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Su siguiente sueño fue muy desagradable. Una de sus hijas había dado a luz un hijo deforme en un hospital. Al despertarse, el anciano no pudo recordar de qué clase de deformidad se trataba. Probablemente no quería recordarlo. En cualquier caso, era espantoso. El niño fue apartado inmediatamente de la madre. Se hallaba tras una cortina blanca en la sala de maternidad, y ella se dirigió allí y empezó a cortarlo en pedazos, disponiéndose a tirarlos en algún lugar. El médico, un amigo de Eguchi, estaba junto a ella, vestido de blanco. Eguchi también se encontraba a su lado. Ahora se despertó completamente, gimiendo ante aquel horror. El terciopelo carmesí de las cuatro paredes le sobresaltó tanto que se cubrió el rostro con las manos y se frotó la frente. Había sido una pesadilla horrible. No podía haber un monstruo oculto en la medicina para dormir. ¿Sería que, habiendo venido en busca de un placer deforme, había tenido un sueño deforme? No sabía con cuál de sus tres hijas había soñado, y no trató de averiguarlo. Las tres habían dado a luz niños completamente normales.

Eguchi hubiera querido irse, de haber sido posible. Pero tomó la otra píldora para caer en un sueño más profundo. El agua fría pasó por su garganta. La muchacha seguía dándole la espalda. Pensando que podría -no era imposible- dar a luz niños feos y retrasados, colocó la mano en la parte redondeada de su hombro.

– Mira hacia aquí.

Como respondiéndole, la muchacha dio media vuelta. Una de sus manos cayó sobre el pecho de Eguchi. Una pierna se acercó a él, como temblando de frío. Una muchacha tan cálida no podía tener frío. De su boca o de su nariz, no estaba seguro, brotó una voz débil.

– ¿Tú también tienes una pesadilla? -preguntó.

Pero el viejo Eguchi no tardó en sumirse en las profundidades del sueño.

2

El viejo Eguchi no había pensado volver a la «casa de las bellas durmientes». Durante aquella primera noche pensó que no le gustaría visitarla de nuevo, y seguía opinando lo mismo cuando se marchó por la mañana.

Unos quince días después recibió una llamada telefónica preguntándole si le gustaría hacer una visita aquella noche. La voz parecía ser de la mujer de cuarenta y cinco años. Por el teléfono sonaba todavía más como un murmullo glacial desde un lugar silencioso.

– Si sale de casa ahora, ¿cuándo puedo esperarle?

– Algo después de las nueve, me imagino.

– Sería demasiado temprano. La joven aún no está aquí, y aunque así fuera, no estaría dormida.

Sorprendido, Eguchi no contestó.

– Creo que la tendré dormida alrededor de las once. Le esperaré a partir de esa hora.

La voz de la mujer era lenta y sosegada, pero el corazón de Eguchi estaba desbocado.

– Hacia las once, entonces -dijo con la garganta seca.

¿Qué importa que esté dormida o no?, podría haber dicho, no en serio, sino medio en broma. Le gustaría verla antes de que se durmiera, podría haber dicho. Pero por alguna razón las palabras se le ahogaron en la garganta. Habría desafiado la regla secreta de la casa. Precisamente por ser una regla tan extraña, tenía que ser observada del modo más estricto. Una vez transgredida, la casa no sería más que un burdel ordinario. Las tristes peticiones de los ancianos, la seducción, todo desaparecería. El propio Eguchi estaba asombrado ante el hecho de haber contenido tan súbitamente el aliento cuando le dijeron que a las nueve era demasiado temprano, que la muchacha no estaría dormida, que la mujer la tendría dormida a las once. ¿Podría llamarse aquello la sorpresa de ser alejado de repente del mundo cotidiano? Porque la muchacha estaría dormida y era seguro que no se despertaría.

¿Obraba con excesiva rapidez o con excesiva lentitud volviendo al cabo de quince días a una casa que no pensaba volver a visitar? En cualquier caso, no había resistido la tentación por fuerza de voluntad. No tenía intención de entregarse una vez más a esa especie de frivolidad senil, y de hecho no era tan senil como los otros hombres que visitaban el lugar. Y sin embargo, aquella primera visita no le había dejado malos recuerdos. La sensación de culpa existía; pero sentía que no había pasado en sus sesenta y siete años una noche tan limpia. Sintió lo mismo cuando se despertó aquella mañana. Al parecer el sedante había funcionado, y durmió hasta las ocho, más tarde de lo habitual. Ninguna parte de su cuerpo tocaba a la muchacha. Fue un despertar dulce e infantil junto al calor joven y la suave fragancia de ella.

