– Una puerta. ¿Qué más? Intenté ayudarla, le propuse declarar que había matado a su marido en defensa propia. Pero no, él nunca la tocó -negó con la cabeza, recordando-. Una mujer extraordinaria. Nunca se facilitó las cosas. Podría haber inventado una buena cantidad de historias para convencernos de que él había planeado su desaparición, por ejemplo problemas de dinero, para empezar. La dejó casi sin un penique. Pero hizo lo contrario: continuó repitiendo impasiblemente que, una noche y sin ningún motivo, simplemente salió y nunca volvió. Sólo los muertos desaparecen de forma tan absoluta como ésa.
– Inteligente -concedió McLoughlin a disgusto-. Lo puso así de sencillo, no le dejó ningún resquicio. ¿Y por qué no la acusó? Se han intentado procesamientos sin cadáveres anteriormente.
Los recuerdos de diez años atrás se desbordaron poniendo a prueba la paciencia de Walsh.
– No pudimos reunir argumentos -dijo con brusquedad-. No había la menor prueba para poner en duda su maldito y estúpido relato de que, de pronto, él se fue. Necesitábamos el cadáver. Cavamos la mitad de Hampshire buscando al condenado -se quedó callado durante un instante, luego golpeó ligeramente la fotografía de la casa del hielo que estaba sobre el escritorio delante de él-. Usted tenía razón sobre esto.
– ¿En qué sentido?
– Es la clave. Buscamos en los jardines de Streech de un extremo a otro hace diez años y ninguno de nosotros miró aquí dentro. Nunca en mi vida había visto una casa del hielo, nunca había oído hablar de tal cosa. Así que por supuesto no sabía que la maldita colina estaba hueca. ¿Cómo diablos podía saberlo? Nadie me lo dijo. Recuerdo haber estado de pie sobre ella para orientarme en un momento dado. Incluso recuerdo haberle dicho a uno de los míos que cavara profundamente en esas zarzas. Era como una jungla -limpió la boquilla de la pipa con la manga otra vez antes de volvérsela a poner en la boca. El alquitrán seco se entrecruzó en el tejido como si fueran hilillos negros-. Apostaría el dinero que quisiera, Andy, a que el cadáver de Maybury estuvo ahí todo el tiempo.
Llamaron a la puerta y Phoebe entró con una bandeja de bocadillos.
– El policía Williams me dijo que tenían hambre, inspector. Le pedí a Molly que preparara esto para ustedes.
– Vaya, gracias, señora Maybury. Venga y siéntese. Phoebe puso la bandeja de bocadillos sobre el escritorio, entonces se sentó en un sillón de piel un poco inclinada hacia un lado. La lámpara del escritorio daba una fuente de luz que abrazaba las tres figuras en reacia intimidad. El humo de la pipa de Walsh estaba suspendido por encima de ellos, flotando en el aire como zarcillos rizados de cirros. Durante un prolongado instante, hubo silencio absoluto, antes de que el mecanismo del carillón de un reloj de caja zumbase al accionarse y diese la hora, las nueve en punto.
Walsh, como si hubiese esperado a una señal convenida, se inclinó y se dirigió a la mujer.
– ¿Por qué no nos habló de la casa del hielo hace diez años, señora Maybury?
Por un momento, creyó que parecía sorprendida, e incluso un poco aliviada, entonces la expresión se desvaneció. Después, no pudo estar seguro de haber visto tal sorpresa.
– No comprendo -dijo.
El inspector Walsh hizo un gesto a McLoughlin para que encendiera la luz del techo. La lámpara apagada y disfrazada engañaba cuando quería ver cada matiz del rostro extraordinariamente impasible.
– Es bastante sencillo -murmuró, después de que McLoughlin hubiese inundado la habitación con la brillante luz blanca-, durante nuestra búsqueda de su marido, nunca miramos en la casa del hielo. No sabíamos que estaba ahí -la observó reflexivamente-. Y usted no nos lo dijo.
– No recuerdo -respondió simplemente-. Si no se lo dije, fue porque no pensé en ella. ¿No la encontraron ustedes mismos?
– No.
Se encogió levemente de hombros.
– ¿De verdad importa, inspector, después de todo este tiempo?
