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— Es mejor un padre muerto que un padre ausente–respondió enigmáticamente Blanca, y no volvió a hablar del asunto.

Llegaron a Las Tres Marías al anochecer y encontraron en el portón del fundo un gentío en amigable charla alrededor de una fogata donde se asaba un cerdo. Eran los carabineros, los periodistas y los campesinos que estaban dando el bajo a las últimas botellas de la bodega del senador. Algunos perros y varios niños jugueteaban iluminados por el fuego, esperando que el rosado y reluciente lechón terminara de cocinarse. A Pedro Tercero García lo reconocieron al punto los de la prensa, porque lo habían entrevistado a menudo, los carabineros por su inconfundible pinta de cantor popular, y los campesinos porque lo habían visto nacer en esa tierra. Lo recibieron con afecto.

— ¿Qué le trae por aquí, compañero? — le preguntaron los campesinos.

— Vengo a ver al viejo–sonrió Pedro Tercero.

— Usted puede entrar, compañero, pero solo. Doña Blanca y la niña Alba nos van a aceptar un vasito de vino–dijeron.

Las dos mujeres se sentaron alrededor de la fogata con los demás y el suave olor de la carne chamuscada les recordó que no habían comido desde la mañana. Blanca conocía a todos los inquilinos y a muchos de ellos les había enseñado a leer en la pequeña escuela de Las Tres Marías, así es que se pusieron a recordar los tiempos pasados, cuando los hermanos Sánchez imponían su ley en la región, cuando el viejo Pedro García acabó con la plaga de hormigas y cuando el Presidente era un eterno candidato, que se paraba en la estación a arengarlos desde el tren de sus derrotas.

— ¡Quién hubiera pensado que alguna vez iba a ser Presidente–dijo uno.

— ¡Y que un día el patrón iba a mandar menos que nosotros en Las Tres Marías! — se rieron los demás.

A Pedro Tercero García lo condujeron a la casa, directamente a la cocina. Allí estaban los inquilinos más viejos cuidando la puerta del comedor donde tenían prisionero al antiguo patrón. No habían visto a Pedro Tercero en años, pero todos lo

recordaban. Se sentaron a la mesa a beber vino y a rememorar el pasado remoto, los tiempos en que Pedro Tercero no era una leyenda en la memoria de las gentes del campo, sino tan solo un muchacho rebelde enamorado de la hija del patrón. Después Pedro Tercero tomó su guitarra, se la acomodó en la pierna, cerró los ojos y comenzó a cantar con su voz de terciopelo aquello de las gallinas y los zorros, coreado por todos los viejos.

— Voy a llevarme al patrón, compañeros–dijo suavemente Pedro Tercero en una pausa.

— Ni lo sueñes, hijo–le replicaron.

— Mañana vendrán los carabineros con una orden judicial y se lo llevarán como a un héroe. Mejor me lo llevo yo con la cola entre las piernas–dijo Pedro Tercero.

Lo discutieron un buen rato y por último lo condujeron al comedor y lo dejaron solo con el rehén. Era la primera vez que estaban frente a frente desde el día fatídico en que Trueba le cobró la virginidad de su hija con un hachazo. Pedro Tercero lo recordaba como un gigante furibundo. armado con una fusta de cuero de culebra y un bastón de plata, a cuyo paso temblaban los inquilinos y se alteraba 1a naturaleza con su vozarrón de trueno y su prepotencia de gran señor. Se sorprendió de que su rencor, amasado durante tan largo tiempo, se desinflara en presencia de ese anciano encorvado y empequeñecido que lo miraba asustado. El senador Trueba había agotado su rabia y la noche que había pasado sentado en una silla con las manos amarradas lo tenía con dolor en todos los huesos y un cansancio de mil años en la espalda. Al principio tuvo dificultad en reconocerlo, porque no lo había vuelto a ver desde hacía un cuarto de siglo, pero al notar que le faltaban tres dedos de la mano derecha, comprendió que ésa era la culminación de la pesadilla en que se encontraba sumergido. Se observaron en silencio por largos segundos, pensando los dos que el otro encarnaba lo más odioso en el mundo, pero sin encontrar el fuego del antiguo odio en sus corazones.

— Vengo a sacarlo de aquí–dijo Pedro Tercero.

