El familiar modo de hablar de la mujer parecía ocultar una débil sonrisa burlona.
– Ninguno de mis huéspedes hace cosas promiscuas. Todos tienen la amabilidad de ser caballeros dignos de confianza.
La mujer no le miró mientras hablaba sin abrir casi los labios. La nota de burla irritó a Eguchi, pero no se le ocurrió nada que decir. ¿Qué era ella, al fin y al cabo, sino una alcahueta fría y avezada?
– Usted podrá considerarlo promiscuo, pero la muchacha está dormida y ni siquiera sabe con quién ha dormido. Tanto la del otro día como la de esta noche no sabrán nada de usted, y hablar de promiscuidad es un poco…
– Comprendo. No es una relación humana.
– ¿Qué quiere decir?
Sería extraño explicar, ahora que había venido a la casa, que para un anciano que ya no era un hombre, estar en compañía de una muchacha que dormía en un sueño provocado «no era una relación humana».
– ¿Y qué hay de malo en ser promiscuo? -con la voz extrañamente joven, la mujer rió como para consolar a un anciano-. Si le gusta tanto la otra chica, puedo reservársela para la próxima vez que venga; pero después admitirá que ésta es mejor.
– ¿Ah, sí? ¿A qué se refiere al decir que tiene más experiencia? A fin de cuentas, está profundamente dormida.
– Sí.
La mujer se levantó, abrió la puerta de la habitación contigua, miró hacia dentro y puso la llave frente a Eguchi.
– Espero que duerma bien.
Eguchi vertió agua caliente en la tetera y tomó una pausada taza de té. Por lo menos su intención fue ser pausado, pero su mano temblaba. No se debía a su edad, murmuró. Aún no era un huésped digno de confianza. ¿Qué ocurriría si, para vengar a todos los ancianos burlados e insultados que venían aquí, violaba la regla de la casa? ¿Acaso no sería un modo más humano de hacer compañía a la muchacha? Ignoraba hasta qué punto había sido drogada, pero probablemente sería capaz de despertarla con su violencia. Esto fue lo que pensó, pero su corazón no aceptó el reto.
La repelente senilidad de los tristes hombres que venían a esta casa no estaba a muchos años de distancia del propio Eguchi. La inconmensurable extensión del sexo, su insondable profundidad -¿qué parte de ella había conocido Eguchi en sus sesenta y siete años?-. Y en torno a aquellos ancianos nacía constantemente carne nueva, carne hermosa, carne joven. ¿Acaso la nostalgia de los tristes ancianos por el sueño inacabado, su pesar por los días perdidos sin haberlos tenido jamás, no estarían ocultos en el secreto de esta casa? Eguchi pensaba antes que las muchachas que no se despertaban eran una perpetua libertad para los ancianos. Dormidas y mudas, decían lo que los ancianos deseaban.
Se levantó y abrió la puerta de la habitación contigua, y en seguida le envolvió el olor cálido. Sonrió. ¿Por qué había vacilado? La muchacha yacía con ambas manos sobre la colcha. Sus uñas eran rosadas. Su lápiz labial era de un rojo vivo. Yacía boca arriba.
«Conque tiene experiencia, ¿eh?», murmuró al acercarse. Las mejillas estaban ruborizadas por el calor de la manta, en realidad todo su rostro estaba ruborizado. El perfume era intenso. Las mejillas y los párpados, redondeados. La garganta era tan blanca que reflejaba el carmesí de las cortinas de terciopelo. Los ojos cerrados parecían decirle que tenía ante sí a una joven hechicera dormida. Mientras se desnudaba, de espaldas a ella, el cálido perfume le envolvió. La habitación estaba impregnada de él.
No parecía probable que el viejo Eguchi pudiera ser tan reticente como lo fuera con la otra muchacha. Ésta era una joven que, tanto dormida como despierta, incitaba al hombre, con tanta fuerza que si ahora Eguchi violaba la regla de la casa, sólo ella tendría la culpa del delito. Se tendió con los ojos cerrados, como para saborear el placer que vendría después, y sintió que un calor joven invadía su interior. La mujer había hablado bien cuando dijo que ésta era mejor; pero la casa se antojaba tanto más extraña por haber encontrado una muchacha semejante. Yacía envuelto en su perfume, considerándola demasiado valiosa para ser tocada. Aunque no entendía mucho de perfumes, éste parecía ser la fragancia de la propia joven. No podía haber una felicidad mayor que sumirse así en la dulzura del sueño. Quería hacer exactamente esto. Se deslizó suavemente hacia ella. Y a modo de respuesta, ella se le acercó con delicadeza, extendiendo los brazos bajo la manta como si fuera a abrazarle.
– ¿Estás despierta? -preguntó él, apartándose y sacudiéndole la mandíbula-. ¿Estás despierta?
