La muchacha tuvo un hijo dos años después de casarse. Su marido parecía totalmente entregado al niño. Cuando, tal vez un domingo, la joven pareja iba a casa de Eguchi, la esposa solía ir a la cocina a ayudar a su madre, y el marido, con mucha habilidad, alimentaba al niño. Así, pues, las cosas se habían solucionado satisfactoriamente. Aunque vivía en Tokio, la hija iba a visitarles con muy poca frecuencia desde su matrimonio.
– ¿Cómo te va? -preguntó Eguchi una vez en que se presentó sola.
– ¿Cómo? Pues soy feliz, supongo.
Quizá las personas no tenían mucho que decir a sus padres sobre sus relaciones conyugales, pero Eguchi estaba algo insatisfecho y un poco preocupado. Dada la naturaleza de su hija menor, le parecía que hubiese debido hablar más. Pero estaba más hermosa, había florecido. Aunque el cambio de muchacha a joven esposa podía ser fisiológico, daba la impresión de que no tendría esta lozanía de flor si en su corazón se proyectase una sombra. Después de tener el niño su cutis era más claro, como lavado en profundidad, y parecía más en posesión de sí misma.
¿Sería eso? ¿Sería ésta la razón de que en la casa de las bellas durmientes, mientras yacía con el brazo de la muchacha sobre los ojos, se le aparecieran las imágenes de la camelia en plena floración y de las otras flores? Por supuesto que no había en la muchacha que dormía a su lado, ni en la hija menor de Eguchi, la exuberancia de la camelia. Pero la exuberancia del cuerpo de una muchacha no era algo que pudiera percibirse contemplándola ni yaciendo en silencio junto a ella. No podía compararse con la exuberancia de las camelias. Lo que fluía del brazo de la muchacha hacia el profundo interior de sus párpados era la corriente de la vida, la melodía de la vida, el hechizo de la vida, y, para un anciano, la recuperación de la vida. Los ojos sobre los que reposaba el brazo de la muchacha sentían el peso, y Eguchi lo apartó.
No había lugar para un brazo izquierdo. Probablemente porque era incómodo para ella extenderlo a lo largo del pecho de Eguchi, la muchacha se volvió de nuevo hacia él. Juntó las dos manos sobre el pecho, con los dedos entrelazados, tocando el pecho de Eguchi. No estaban las palmas juntas, como en veneración, pero aun así sugerían una plegaria, una suave plegaria. Eguchi cogió las dos manos entre las suyas. Era como si él también estuviera rezando. Cerró los ojos, quizá solamente por la tristeza de un anciano al tocar las manos de una muchacha dormida.
Oyó las primeras gotas de lluvia cayendo sobre el mar tranquilo de la noche. El sonido distante no parecía venir de un automóvil, sino del trueno del invierno. No era fácil de percibir. Separó las manos de la muchacha y contempló los dedos mientras los enderezaba uno por uno. Ansiaba meterse en la boca aquellos dedos largos y esbeltos. ¿Qué pensaría ella al despertar a la mañana siguiente si viera marcas de dientes en su dedo meñique y manaran gotas de sangre? Eguchi colocó el brazo de la muchacha a lo largo de su cuerpo. Miró sus abultados pechos, los pezones grandes, hinchados y oscuros. Levantó los dos pechos suavemente caídos. No estaban tan calientes como el cuerpo, tapado por la manta eléctrica. Sintió el deseo dé ponerla frente en el hueco que los separaba, pero sólo se acercó y en seguida se detuvo a causa del perfume. Dio media vuelta y se puso boca abajo, y esta vez tomó las dos píldoras una tras otra. En su primera visita había tomado una y después la otra al despertarse de una pesadilla; pero ahora ya sabía que se trataba de un simple somnífero. Tardó muy poco en dormirse.
La voz llorosa de la muchacha le despertó. Entonces, lo que parecían sollozos se convirtió en risa. La risa continuó durante un buen rato. Eguchi puso la mano sobre sus pechos y la sacudió.
– Estás soñando, soñando, ¿Qué clase de sueño es?
Había algo siniestro en el silencio que siguió a la risa. Pero Eguchi estaba demasiado soñoliento y lo único que pudo hacer fue alcanzar el reloj que había junto a la almohada. Eran las tres y media. Después de arrimar su pecho a ella y empujar sus caderas hacia él, se sumió en un cálido sueño.
A la mañana siguiente le despertó de nuevo la mujer de la casa.
– ¿Está despierto?