— ¿Por qué? — preguntó el viejo.

— Porque Alba me lo pidió–respondió Pedro Tercero.

— Váyase al carajo–balbuceó Trueba sin convicción.

— Bueno, para allá vamos. Usted viene conmigo.

Pedro Tercero procedió a soltarle las ligaduras, que habían vuelto a ponerle en las muñecas para evitar que diera puñetazos contra la puerta. Trueba desvió los ojos para no ver la mano mutilada del otro.

— Sáqueme de aquí sin que me vean. No quiero que se enteren los periodistas–dijo el senador Trueba.

— Voy a sacarlo de aquí por donde mismo entró, por la puerta principal–dijo Pedro Tercero, y echó a andar.

Trueba lo siguió con la cabeza gacha, tenía los ojos enrojecidos y por primera vez desde que podía recordar se sentía derrotado. Pasaron por la cocina sin que el viejo levantara la vista, cruzaron toda la casa y recorrieron el camino desde la casa patronal hasta el portón de la entrada, acompañados por un grupo de niños revoltosos que brincaban a su alrededor y un séquito de campesinos silenciosos que marchaba detrás. Blanca y Alba estaban sentadas entre los periodistas y los carabineros, comiendo cerdo asado con los dedos y bebiendo grandes sorbos de vino tinto del gollete de la botella que circulaba de mano en mano. Al ver al abuelo, Alba se conmovió, porque no lo había visto tan abatido desde la muerte de Clara. Tragó lo que tenía en la boca y corrió

a su encuentro. Se abrazaron estrechamente y ella le susurró algo al oído. Entonces el senador Trueba consiguió dominar su dignidad, levantó la cabeza y sonrió con su antigua soberbia a las luces de las máquinas fotográficas. Los periodistas lo retrataron subiendo a un automóvil negro con patente oficial y la opinión pública se preguntó durante semanas qué significaba esa bufonada, hasta que otros acontecimientos mucho más graves borraron el recuerdo del incidente.

Esa noche el Presidente, que había tomado el hábito de engañar al insomnio jugando ajedrez con Jaime, comentó el asunto entre dos partidas, mientras espiaba con ojos astutos, ocultos detrás de gruesas gafas con marcos oscuros, algún signo de incomodidad en su amigo, pero Jaime siguió colocando las piezas en el tablero sin agregar palabra.

— El viejo Trueba tiene los cojones bien puestos–dijo el Presidente-. Merecería estar de nuestro lado.

— Usted parte, Presidente–respondió Jaime señalando el juego.

En los meses siguientes la situación empeoró mucho, aquello parecía un país en guerra. Los ánimos estaban muy exaltados, especialmente entre las mujeres de la oposición, que desfilaban por las calles aporreando sus cacerolas en protesta por el desabastecimiento. La mitad de la población procuraba echar abajo al gobierno y la otra mitad lo defendía, sin que a nadie le quedara tiempo para ocuparse del trabajo. Alba se sorprendió una noche al ver las calles del centro oscuras y vacías. No se había recogido la basura en toda la semana y los perros vagabundos escarbaban entre los montones de porquería. Los postes estaban cubiertos de propaganda impresa, que la lluvia del invierno había deslavado, y en todos los espacios disponibles estaban escritas las consignas de ambos bandos. La mitad de los faroles había sido apedreada y en los edificios no había ventanas encendidas, la luz provenía de unas tristes fogatas alimentadas con periódicos y tablas, donde se calentaban pequeños grupos que montaban guardia ante los ministerios, los bancos, las oficinas, turnándose para impedir que las pandillas de extrema derecha los tomaran al asalto en las noches. Alba vio detenerse una camioneta frente a un edificio público. Se bajaron varios jóvenes con cascos blancos, tarros de pintura y brochas y cubrieron las paredes con un color claro como base. Después dibujaron grandes palomas multicolores, mariposas y flores sangrientas, versos del Poeta y llamadas a la unidad del pueblo. Eran las brigadas juveniles que creían poder salvar su revolución a punta de murales patrióticos y palomas panfletarias. Alba se acercó y les señaló el mural que había al otro lado de la calle. Estaba manchado con pintura roja y tenía escrita una sola palabra con letras enormes: Djakarta.