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– La tiene, ¿no es así?

– Sí, señor. Apuesto a que el señor y la señora Phillips estuvieron en la cárcel antes de venir a trabajar aquí -consultó su claro y diminuto manuscrito-. La señora Phillips se comportó de un modo muy extraño, no contestaba ninguna de mis preguntas, me acusaba continuamente de intimidarla, lo cual no era cierto, y decía: «Eso lo sé yo y usted debe intentar descubrirlo». Cuando le dije que tendría que comentarlo con la señora Maybury, la maldita casi me corta la cabeza.

«No vaya a preocupar a la señora -dijo-, Fred y yo hemos conservado limpias nuestras narices desde que estamos fuera y eso es todo lo que usted necesita saber.»

Williams alzó la mirada triunfalmente. Walsh apuntó algo en un trozo de papel.

– Muy bien, policía, examinaremos esta cuestión.

McLoughlin vio la desilusión del muchacho y él mismo se conmovió.

– Buen trabajo, Williams -murmuró-. Creo que deberíamos proveernos de bocadillos, señor. Nadie ha comido nada desde mediodía -recordó el líquido que había desperdiciado en las zarzas. Habría dado su brazo derecho por una cerveza-. Hay un pub al pie de la cuesta. ¿Podría Gavin ir a buscar algo preparado para los muchachos?

Malhumoradamente, Walsh sacó dos billetes de diez libras del bolsillo de su americana.

– Bocadillos -pidió-. Nada demasiado caro. Tráiganos un par y lleve el resto a la casa del hielo. Puede quedarse allí y ayudar en la búsqueda -miró por detrás de él al otro lado de la ventana-. Tienen las lámparas de arco voltaico. Dígales que continúen hasta que puedan. Nosotros iremos más tarde. Y no se olvide del cambio.

– Señor.

Williams salió corriendo antes de que el inspector cambiara de opinión.

– No estaría tan condenadamente ansioso de ir si hubiese visto lo que hay allí -observó Walsh mordazmente, señalando las fotografías con un dedo flaco-. Me pregunto si tendrá razón acerca de la pareja Phillips. ¿Acaso le suena el nombre?

– No.

– Tampoco a mí. Echemos un vistazo a lo que tenemos -sacó la pipa y llenó la cavidad de tabaco distraídamente. En voz alta, examinó los hechos que tenían con exactitud, apurándolos como si fueran huesos de pollo.

McLoughlin escuchaba pero no oía. Le dolía la cabeza, donde un vaso sanguíneo, obstruido y gordo, amenazaba explotar. Su zumbido le ensordecía.

Cogió un lápiz del escritorio y lo puso en equilibrio entre sus dedos. Las puntas temblaron violentamente y lo dejó caer ruidosamente. Se obligó a sí mismo a concentrarse.

– ¿Así que por dónde empezamos, Andy?

– La casa del hielo y quienes sabían que estaba ahí. Tiene que ser la clave -separó una foto de entre las fotografías que había sobre el escritorio y la sostuvo bajo la luz de la lámpara con sus dedos temblorosos-. Parece una colina -dijo entre dientes-. ¿Cómo podría haber sabido un desconocido que estaba hueca?

Walsh sujetó la pipa entre los dientes y la encendió. No contestó, pero cogió la fotografía y la estudió atentamente, fumando durante uno o dos minutos en silencio.

Impasiblemente, McLoughlin miró las fotografías del cadáver.

– ¿Se trata de Maybury?

– Demasiado pronto para decirlo. Webster ha ido a examinar otra vez los informes médicos y dentales. Es una mierda que no podamos comparar las huellas dactilares. No pudimos encontrar ninguna en la casa cuando desapareció. No estoy diciendo que obtendríamos huellas iguales. Las dos manos de ahí fuera estaban hechas trizas -apretó el tabaco encendido con la punta del pulgar-. David Maybury tenía una característica muy distintiva -continuó tras un instante-. Le faltaban los dos últimos dedos de su mano izquierda. Los perdió a consecuencia de un disparo accidental.

McLoughlin sintió los primeros aleteos del interés despertado.

– Así pues, es él.

– Podría ser.

