— ¿Qué significa ese nombre, compañeros? — preguntó.
— No sabemos–respondieron.
Nadie sabía por qué la oposición pintaba esa palabra asiática en las paredes, jamás habían oído hablar de los montones de muertos en las calles de esa lejana ciudad. Alba montó en su bicicleta y pedaleó rumbo a su casa. Desde que había racionamiento de gasolina y huelga de transporte público, había desenterrado del sótano el viejo juguete de su infancia para movilizarse. Iba pensando en Miguel y un oscuro presentimiento le cerraba la garganta.
Hacía tiempo que no iba a clase y empezaba a sobrarle el tiempo. Los profesores habían declarado un paro indefinido y los estudiantes se tomaron los edificios de las Facultades. Aburrida de estudiar violoncelo en su casa, aprovechaba los ratos en que no estaba retozando con Miguel, paseando con Miguel o discutiendo con Miguel para ir al hospital del Barrio de la Misericordia a ayudar a su tío Jaime y a unos pocos médicos
más, que seguían ejerciendo a pesar de la orden del Colegio Médico de no trabajar para sabotear al gobierno. Era una tarea hercúlea. Los pasillos se atochaban de pacientes que esperaban durante días para ser atendidos, como un gimiente rebaño. Los enfermeros no daban abasto. Jaime se quedaba dormido con el bisturí en la mano, tan ocupado que a menudo olvidaba comer. Adelgazó y andaba muy demacrado. Hacía turnos de dieciocho horas y cuando se echaba en su camastro no podía conciliar el sueño, pensando en los enfermos que estaban aguardando y en que no había anestesias, ni jeringas, ni algodón, y aunque él se multiplicara por mil, todavía no sería suficiente, porque aquello era como tratar de detener un tren con la mano. También Amanda trabajaba en el hospital como voluntaria, para estar cerca de Jaime y mantenerse ocupada. En esas agotadoras jornadas cuidando enfermos desconocidos recuperó la luz que la iluminaba por dentro en su juventud y, por un tiempo, tuvo la ilusión de ser feliz. Usaba un delantal azul y zapatillas de goma, pero a Jaime le parecía que cuando andaba cerca tintineaban sus abalorios de antaño. Se sentía acompañado y hubiera deseado amarla. El Presidente aparecía en la televisión casi todas las noches para denunciar la guerra sin cuartel de la oposición. Estaba muy cansado y a menudo se le quebraba la voz. Dijeron que estaba borracho y que pasaba las noches en una orgía de mulatas traídas por vía aérea desde el trópico para calentar sus huesos. Advirtió que los camioneros en huelga recibían cincuenta dólares diarios del extranjero para mantener el país parado. Respondieron que le enviaban helados de coco y armas soviéticas en las valijas diplomáticas. Dijo que sus enemigos conspiraban con los militares para hacer un golpe de Estado, porque preferían ver la democracia muerta, antes que gobernada por él. Lo acusaron de inventar patrañas de paranoico y de robarse las obras del Museo Nacional para ponerlas en el cuarto de su querida. Previno que la derecha estaba armada y decidida a vender la patria al imperialismo y le contestaron que tenía su despensa llena de pechugas de ave mientras el pueblo hacía cola para el cogote y las alas del mismo pájaro.
El día que Luisa Mora tocó el timbre de la gran casa de la esquina, el senador Trueba estaba en la biblioteca sacando cuentas. Ella era la última de las hermanas Mora que todavía quedaba en este mundo, reducida al tamaño de un ángel errante y totalmente lúcido, en plena posesión de su inquebrantable energía espiritual. Trueba no la veía desde la muerte de Clara, pero la reconoció por 1a voz, que seguía sonando como una flauta encantada y por el perfume de violetas silvestres que el tiempo había suavizado, pero que aún era perceptible a la distancia. Al entrar a la habitación trajo consigo la presencia alada de Clara, que quedó flotando en el aire ante los ojos enamorados de su marido, quien no la veía desde hacía varios días.
— Vengo a anunciarle desgracias, Esteban–dijo Luisa Mora después de acomodarse en el sillón.
— ¡Ay, querida Luisa! De eso ya he tenido suficiente… — suspiró él.
Luisa contó lo que había descubierto en los planetas. Tuvo que explicar el método científico que había usado, para vencer la pragmática resistencia del senador. Dijo que había pasado los últimos diez meses estudiando la carta astral de cada persona importante en el gobierno y en la oposición, incluyendo al mismo Trueba. La comparación de las cartas reflejaba que en ese preciso momento histórico ocurrirían inevitables hechos de sangre, dolor y muerte.
— No tengo la menor duda, Esteban–concluyó-. Se avecinan tiempos atroces. Habrá tantos muertos que no se podrán contar. Usted estará en el bando de los ganadores, pero el triunfo no le traerá más que sufrimiento y soledad.
Esteban Trueba se sintió incómodo ante esa pitonisa insólita que trastornaba la paz de su biblioteca v alborotaba su hígado con desvaríos astrológicos, pero no tuvo valor
para despedirla, a causa de Clara, que estaba observando con el rabillo del ojo desde su rincón.
— Pero no he venido a molestarlo con, noticias que escapan a su control, Esteban. He venido a hablar con su nieta Alba, porque tengo un mensaje para ella de su abuela.
El senador llamó a Alba. La joven no había visto a Luisa Mora desde que tenía siete años, pero se acordaba perfectamente de ella. La abrazó con delicadeza, para no desbaratar su frágil esqueleto de marfil y aspiró con ansias una bocanada de ese perfume inconfundible.
— Vine a decirte que te cuides, hijita–dijo Luisa Mora después que se hubo secado el llanto de emoción-. La muerte te anda pisando los talones. Tu abuela Clara te protege desde el Más Allá, pero me mandó a decirte que los espíritus protectores son ineficaces en los cataclismos mayores. Sería bueno que hicieras un viaje, que te fueras al otro lado del mar, donde estarás a salvo.
A esas alturas de la conversación, el senador Trueba había perdido la paciencia y estaba seguro que se encontraba frente a una andana demente. Diez meses y once días más tarde, recordaría la profecía de Luisa Mora, cuando se llevaron a Alba en la noche durante el toque de queda.
El terror Capítulo XIII
El día del golpe militar amaneció con un sol radiante, poco usual en la tímida primavera que despuntaba. Jaime había trabajado casi toda la noche y a las siete de la mañana sólo tenía en el cuerpo dos horas de sueño. Lo despertó la campanilla del teléfono y una secretaria, con la voz ligeramente alterada, terminó de espantarle la modorra. Lo llamaban de Palacio para informarle que debía presentarse en la oficina del compañero Presidente lo antes posible, no, el compañero Presidente no estaba enfermo, no, no sabía lo que estaba pasando, ella tenía orden dé llamar a todos los médicos de la Presidencia. Jaime se vistió como un sonámbulo y tomó su automóvil, agradeciendo que por su profesión tuviera derecho a una cuota semanal de gasolina, porque o si no, habría tenido que ir al centro en bicicleta. Llegó al Palacio a las ocho y se extrañó de ver la plaza vacía y un fuerte destacamento de soldados en los portones de la sede del gobierno, vestidos todos con ropa de batalla, cascos y armamentos de guerra. Jaime estacionó su automóvil en la plaza solitaria, sin reparar en los gestos que hacían los soldados para que no se detuviera. Se bajó y de inmediato lo rodearon apuntando con sus armas.