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El doctor Cuevas encontró en el salón a Severo acompañado por la Nana, ebrios de llanto y jerez.

— Está lista–dijo-. Vamos a arreglarla un poco para que la vea su madre.

Le explicó a Severo que sus sospechas eran fundadas y que en el estómago de su hija había encontrado la misma sustancia mortal que en el aguardiente regalado. Entonces Severo se acordó de la predicción de Clara y perdió el resto de compostura que le quedaba, incapaz de resignarse a la idea de que su hija había muerto en su lugar. Se desplomó gimiendo que él era el culpable, por ambicioso y fanfarrón, que nadie lo había mandado a meterse en política, que estaba mucho mejor cuando era un sencillo abogado y padre dé familia, que renunciaba en ese instante y para siempre a la maldita candidatura, al Partido Liberal, a sus pompas y sus obras, que esperaba que ninguno de sus descendientes volviera a mezclarse en política, que ése era un negocio de matarifes y bandidos, hasta que el doctor Cuevas se apiadó y terminó de emborracharlo. El jerez pudo más que la pena y la culpa. La Nana y el doctor se lo llevaron en vilo al dormitorio, lo desnudaron y lo metieron en su cama. Después fueron a la cocina, donde el ayudante estaba terminando de acomodar a Rosa.

Nívea y Severo del Valle despertaron tarde en la mañana siguiente. Los parientes habían decorado la casa para los ritos de la muerte, las cortinas estaban cerradas y adornadas con crespones negros y a lo largo de las paredes se alineaban las coronas de flores y su aroma dulzón llenaba el aire. Habían hecho una capilla ardiente en el comedor. Sobre la gran mesa, cubierta con un paño negro de flecos dorados, estaba el blanco ataúd con remaches de plata de Rosa. Doce cirios amarillos en candelabros de bronce, iluminaban a la joven con un difuso resplandor. La habían vestido con su traje

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A mediodía comenzó el desfile de familiares, amigos y conocidos a dar el pésame y acompañar a los Del Valle en su duelo. Se presentaron en la casa hasta sus más encarnizados enemigos políticos y a todos Severo del Valle los observó fijamente, procurando descubrir en cada par de ojos que veía, el secreto del asesino, pero en todos, incluso en el presidente del Partido Conservador, vio el mismo pesar y la misma inocencia.

Durante el velorio, los caballeros circulaban por los salones y corredores de la casa, comentando en voz baja sus asuntos de negocios. Guardaban respetuoso silencio cuando se aproximaba alguien de la familia. En el momento de entrar al comedor y acercarse al ataúd para dar una última mirada a Rosa, todos se estremecían, porque su belleza no había hecho más que aumentar en esas horas. Las señoras pasaban al salón, donde ordenaron las sillas de la casa formando un círculo. Allí había comodidad para llorar a gusto, desahogando con el buen pretexto de la muerte ajena, otras tristezas propias. El llanto era copioso, pero digno y callado. Algunas murmuraban oraciones en voz baja. Las empleadas de la casa circulaban por los salones y los corredores ofreciendo tazas de té, copas de coñac, pañuelos limpios para las mujeres, confites caseros y pequeñas compresas empapadas en amoníaco, para las señoras que sufrían mareos por el encierro, el olor de las velas y la pena. Todas las hermanas Del Valle, menos Clara, que era todavía muy joven, estaban vestidas de negro riguroso, sentadas alrededor de su madre como una ronda de cuervos. Nívea, que había llorado todas sus lágrimas, se mantenía rígida sobre su silla, sin un suspiro, sin una palabra y sin el alivio del amoníaco porque le daba alergia. Los visitantes que llegaban, pasaban a darle el pésame. Algunos la besaban en ambas mejillas, otros la abrazaban estrechamente por unos segundos, pero ella parecía no reconocer ni a los más íntimos. Había visto morir a otros hijos en la primera infancia o al nacer, pero ninguno le produjo la sensación de pérdida que tenía en ese momento.

Cada hermano despidió a Rosa con un beso en su frente helada, menos Clara, que no quiso aproximarse al comedor. No insistieron, porque conocían su extrema sensibilidad y su tendencia a caminar sonámbula cuando se le alborotaba la imaginación. Se quedó en el jardín acurrucada al lado de Barrabás, negándose a comer o a participar en el velorio. Sólo la Nana se fijó en ella y trató de consolarla, pero Clara la rechazó.