– Ese cadáver no ha estado ahí diez años, señor. El doctor Webster hablaba de meses.

– Quizá, quizá. Reservo mi opinión hasta después de haber visto el informe de la autopsia.

– ¿Cómo era? La señora Goode le llamó cabrón empedernido.

– Yo diría que ésa es una valoración justa. Puede leer lo que hay escrito sobre él. Todo está en el expediente. Hice que un psicólogo examinara las pruebas que tomamos de la gente que lo conocía. Su dictamen extraoficial, teniendo en cuenta que nunca conoció al hombre, fue que Maybury mostraba tendencias psicopáticas acentuadas, especialmente cuando estaba borracho. Tenía la costumbre de pegar a la gente, tanto mujeres como hombres -Walsh echó una bocanada de humo por la comisura de los labios y miró a su subordinado-. Se promocionaba a sí mismo. Encontramos por lo menos tres putitas que le guardaban una cama caliente en Londres.

– ¿Ella lo sabía? -hizo un gesto hacia el vestíbulo.

Walsh se encogió de hombros.

– Afirmó que no.

– ¿Le pegaba?

– Sin duda alguna lo creería, sólo que ella lo negó. Tenía un morado del tamaño de un balón de fútbol en la cara cuando informó de su desaparición y descubrimos que en dos ocasiones fue ingresada en el hospital cuando él vivía, en una de ellas con una muñeca rota y en la otra con golpes en las costillas y la clavícula rota. Les dijo a los médicos que era propensa a los accidentes -soltó una risa discordante-. No la creyeron más que yo. La utilizaba como un saco de arena cada vez que estaba borracho.

– ¿Y por qué no lo dejó? ¿O acaso disfrutaba con tales atenciones?

Walsh le examinó seriamente un instante. Empezó a decir algo, entonces cambió de opinión.

– Streech Grange ha pertenecido a la familia de ella durante años. Él vivió aquí por su tolerancia y utilizó su capital para dirigir un pequeño negocio vinícola en casa. Probablemente, la mayoría de las existencias todavía están aquí si ella no se las ha bebido o las ha vendido. No, no se marcharía. En realidad, no puedo imaginar posibles circunstancias, ni siquiera el fuego, que le hicieran abandonar su preciosa Streech Grange. Es una lady dura de pelar.

– Y supongo que como él vivía a cuerpo de rey, tampoco se iría.

– Así es, más o menos.

– De manera que se libró de él.

Walsh asintió con la cabeza.

– Pero no se pudo demostrar.

– No.

El rostro desolado de McLoughlin se resquebrajó dejando paso a la apariencia de una mueca.

– Debió haber salido con una endemoniada historia.

– De hecho, la maldita historia era muy mala. Nos dijo que se fue una noche y nunca más regresó -quitó una gota de alquitrán y saliva de la punta de su pipa, frotándola con la manga-. Pasaron tres días antes de que informara de que había desaparecido y solamente lo hizo porque la gente empezó a preguntar dónde estaba. En ese tiempo, empaquetó toda su ropa y la envió a algún centro benéfico cuyo nombre no recordaba, quemó todas sus fotos y repasó toda esta casa con el aspirador y un paño empapado de lejía para quitar cualquier rastro último de él. En otras palabras, se comportó exactamente como alguien que acabara de asesinar a su marido e intentara deshacerse de las pruebas. Salvamos algunos cabellos que ella se dejó en un cepillo, un pasaporte en curso, una foto que pasó por alto en el fondo del cajón de un escritorio y una antigua tarjeta de donante de sangre. Y eso fue todo. Pusimos patas arriba esta casa y el jardín, llamamos a un forense para que hiciera una búsqueda microscópica y fue una pérdida de tiempo. Recorrimos el campo buscándolo, enseñamos su foto en todos los puertos y aeropuertos por si, de alguna manera, había conseguido pasar sin pasaporte, alertamos a la Interpol para que lo buscase en el continente, dragamos ríos y lagos, dejamos su foto en manos de los periódicos nacionales. Nada. Sencillamente, se esfumó en el etéreo aire.

– ¿Y cómo explicó el morado en la cara?

El inspector se rió entre dientes.