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— ¿Adónde diablos está el cuadro de tu abuela–bramó.

— Se lo vendí al cónsul inglés, abuelo. Me dijo. que lo pondría en

un museo en Londres.

— ¡Te prohíbo que vuelvas a sacar algo de esta casal Desde mañana tendrás una cuenta en el banco, para tus alfileres–replicó.

Pronto Esteban Trueba vio que Alba era la mujer más cara de su vida y que un harén de cortesanas no habría resultado tan costoso como aquella nieta de verde cabellera. No le hizo reproches, porque habían vuelto los tiempos de la buena fortuna y mientras más gastaba, más tenía. Desde que la actividad política estaba prohibida, le sobraba tiempo para sus negocios y calculó que, contra todos sus pronósticos, iba a morirse muy rico. Colocaba su dinero en las nuevas financieras que ofrecían a los inversionistas multiplicar su dinero de la noche a la mañana en forma pasmosa. Descubrió que la riqueza le producía un inmenso fastidio, porque le resultaba fácil ganarla, sin encontrar mayor aliciente para gastarla y ni siquiera el prodigioso talento para el despilfarro de su nieta lograba mermar su faltrica. Con entusiasmo reconstruyó y mejoró Las Tres Marías, pero después perdió interés en cualquier otra empresa, porque notó que gracias al nuevo sistema económico, no era necesario esforzarse y producir, puesto que el dinero atraía más dinero y sin ninguna participación suya las cuentas bancarias engrosaban día a día. Así, sacando cuentas, dio un paso que nunca imaginó dar en su vida: enviaba todos los meses un cheque a Pedro Tercero García,

que vivía con Blanca asilados en el Canadá. Allí ambos se sentían plenamente realizados en la paz del amor satisfecho. Él escribía canciones revolucionarias para los trabajadores, los estudiantes y, sobre todo, la alta burguesía, que las había adoptado como moda, traducidas al inglés y al francés con gran éxito, a pesar de que las gallinas y los zorros son criaturas subdesarrolladas que no poseen el esplendor zoológico de las águilas y los lobos de ese helado país del Norte. Blanca, entretanto, plácida y feliz, gozaba por primera vez en su existencia de una salud de fierro. Instaló un gran horno en su casa para cocinar sus Nacimientos de monstruos que se vendían muy bien, por tratarse de artesanía indígena, tal como lo pronosticara Jean de Satigny veinticinco años atrás, cuando quiso exportarlos. Con estos negocios, los cheques del abuelo y la ayuda canadiense, tenían suficiente y Blanca, por precaución, escondió en el más secreto rincón, la calceta de lana con las inagotables joyas de Clara. Confiaba nunca tener que venderlas, para que un día las luciera Alba.

Esteban Trueba no supo que la policía política vigilaba su casa hasta la noche que se llevaron a Alba. Estaban durmiendo y, por una casualidad, no había nadie oculto en el laberinto de los cuartos abandonados. Los culatazos contra la puerta de la casa sacaron al viejo del sueño con el nítido presentimiento de la fatalidad. Pero Alba había despertado antes, cuando oyó los frenazos de los automóviles, el ruido de los pasos, las órdenes a media voz, y comenzó a vestirse, porque no tuvo dudas que había llegado su hora.

En esos meses, el senador había aprendido que ni siquiera su limpia trayectoria de golpista era garantía contra el terror. Nunca se imaginó, sin embargo, que vería irrumpir en su casa, al amparo del toque de queda, una docena de hombres sin uniformes, armados hasta los dientes, que lo sacaron de su cama sin miramientos y lo llevaron de un brazo hasta el salón, sin permitirle ponerse las pantuflas o arroparse con un chal. Vio a otros que abrían de una patada la puerta del cuarto de Alba y entraban con las metralletas en la mano, vio a su nieta completamente vestida, pálida, pero serena, aguardándolos de pie, los vio sacarla a empujones y llevarla encañonada hasta el salón, donde le ordenaron quedarse junto al viejo y no hacer el menor movimiento. Ella obedeció sin pronunciar una sola palabra, ajena a la rabia de su abuelo y a la violencia de los hombres que recorrían la casa destrozando las puertas, vaciando a culatazos los armarios, tumbando los muebles, destripando los colchones, volteando el contenido de los armarios, pateando los muros y gritando órdenes, en busca de guerrilleros escondidos, de armas clandestinas y otras evidencias. Sacaron de sus camas a las empleadas y las encerraron en un cuarto vigiladas por un hombre armado. Dieron vueltas las estanterías de la biblioteca y los adornos y obras de arte del senador rodaron por el piso con estrépito. Los volúmenes del túnel de Jaime fueron a dar al patio, allí los apilaron, los rociaron con gasolina y los quemaron en una pira infame, que fueron alimentando con los libros mágicos de los baúles encantados del bisabuelo Marcos, la edición esotérica de Nicolás, las obras de Marx en encuademación de cuero y hasta las partituras de las óperas del abuelo, en una hoguera escandalosa que llenó de humo a todo el barrio y que, en tiempos normales, habría atraído a los bomberos.

— ¡Entreguen todas las agendas, las libretas de direcciones, las chequeras, todos los documentos personales que tengan–ordenó el que parecía el jefe.

— ¡Soy el senador Trueba! ¿Es que no me reconoce, hombre, por Dios? — chilló el abuelo desesperadamente-. ¡No pueden hacerme esto! ¡Es un atropello! ¡Soy amigo del general Hurtado!

— ¡Cállate, viejo de mierda! ¡Mientras yo no te lo autorice, no tienes derecho a abrir la boca! — replicó el otro con brutalidad.

Lo obligaron a entregar el contenido de su escritorio y metieron en unas bolsas todo lo que les pareció interesante. Mientras un grupo terminaba de revisar la casa, otro seguía tirando libros por la ventana. En el salón quedaron cuatro hombres sonrientes, burlones, amenazantes, que pusieron los pies sobre los muebles, bebieron el whisky escocés de la botella y rompieron uno por uno los discos de la colección de clásicos del senador Trueba. Alba calculó que habían pasado por lo menos dos horas. Estaba temblando, pero no era de frío, sino de miedo. Había supuesto que ese momento llegaría algún día, pero siempre había tenido la esperanza irracional de que la influencia de su abuelo podría protegerla. Pero al verlo encogido en un sofá, pequeño y miserable como un anciano enfermo, comprendió que no podía esperar ayuda.

— ¡Firma aquí! — ordenó el jefe a prueba, poniendo delante de sus narices un papel-. Es una declaración de que entramos con una orden judicial, que te mostramos muestras identificaciones, que todo está en regla, que hemos procedido con todo respeto y buena educación, que no tienes ninguna queja. ¡Fírmalo!

— ¡Jamás firmaré eso! — exclamó el viejo hirioso.

El hombre dio una rápida media vuelta y abofeteó a Alba en la cara. El golpe la lanzó al suelo. El senador Trueba se quedó paralizado de sorpresa y espanto, comprendiendo al fin que había llegado la hora de la verdad, después de casi noventa años de vivir bajo su propia ley.

— ¿Sabías que tu nieta es la puta de un guerrillero? — dijo el hombre.