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Abatido, el senador Trueba firmó el papel. Después se acercó trabajosamente a su nieta y la abrazó, acariciándole el pelo con una ternura desconocida en él.

— No te preocupes, hijita. Todo se va arreglar, no pueden hacerte nada, esto es un error, quédate tranquila–murmuraba.

Pero el hombre lo apartó brutalmente y gritó a los demás que había que irse. Dos matones se llevaron a Alba de los brazos casi en vilo. Lo último que ella vio fue la figura patética del abuelo, pálido como la cera, temblando, en camisa de dormir y descalzo, que desde el umbral de la puerta le aseguraba que al día siguiente iba a rescatarla, hablaría directamente con el general Hurtado, iría con sus abogados a buscarla donde quiera que estuviera, para llevarla de vuelta a la casa.

La subieron en tina camioneta junto al hombre que la había golpeado y otro que manejaba silbando. Antes que pusieran tiras de papel engomado en sus párpados, miró por última vez la calle vacía y silenciosa, extrañada que a pesar del escándalo y de los libros quemados, ningún vecino se hubiera asomado a mirar. Supuso que, tal como muchas veces lo había hecho ella misma, estaban atisbando por las rendijas de las persianas y los pliegues de las cortinas, o se habían tapado la cabeza con la almohada para no saber. La camioneta se puso en marcha y ella, ciega por primera vez, perdió la noción del espacio y el tiempo. Sintió una mano húmeda y grande en su pierna, sobando, pellizcando, subiendo, explorando, un aliento pesado en su cara susurrando te voy a calentar puta, ya lo verás, y otras voces y risas, mientras el vehículo daba vueltas y vueltas en lo que a ella le pareció un viaje interminable. No supo adónde la llevaban hasta que escuchó el ruido del agua y sintió las ruedas de la camioneta pasar sobre madera. Entonces adivinó su destino. Invocó a los espíritus de los tiempos de la mesa de tres patas y del inquieto azucarero de su abuela, a los fantasmas capaces de torcer el rumbo de los acontecimientos, pero ellos parecían haberla abandonado, porque la camioneta siguió por el mismo camino. Sintió un frenazo, oyó las pesadas puertas de un portón que se abrían rechinando y volvían a cerrarse después de su paso. Entonces Alba entró en su pesadilla, aquella que vieron su abuela en su carta astrológica al nacer y Luisa Mora, en un instante de premonición.

Los hombres la ayudaron a bajar. No alcanzó a dar dos pasos. Recibió el primer golpe en las costillas y cayó de rodillas, sin poder respirar. La levantaron entre dos de las axilas y la arrastraron un largo trecho. Sintió los pies sobre la tierra y después sobre la áspera superficie de un piso de cemento. Se detuvieron.

— Ésta es la nieta del senador Trueba, coronel–oyó decir.

— Ya veo–respondió otra voz.

Alba reconoció sin vacilar la voz de Esteban García y comprendió en ese instante que la había estado esperando desde el día remoto en que la sentó sobre sus rodillas, cuando ella era una criatura.

La hora de la verdad Capítulo XIV

Alba estaba encogida en la oscuridad. Habían quitado de un tirón el papel engomado de sus ojos y en su lugar colocaron una venda apretada. Tenía miedo. Recordó el entrenamiento de su tío Nicolás cuando la prevenía contra el peligro de tenerle miedo al miedo, y se concentró para dominar el temblor de su cuerpo y cerrar los oídos a los pavorosos ruidos que le llegaban del exterior. Procuró evocar los momentos felices con Miguel, buscando ayuda para engañar al tiempo y encontrar fuerzas para lo que iba a pasar, diciéndose que debía soportar unas cuantas horas sin que la traicionaran los nervios, hasta que su abuelo pudiera mover la pesada maquinaria de su poder y sus influencias, para sacarla de allí. Buscó en su memoria un paseo con Miguel a la costa, en otoño, mucho antes que el huracán de los acontecimientos pusiera el mundo patas arriba, en la época en que todavía las cosas se llamaban por nombres conocidos y las palabras tenían un significado único, cuando pueblo, libertad y compañero eran sólo eso, pueblo, libertad y compañero, y no eran todavía contraseñas. Trató de volver a vivir ese momento, la tierra roja y húmeda, el intenso olor de los bosques de pinos y eucaliptos, donde el tapiz de hojas secas se maceraba, después del largo y cálido verano, y donde la luz cobriza del sol se filtraba entre las copas de los árboles. Trató de recordar el frío, el silencio y esa preciosa sensación de ser los dueños de la tierra, de tener veinte años y la vida. por delante, de amarse tranquilos, ebrios de olor a bosque y de amor, sin pasado, sin sospechar el futuro, con la única increíble riqueza de ese instante presente, en que se miraban, se olían, se besaban, se exploraban, envueltos en el murmullo del viento entre los árboles y el rumor cercano de las olas reventando contra las rocas al pie del acantilado, estallando en un fragor de espuma olorosa, y ellos dos, abrazados dentro del mismo poncho como siameses en un mismo pellejo, riéndose y jurando que sería para siempre, convencidos de que eran los únicos en todo el universo en haber descubierto el amor.