La muchacha yacía con el rostro vuelto hacia él, la cabeza ligeramente adelantada y los pechos hacia atrás, y en la sombra de su mandíbula había una línea apenas perceptible a través del cuello fresco y esbelto. Sus largos cabellos estaban extendidos sobre la almohada, detrás de la cabeza. Contemplando sus labios cerrados y después sus pestañas y cejas, él no dudó que era virgen. Estaba demasiado cerca para que sus ojos cansados distinguieran los pelos individuales de las pestañas y las cejas. La piel, cuyo vello no podía ver, despedía un tenue resplandor. No había una sola peca en el rostro y el cuello. Ya había olvidado la pesadilla, y le recorrió una oleada de afecto por la muchacha y también la sensación infantil de que era amado por ella. Buscó uno de sus pechos y lo sostuvo en la mano, suavemente. En el tacto había el extraño aleteo de algo, como si éste fuera el pecho de la propia madre de Eguchi antes de concebirle. Retiró la mano, pero la sensación se trasladó de su pecho a los hombros.

Oyó abrirse la puerta de la habitación contigua.

– ¿Está despierto? -preguntó la mujer de la casa-. El desayuno le espera.

– Sí -repuso apresuradamente Eguchi.

Él sol matutino se filtraba por los postigos y brillaba con fuerza en las cortinas de terciopelo. Pero la luz de la mañana no se mezclaba con la luz suave del techo.

– ¿Se lo traigo, entonces?

– Sí.

Al levantarse, Eguchi tocó con suavidad el cabello de la muchacha.

Sabía que la mujer quería alejar al cliente antes de que la muchacha se despertara, pero se mostró tranquila mientras le servía el desayuno. ¿Hasta cuándo dormiría la muchacha? Pero no era conveniente hacer preguntas innecesarias.

– Una muchacha muy bonita -dijo con indiferencia.

– Sí. ¿Y tuvo usted sueños agradables?

– Me ha traído sueños muy agradables.

– El viento y las olas se han calmado -la mujer cambió de tema-. Será lo que llaman un veranillo de San Martín.

Y ahora, al venir por segunda vez en quince días, Eguchi no sentía tanto la curiosidad de la primera visita como cierta reticencia e inquietud; pero la excitación era más fuerte. La impaciencia de la espera desde las nueve a las once había provocado una especie de embriaguez.

La misma mujer le abrió el portal. La misma reproducción pendía en la alcoba. El té volvió a ser bueno. Estaba más nervioso que en la visita anterior, pero consiguió portarse como un cliente antiguo y experimentado.

– Este lugar es tan cálido -observó, mirando el cuadro del pueblo de montaña con las hojas otoñales-, que me imagino que las hojas de los arces se marchitan sin llegar a ser rojas. Pero como la otra vez era oscuro, no pude ver bien su jardín.

Era una forma improbable de entablar conversación.

– Lo ignoro -dijo la mujer con indiferencia-. Ha refrescado mucho. He puesto una manta eléctrica, doble, con dos interruptores. Puede ajustar su lado como guste.

– Nunca he dormido con una manta eléctrica.

– Si quiere puede desconectar su lado, pero debo rogarle que deje encendido el de la muchacha.

Porque estaba desnuda, como sabía el anciano.

– Es una idea interesante, una manta que dos personas pueden graduar a su comodidad.

– Es americana. Pero le ruego que no sea difícil y desconecte el lado de la muchacha. Usted comprende, estoy segura, que no se despertará aunque tenga mucho frío.

Él no contestó.

– Tiene más experiencia que la anterior.

– ¿Qué?

– Además, es muy bonita. Sé que usted no hará nada malo, por lo que no sería justo que no fuese bonita.

– ¿No es la misma?

– No. ¿Acaso no le parece mejor tener esta noche una diferente?

– No soy promiscuo hasta este punto.

– ¿Promiscuo? Pero, ¿qué tiene que ver esto con la promiscuidad?