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— ¡Lástima–que fuera comunista! — dijo el Senador a su nieta-. ¡Tan buen poeta y con las ideas tan confusas! Si hubiera muerto antes del Pronunciamiento Militar, supongo que habría recibido un homenaje nacional.

— Supo morir como supo vivir, abuelo–replicó Alba.

Estaba convencida que murió a debido tiempo, porque ningún homenaje podría haber sido más grande que ese modesto desfile de unos cuantos hombres y mujeres que lo enterraron en una tumba prestada, gritando por última vez sus versos de justicia y libertad. Dos días después apareció en el periódico un aviso de la junta Militar decretando duelo nacional por el Poeta y autorizando a poner banderas a media asta en las casas particulares que lo desearan. La autorización regía desde el momento de su muerte hasta el día en que apareció el aviso.

Del mismo modo que no pudo sentarse a llorar la muerte de su tío Jaime, Alba tampoco pudo perder la cabeza pensando en Miguel o lamentando al Poeta. Estaba absorta en su tarea de indagar por los desaparecidos, consolar a los torturados que regresaban con la espalda en carne viva y los ojos trastornados y buscar alimentos para los comedores de los curas. Sin embargo, en el silencio de la noche, cuando la ciudad perdía su normalidad de utilería y su paz de opereta, ella se sentía acosada por los tormentosos pensamientos que había acallado durante el día. A esa hora sólo los furgones llenos de cadáveres y detenidos y los autos de la policía circulaban por las calles, como lobos perdidos ululando en la oscuridad del toque de queda. Alba temblaba en su cama. Se le aparecían los fantasmas desgarrados de tantos muertos desconocidos, oía la gran casa respirando con un jadeo de anciana, afinaba el oído y sentía en los huesos los ruidos temibles: un frenazo lejano, un portazo, tiroteos, las pisadas de las botas, un grito sordo. Luego retornaba el silencio largo que duraba hasta el amanecer, cuando la ciudad revivía y el sol parecía borrar los terrores de la noche. No era la única desvelada en la casa. A menudo encontraba a su abuelo en camisa de dormir y pantuflas, más anciano y más triste que en el día, calentándose una taza de caldo y mascullando blasfemias de filibustero, porque le dolían los huesos y el alma. También su madre hurgaba en la cocina o se paseaba como una aparición de medianoche por los cuartos vacíos.

Así pasaron los meses y llegó a ser evidente para todos, incluso para el senador Trueba, que los militares se habían tomado el poder para quedárselo y no para entregar el gobierno a los políticos de derecha que habían propiciado el Golpe. Eran una raza aparte, hermanos entre sí, que hablaban un idioma diferente al de los civiles y con quienes el diálogo era como una conversación de sordos, porque la menor disidencia era considerada traición en su rígido código de honor. Trueba vio que tenían planes mesiánicos que no incluían a los políticos. Un día comentó con Blanca y Alba la situación. Se lamentó de que la acción de los militares, cuyo propósito era conjurar el

peligro de una dictadura marxista, hubiera condenado al país a una dictadura mucho más severa y, por lo visto, destinada a durar un siglo. Por primera vez en su vida, el senador Trueba admitió que se había equivocado. Hundido en su poltrona, como un anciano acabado, lo vieron llorar calladamente. No lloraba por la pérdida del poder. Estaba llorando por su patria.

Entonces Blanca se hincó a su lado, le tomó la mano y confesó que tenía a Pedro Tercero García viviendo como un anacoreta, escondido en uno de los cuartos abandonados que había hecho construir Clara, en los tiempos de los espíritus. Al día siguiente del Golpe se habían publicado listas de las personas que debían presentarse ante las autoridades. El nombre de Pedro Tercero García estaba entre ellas. Algunos, que seguían pensando que en ese país nunca pasaba nada, fueron por sus propios pies a entregarse al Ministerio de Defensa y lo pagaron con sus vidas. Pero Pedro Tercero tuvo antes que los demás el presentimiento de la ferocidad del nuevo régimen, tal vez porque durante esos tres años había aprendido a conocer a las Fuerzas Armadas y no creía el cuento de que fueran diferentes a las de otras partes. Esa misma noche, durante el toque de queda, se arrastró hasta la gran casa de la esquina y llamó a la ventana de Blanca. Cuando ella se asomó, con la vista nublada por la jaqueca, no lo reconoció, porque se había afeitado la barba y llevaba anteojos.