Aumentó la presión de la mano. Ella se puso boca abajo como si quisiera rehuirla, y al hacerlo abrió un poco la comisura de los labios y la uña del índice de Eguchi rozó uno o dos de sus dientes. Lo dejó allí. Las piernas de ella seguían separadas. Dormía profundamente, por supuesto, y no estaba fingiendo.
Al no esperar que la muchacha de esta noche fuese diferente de la muchacha anterior, él había protestado a la mujer de la casa; pero sabía, naturalmente, que tomar somníferos de forma reiterada tenía que ser perjudicial para una joven. Podía decirse que en interés de la salud de las muchachas se obligaba a Eguchi y los otros ancianos a ser «promiscuos». Pero, ¿no eran estas habitaciones del piso superior para un único huésped? Eguchi sabía poco acerca del piso superior, pero, en caso de estar destinado a huéspedes, no podía contener más de una habitación. Por consiguiente, no creía que se necesitaran muchas chicas para los ancianos que venían aquí. ¿Serían todas hermosas a su manera, como la muchacha de hoy y la de la otra noche?
El diente contra el que se apoyaba el dedo de Eguchi parecía húmedo de algo que se adhería al dedo. Lo movió de un lado a otro de la boca, palpando los dientes dos o tres veces. En la parte anterior estaban casi secos, pero por dentro eran lisos y húmedos. A la derecha estaban torcidos, un diente montaba sobre otro. Asió los dos dientes torcidos con el pulgar y el índice. Se le ocurrió meter el dedo entre ellos, pero, a pesar de estar dormida, ella apretó los dientes y se negó en redondo a separarlos. Cuando retiró el dedo, estaba manchado de rojo. ¿Y con qué se quitaría el lápiz labial? Si lo frotaba contra la almohada, parecería que la había manchado ella misma al ponerse boca abajo. Pero seguramente no se borraría si no humedecía el dedo con la lengua, y sentía una extraña repugnancia ante la idea de tocar el dedo rojo con la boca. Lo frotó contra el cabello que cubría la frente de la muchacha. Después de frotar con el pulgar y el índice, no tardó en introducir los cinco dedos entre los cabellos, retorciéndolos; y gradualmente sus movimientos adquirieron más violencia. Las puntas de los cabellos emitían chispas de electricidad entre sus dedos. La fragancia del cabello era más intensa. La fragancia que procedía de su interior era asimismo más intensa, en parte debido al calor de la manta eléctrica. Mientras jugaba con los cabellos, se fijó en las líneas de las raíces, marcadas como si hubieran sido esculpidas, y especialmente la línea de la nuca, al final del esbelto cuello, donde el cabello era corto y estaba cepillado hacia arriba. Sobre la frente caían mechones largos y cortos, como despeinados. Al apretarlos, contempló las cejas y las pestañas. Tenía la otra mano tan hundida entre los cabellos que podía sentir la piel situada debajo.
«No, no está despierta», se dijo a sí mismo, y agarrando un mechón, tiró de él desde la coronilla.
Ella pareció sentir dolor y dio media vuelta. El movimiento la acercó más al anciano. Ambos brazos estaban al descubierto, el derecho sobre la almohada. La mejilla derecha reposaba sobre él, por lo que Eguchi sólo podía ver los dedos. Estaban ligeramente separados, el meñique bajo las pestañas y el índice junto a los labios. El pulgar se hallaba oculto bajo el mentón. El rojo de los labios, inclinado algo hacia abajo, y el rojo de las cuatro largas uñas formaban un racimo sobre la almohada blanca. El brazo izquierdo también estaba doblado por el codo. La mano se encontraba casi directamente bajo los ojos de Eguchi. Los dedos, largos y esbeltos en comparación con la redondez de las mejillas, le hicieron pensar en las piernas extendidas. Buscó una pierna con la planta del pie. La mano izquierda también tenía los dedos ligeramente separados. Apoyó la cabeza sobre ella. Un espasmo causado por su peso la recorrió hasta el hombro, pero no fue suficiente para apartar la mano. Eguchi yació inmóvil durante un rato. Los hombros de ella estaban algo levantados y tenían la morbidez de la juventud. Cuando los cubrió con la manta, posó suavemente la mano sobre esta joven morbidez. Trasladó la cabeza de la mano al brazo de la muchacha. Le atraía la fragancia del hombro y la nuca. Hubo un temblor en el hombro y la espalda, pero pasó inmediatamente. El anciano se quedó apoyado sobre ellos.
Ahora vengaría en esta muchacha esclava, drogada para que durmiese, todo el desprecio y la burla soportados por los ancianos asiduos de la casa. Violaría la regla de la casa. Sabía que no le permitirían volver. Esperaba despertarla mediante la violencia. Pero se apartó de improviso, porque acababa de descubrir la clara evidencia de su virginidad.