Alba oía los gritos, los largos gemidos y la radio a todo volumen. El bosque, Miguel, el amor, se perdieron en el túnel profundo de su terror y se resignó a enfrentar su destino sin subterfugios.

Calculó que había transcurrido toda la noche y una buena parte del día siguiente, cuando se abrió la puerta por primera vez y dos hombres la sacaron de su celda. La condujeron entre insultos y amenazas a la presencia del coronel García, a quien ella podía reconocer a ciegas, por el hábito de su maldad, aun antes de oírle la voz. Sintió sus manos tomándole la cara, sus gruesos dedos en el cuello y las orejas.

Ahora vas a decirme dónde está tu amante–le dijo-. Eso nos evitará muchas molestias a los dos.

Alba respiró aliviada. ¡Entonces no habían detenido a Miguel!

— Quiero ir al baño–respondió Alba con la voz más firme que pudo articular.

— Veo que no vas a cooperar, Alba. Es una lástima–suspiró García-. Los muchachos tendrán que cumplir con su deber, yo no puedo impedirlo.

Hubo un breve silencio a su alrededor y ella hizo un esfuerzo desmesurado por

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no sabía si estaba soñando, ni de dónde provenía aquella pestilencia de sudor, de excremento, de sangre y orina y la voz de ese locutor de fútbol que anunciaba unos golpes finlandeses que nada tenían que ver con ella, entre otros bramidos cercanos y precisos. Un bofetón brutal la tiró al suelo, manos violentas la volvieron a poner de pie, dedos feroces se incrustaron en sus pechos triturándole los pezones y el miedo la venció por completo. Voces desconocidas la presionaban, entendía el nombre de Miguel, pero no sabía lo que le preguntaban y sólo repetía incansablemente un no monumental mientras la golpeaban, la manoseaban, le arrancaban la blusa, y ella ya no podía pensar, sólo repetir no y no y no, calculando cuánto podría resistir antes que se le agotaran las fuerzas, sin saber que eso era sólo el comienzo, hasta que se sintió desvanecer y los hombres la dejaron tranquila, tirada en el suelo, por un tiempo que le pareció muy corto.

Pronto oyó de nuevo la voz de García y adivinó que eran sus manos ayudándola a pararse, guiándola hasta una silla, acomodándole la ropa, poniéndole la blusa.

— ¡Ay, Dios! — dijo-. ¡Mira cómo te han dejado! Te lo advertí, Alba. Ahora trata de tranquilizarte, voy a darte una taza de café.

Alba rompió a llorar. El líquido tibio la reanimó, pero no sintió su sabor, porque lo tragaba mezclado con sangre. García sostenía la taza acercándosela con cuidado, como un enfermero.

— ¿Quieres fumar?

— Quiero ir al baño–dijo ella pronunciando cada sílaba con dificultad a través de los labios hinchados.

— Por supuesto, Alba. Te llevarán al baño y después podrás descansar. Yo soy tu amigo, comprendo perfectamente tu situación. Estás enamorada y por eso lo proteges. Yo sé que tú no tienes nada que ver con la guerrilla. Pero los muchachos no me creen cuando se lo digo, no se van a conformar hasta que no les digas dónde está Miguel. En realidad ya lo tienen cercado, saben dónde está, lo atraparán, pero quieren estar seguros de que tú no tienes nada que ver con la guerrilla, ¿entiendes? Si lo proteges, si te niegas a hablar, ellos seguirán sospechando de ti. Diles lo que quieren saber y entonces yo mismo te llevaré a tu casa. ¿Se lo dirás, verdad?