, ¿no?
– Oh, sí. Le estoy dando vueltas a la idea de dejar la policía. ¿Usted qué cree?
– Hará que las cosas sean más fáciles en casa. El índice de divorcio entre los policías es fenomenal.
– Olvídese del sentido práctico. Aconséjeme, hágalo por mí.
– No puedo -dijo-. Es algo que tendrá que decidir usted mismo. Todo lo que puedo decirle es que, cualquiera que sea la decisión que tome, asegúrese de que sea una que puede aceptar -lo miró tímidamente-. Antes estaba equivocada, sabe. Creo que seguramente hizo bien en hacerse policía y creo que la policía sería más deficiente sin usted.
McLoughlin asintió.
– ¿Y usted? ¿Qué hará ahora?
Anne sonrió radiante.
– Oh, lo de siempre. Asaltar unas cuantas ciudadelas, seducir a uno o dos escultores.
McLoughlin sonrió burlonamente.
– Bueno, antes de hacer eso, ¿me echará una mano en la bodega una noche? Creo que ya es hora de que esa pared se derrumbe y de que David Maybury se vaya de esta casa para siempre. No se preocupe. No será desagradable. Después de nueve años, quedará muy poco y esta vez nos libraremos debidamente de él.
– ¿No sería mejor dejarlo?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque, Cattrell, si Phoebe no se libra de él, usted y Diana estarán atadas a esta casa para siempre.
Anne dirigió su mirada hacia la íntima oscuridad, más allá de él. Qué poco entendía. Ahora siempre estarían atadas. Había pasado demasiado tiempo. Habían perdido la confianza para empezar de nuevo.
McLoughlin le apretó los dedos una última vez y se levantó.
– Entonces, será mejor que me vaya a la cama.
Anne asintió, sus ojos brillaban más de lo normal.
– Adiós, McLoughlin. Le deseo suerte, de veras.
Él se rascó la mejilla.
– ¿Supongo que no podría dejarme una almohada? ¿Y quizás un cepillo de dientes?
– ¿Para qué?
– No tengo dónde dormir, mujer. Se lo dije, mi esposa regresó. Maldito sea si voy a pasar siete años más con alguien cuyo color preferido es el beige. Me fui -observó cómo Anne sonreía-. Pensé que podría juntarme con una amiga esta vez.
– ¿Qué clase de amiga?
– Oh, no sé. ¿Qué tal una cínica y egoísta intelectual esnob, incapaz de mantener relaciones, que no se conforma y es un estorbo para la gente?
Anne se rió en silencio.
– Todo eso es cierto.
– Por supuesto que lo es -dijo McLouglin-. Tenemos mucho en común. Tampoco es una mala descripción de mí.
– Odiaría vivir aquí.
– Tanto como usted, seguramente. ¿Qué tal le parece Glasgow?
– ¿Y qué haríamos allí?
– Explorar, Cattrell, explorar.
Los ojos de Anne bailaron.
– ¿Va a aceptar un no por respuesta, McLoughlin?
– No.
– Bueno, y entonces, ¿a qué demonios está esperando?
Minette Walters
Nació el 29 de Septiembre de 1949. Hija de un militar, muerto cuando tenia trece años, pudo ir a la Universidad gracias a la asistencia social Británica y eso no lo olvida, le presta mucha atención a la realidad social, le preocupan los débiles, los jóvenes sin instrucción, las verdaderas victimas del crimen. Walters, una señora menuda, enérgica, de sonrisa contagiosa, visitó durante años las cárceles de menores.