No contestó. ¿Acaso la mujer no tenía la oreja pegada a la puerta de la habitación secreta? Un espasmo le recorrió al advertir indicios de que éste era, efectivamente, el caso. Quizá debido al calor de la manta, los hombros de la muchacha estaban al descubierto, y tenía un brazo sobre la cabeza. Eguchi subió la colcha.
– ¿Está despierto?
Todavía sin contestar, metió la cabeza bajo la colcha. Un pecho le rozaba el mentón. Fue como si un fuego repentino le consumiera. Rodeó a la muchacha con un brazo y la atrajo hacia sí.
– ¡Señor! ¡Señor! -1a mujer dio dos o tres golpes a la puerta.
– Estoy despierto. Ya me ha visto -le pareció que la mujer entraría en la habitación si no contestaba.
Le había preparado agua, pasta dentífrica y demás utensilios en la otra habitación.
– ¿Cómo le ha ido? -preguntó la mujer mientras le servía el desayuno. ¿No cree que es una muchacha estupenda?
– Sí que lo es -asintió Eguchi-. ¿Cuándo se despertará?
– Lo ignoro.
– ¿No puedo quedarme hasta que se despierte?
– Esto es precisamente lo que no podemos permitir -replicó ella con rapidez-. Ni siquiera a nuestros huéspedes más antiguos.
– Pero es que se trata de una muchacha demasiado buena.
– Lo mejor es limitarse a estar con ellas y no dejar que se interpongan emociones tontas. Ella ni siquiera sabe que ha dormido con usted. No le causará ningún problema.
– Pero yo la recuerdo. ¿Y si me cruzara con ella por la calle?
– ¿Quiere decir que hablaría con ella? No lo haga. Sería un crimen.
– ¿Un crimen?
– Desde luego, lo sería.
– Un crimen.
– Debo rogarle que no sea difícil. Limítese a considerar a las muchachas dormidas como muchachas dormidas.
Él quería replicar que aún no había alcanzado ese triste grado de senilidad, pero se contuvo.
– Creo que anoche llovió -dijo.
– ¿De verdad? No lo advertí.
– Estoy seguro de haber oído la lluvia.
En el mar, al otro lado de la ventana, las olas pequeñas reflejaban el sol de la mañana cerca del acantilado.
3
Ocho días después de su segunda visita Eguchi volvió de nuevo a la «casa de las bellas durmientes». Habían pasado dos semanas entre ambas visitas, por lo que el intervalo se había reducido a la mitad.
¿Estaría cediendo gradualmente al hechizo de las muchachas narcotizadas?
– La de esta noche aún se está entrenando -dijo la mujer de la casa mientras preparaba el té-. Tal vez le decepcione, pero le ruego que sea comprensivo con ella.
– ¿Una diferente otra vez?
– Me ha llamado usted poco antes de venir, y he tenido que recurrir a lo que tenía. Si desea a una muchacha en especial, le ruego me avise con dos o tres días de antelación.
– Comprendo. ¿A qué se refiere al decir que aún se está entrenando?
– Es nueva, y pequeña -Eguchi tuvo un sobresalto-. Estaba asustada y me pidió que le dejara a alguien para acompañarla. Pero no me gustaría molestarle a usted.
– ¿Dos muchachas? No estaría mal. Pero si duerme tan profundamente como si estuviera muerta, ¿cómo puede saber si está asustada o no?
– Eso es cierto. Pero sea cauto con ella. No está acostumbrada a esto.
– No haré absolutamente nada.
– Lo comprendo muy bien.
«¿Entrenándose?», murmuró para sus adentros. En el mundo había cosas extrañas. Como de costumbre, la mujer entreabrió la puerta y miró hacia dentro.
– Está dormida. Cuando usted quiera -dijo, saliendo.
Eguchi tomó otra taza de té. Apoyó la cabeza sobre el brazo. Un vacío glacial le invadió. Se levantó como si el esfuerzo fuese excesivo para él y, abriendo la puerta sin ruido, miró hacia la secreta habitación de terciopelo.
La muchacha «pequeña» tenía una cara pequeña. Su cabello, despeinado como si se hubiera deshecho una trenza, le cubría una mejilla, y la palma de una mano estaba sobre la otra, muy cerca de la boca; por eso probablemente su rostro parecía más pequeño de lo que era. Yacía dormida, como una niña. Tenía la mano sobre la cara o, más bien, el borde de la mano relajada tocaba ligeramente el pómulo, y los dedos doblados reposaban desde el caballete de la nariz hasta los labios. El largo dedo medio llegaba hasta la mandíbula. Era su mano izquierda. La derecha descansaba sobre el borde de la colcha, asiéndola suavemente con los dedos. No iba maquillada, ni daba la impresión de haberse quitado el maquillaje antes de acostarse.