— Mataron al Presidente–dijo Pedro Tercero.

Ella lo escondió en los cuartos vacíos. Acomodó un refugio de emergencia, sin sospechar que debería mantenerlo oculto durante varios meses, mientras los soldados peinaban el país con rastrillo buscándolo.

Blanca pensó que a nadie se le iba a ocurrir que Pedro Tercero García estaba en la casa del senador Trueba en el mismo momento en que éste escuchaba de pie el solemne Te Deum en la catedral. Para Blanca fue el período más feliz de su vida.

Para él, sin embargo, las horas transcurrían con la misma lentitud que si hubiera estado preso. Pasaba el día entre cuatro paredes, con la puerta cerrada con llave, para que nadie tuviera la iniciativa de entrar a limpiar, y la ventana con las persianas y las cortinas corridas. No entraba la luz del día, pero podía adivinarla por el tenue cambio en las rendijas de la persiana. En la noche abría la ventana de par en par, para que se ventilara la habitación–donde tenía que mantener un balde tapado para hacer sus necesidades–y para respirar a bocanadas el aire de la libertad. Ocupaba su tiempo leyendo los libros de Jaime, que Blanca le iba llevando a escondidas, escuchando los ruidos de la calle, los susurros de la radio encendida al volumen más bajo. Blanca le consiguió una guitarra a la que puso unos trapos de lana bajo las cuerdas, para que nadie lo oyera componer en sordina sus canciones de viudas, de huérfanos, de prisioneros y desaparecidos. Trató de organizar un horario sistemático para llenar el día, hacía gimnasia, leía, estudiaba inglés, dormía siesta, escribía música y volvía a hacer gimnasia, pero con todo eso le sobraban interminables horas de ocio, hasta que finalmente escuchaba la llave en la cerradura de la puerta y veía entrar a Blanca, que le llevaba los periódicos, la comida, agua limpia para lavarse. Hacían el amor con desesperación, inventando nuevas fórmulas prohibidas que el miedo y la pasión transformaban en viajes alucinados a las estrellas. Blanca ya se había resignado a la castidad, a la madurez y a sus variados achaques, pero el sobresalto del amor le dio una nueva juventud. Se acentuó la luz de su piel, el ritmo de su andar y la cadencia de su voz. Sonreía para adentro y andaba como dormida. Nunca había sido más hermosa. Hasta su padre se dio cuenta y lo atribuyó a la paz de la abundancia. «Desde que Blanca no tiene que hacer cola, parece como nueva», decía el senador Trueba. Alba también lo notó. Observaba a su madre. Su extraño sonambulismo le parecía sospechoso, así como su nueva manía de llevar comida a su habitación. En más de una

ocasión tuvo el propósito de espiarla en la noche, pero la vencía el cansancio de sus múltiples ocupaciones de consuelo y, cuando tenia insomnio, le daba miedo aventurarse por los cuartos vacíos donde susurraban los fantasmas.

Pedro Tercero enflaqueció y perdió el buen humor y la dulzura que lo habían caracterizado hasta entonces. Se aburría, maldecía su prisión voluntaria v bramaba de impaciencia por saber noticias de sus amigos. Sólo la presencia de Blanca lo apaciguaba. Cuando ella entraba al cuarto, se abalanzaba a abrazarla como enajenado, para calmar los terrores del día y el tedio de las semanas. Empezó a obsesionarle la idea de que era traidor y cobarde, por no haber compartido la suerte de tantos otros y que lo más honroso sería entregarse y enfrentar su destino. Blanca procuraba disuadirlo con sus mejores argumentos, pero él parecía río escucharla. Trataba de retenerlo con la fuerza del amor recuperado, lo alimentaba en la boca; lo bañaba frotándolo con un paño húmedo y empolvándolo como a una criatura, le cortaba el pelo y las uñas, lo afeitaba. Al final, de todos modos tuvo que empezar a ponerle pastillas tranquilizantes en la comida y somníferos en el agua, para tumbarlo en un sueño profundo y tormentoso, del cual despertaba con la boca seca y el corazón más triste. A los pocos meses Blanca se dio cuenta de que no podría tenerlo prisionero indefinidamente y abandonó sus planes de reducir su espíritu, para convertirlo en su amante perpetuo. Comprendió que se estaba muriendo en vida porque para él la libertad era más importante que el amor, y que no habrían píldoras milagrosas capaces de hacerlo cambiar de actitud.