Él no hizo caso de la pregunta.
– ¿Recuerda cuándo fue la última vez que se utilizó la casa del hielo antes de la desaparición de su marido?
Apoyó la cabeza cansadamente contra el respaldo del sillón, su cabello rojo se extendía en torno de su cara pálida. Detrás de las gafas, sus ojos parecían enormes. Walsh sabía que tenía más de treinta años, no obstante parecía más joven que su propia hija. Sintió cómo McLoughlin se movía en la silla a su lado como si su fragilidad le hubiese emocionado de alguna manera. «Maldita mujer», pensó con irritación, recordando las emociones que una vez había provocado en él. Aquella apariencia de vulnerabilidad era una fina capa de la aguda mente que se escondía debajo.
– Tendrá que dejarme pensar en ello -dijo-. De momento, sinceramente, no recuerdo si la usamos alguna vez cuando David estaba vivo. No tengo ningún recuerdo de ello -se detuvo brevemente-. Sí recuerdo que mi padre la utilizó como cámara oscura un invierno cuando yo estaba aquí durante las vacaciones del colegio. No lo continuó haciendo durante mucho tiempo -sonrió-. Dijo que era una maldita lata caminar con dificultad hasta allí con el frío que hacía -dejó escapar una risa en voz baja como si los recuerdos de su padre la hicieran feliz-. En vez de ello, llevaba los carretes a un profesional de Silverbone. Mi madre dijo que lo hacía porque así disfrutaba culpando a otra persona cuando las fotografías eran decepcionantes… y a menudo lo eran. No era muy buen fotógrafo -miró fijamente al inspector-. No recuerdo que se utilizara después de aquello, no hasta que decidimos amontonar los ladrillos allí dentro. Es posible que los niños lo sepan. Supongo que se lo podría preguntar.
Walsh recordó a sus hijos, un chico larguirucho de diez años, que llegó a casa procedente del internado en medio de la investigación, sus ojos del mismo azul claro que los de su madre, y una hija de ocho, con una mata de rizado cabello oscuro. La habían protegido, recordaba, con la misma ferocidad que sus dos amigas habían mostrado antes en el salón.
– Jonathan y Jane -dijo-. ¿Todavía viven en casa, señora Maybury?
– No exactamente. Jonathan tiene un piso alquilado en Londres. Estudia medicina en Guy. Jane está estudiando políticas y filosofía en Oxford. Pasan algún fín de semana y las vacaciones aquí. Eso es todo.
– Hacen bien. Debe estar contenta -pensó agriamente en su propia hija que se había quedado embarazada a los dieciséis años y que ahora, a los veinticinco, estaba divorciada con cuatro hijos y no tenía ilusión alguna salvo una vida en un pobretón piso municipal. Consultó sus notas-. Parece haber adquirido una profesión desde la última vez que la vi, señora Maybury. El policía Williams dice que se dedica a la jardinería al por mayor.
Phoebe pareció desconcertada por el cambio de dirección.
– Fred me ha ayudado a construir un pequeño vivero de pelargonium -habló con cautela-. Nos especializamos en variedades de hiedra.
– ¿Quién las compra?
– Tenemos dos clientes principales en este país, uno es una cadena de supermercados y el otro un distribuidor de material de jardinería en Devon y Cornwall. También hemos tenido algunos pedidos de volumen de Estados Unidos que enviamos por avión -sospechaba enormemente de él-. ¿Por qué lo quiere saber?
– Por ninguna razón concreta -le aseguró Walsh. Chupó ruidosamente su pipa-. Supongo que tendrá muchos clientes del pueblo.
– Ninguno -contestó secamente-. No vendemos directamente al público y, de todos modos, no vendrían aquí si lo hiciéramos.
– No la quieren mucho en Streech, ¿no es cierto, señora Maybury?
– Eso parece, inspector.
– Trabajaba de recepcionista en el consultorio del médico hace diez años. ¿No le gustaba ese trabajo?
Un resquicio de diversión levantó las comisuras de sus labios.
– Me pidieron que me fuera. Los pacientes se sentían incómodos con una asesina.
– ¿Sabía su marido que existía la casa del hielo? -le disparó la pregunta súbitamente, desconcertándola.