A pesar de las precauciones que tomó Severo para acallar las murmuraciones, la muerte de Rosa fue un escándalo público. El doctor Cuevas ofreció, a quien quiso oírlo, la explicación perfectamente razonable de la muerte de la joven, debida, según él, a una neumonía fulminante. Pero se corrió la voz de que había sido envenenada por error, en vez de su padre. Los asesinatos políticos eran desconocidos en el país en esos tiempos y el veneno, en cualquier caso, era un recurso de mujerzuelas, algo desprestigiado y que no se usaba desde la época de la Colonia, porque incluso los crímenes pasionales se resolvían cara a cara. Se elevó un clamor de protesta por el atentado y antes que Severo pudiera evitarlo, salió la noticia publicada en un periódico de la oposición, acusando veladamente a la oligarquía y añadiendo que los conservadores eran capaces hasta de eso, porque no podían perdonar a Severo del Valle que, a pesar de su clase social, se pasara al bando liberal. La policía trató de seguir la pista a la garrafa de aguardiente, pero lo único que se aclaró fue que no tenía el mismo origen que el cerdo relleno con perdices y que los electores del Sur no tenían nada que ver en el asunto. La misteriosa garrafa fue encontrada por casualidad en la puerta de servicio de la casa Del Valle el mismo día y a la misma hora de la llegada del cerdo asado. La cocinera supuso que era parte del mismo regalo. Ni el celo de la policía, ni las pesquisas que realizó Severo por su cuenta a través de un detective privado, pudieron descubrir a los asesinos y la sombra de esa venganza pendiente ha

quedado presente en las generaciones posteriores. Ése fue el primero de muchos actos de violencia que marcaron el destino de la familia.

Me acuerdo perfectamente. Ése había sido un día muy feliz para mí, porque había aparecido una nueva veta, la gorda y maravillosa veta que había perseguido durante todo ese tiempo de sacrificio, de ausencia y de espera, y que podría representar la riqueza que yo deseaba. Estaba seguro que en seis meses tendría suficiente dinero para casarme y en un año podría empezar a considerarme un hombre rico. Tuve mucha suerte porque, en el negocio de las minas, eran más los que se arruinaban que los que triunfaban, como estaba diciendo, escribiendo, a Rosa esa tarde, tan eufórico, tan impaciente, que se me trababan los dedos en la vieja máquina y me salían las palabras pegadas. En eso estaba cuando oí los golpes en la puerta que me cortaron la inspiración para siempre. Era un arriero con un par de mu,as, que traía un telegrama del pueblo, enviado por mi hermana Férula, anunciándomela muerte de Rosa.

Tuve que leer el trozo de papel tres veces hasta comprender la magnitud de mi desolación. La única idea que no se me había ocurrido era que Rosa fuese mortal. Sufrí mucho pensando que ella, aburrida de esperarme, decidiera casarse con otro, o que nunca aparecería el maldito filón que pusiera una fortuna en mis manos, o que se desmoronara la mina aplastándome como una cucaracha. Contemplé todas esas posibilidades y algunas más, pero nunca la muerte de Rosa, a pesar de mi proverbial pesimismo, que me hace siempre esperar lo peor. Sentí que sin Rosa la vida no tenía significado para mí. Me desinflé por dentro, como un globo pinchado, se me fue todo el entusiasmo. Me quedé sentado en la silla mirando el desierto por la ventana, quién sabe por cuánto rato, hasta que lentamente me volvió el alma al cuerpo. Mi primera reacción fue de ira. Arremetí a golpes contra los débiles tabiques de madera de la casa hasta que me sangraron, los nudillos, rompí en mil pedazos las cartas, los dibujos de Rosa y las copias de las cartas mías que había guardado, metí apresuradamente en mis maletas mi ropa, mis papeles y la bolsita de lona donde estaba el oro y luego fui a buscar al capataz para entregarle los jornales de los trabajadores y las llaves de la bodega. El arriero se ofreció para acompañarme hasta el tren. Tuvimos que viajar una buena parte de a noche a lomo de las bestias, con mantas de Castilla como único abrigo contra la camanchaca, avanzando con lentitud en aquellas interminables soledades donde sólo el instinto de mi guía garantizaba que llegaríamos a destino, porque no había ningún punto de referencia. La noche estaba clara y estrellada, sentía el frío traspasándome los huesos, agarrotándome las manos, metiéndoseme en el alma. Iba pensando en Rosa y deseando con una vehemencia irracional que no fuera verdad su muerte, pidiendo al cielo con desesperación que todo fuera un error o que, reanimada por la fuerza de mi amor, recuperara la vida y se levantara de su lecho de muerte, como Lázaro. Iba llorando por dentro, hundido en mi pena y en el hielo de la noche, escupiendo blasfemias contra la mula que andaba tan despacio, contra Férula, portadora de desgracias, contra Rosa por haberse muerto y contra Dios por haberlo permitido, hasta que empezó a aclarar el horizonte y vi desaparecer las estrellas y surgir los primeros colores del alba, tiñendo de rojo y naranja el paisaje del Norte y, con la luz, me volvió algo de cordura. Empecé a resignarme a mi desgracia y a pedir, no ya que resucitara, sino tan sólo que yo alcanzara a llegar a tiempo para verla antes que la enterraran. Apuramos el tranco y una hora más tarde el arriero se despidió de mí en la minúscula estación por donde pasaba el tren de trocha angosta que unía al mundo civilizado con ese desierto donde pasé dos años.