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— Quiero ir al baño–repitió Alba.

— Veo que eres testaruda, como tu abuelo. Está bien. Irás al baño. Te voy a dar la oportunidad de pensar un poco–dijo García.

La llevaron a un baño y tuvo que hacer caso omiso del hombre que estaba a su lado tomándola del brazo. Después la condujeron a su celda. En el pequeño cubo solitario de su prisión trató de aclarar sus ideas, pero estaba atormentada por el dolor de la paliza, la sed, la venda apretada en las sienes, el ruido atronador de la radio, el terror de las pisadas que se acercaban y el alivio cuando se alejaban, los gritos y las órdenes. Se encogió como un feto en el suelo y se abandonó a sus múltiples sufrimientos. Así estuvo varias horas, tal vez días. Dos veces fue un hombre a sacarla y la guió a una letrina fétida, donde no pudo lavarse, porque no había agua. Le daba un minuto de tiempo y la ponía sentada en el excusado con otra persona silenciosa y torpe como ella. No podía adivinar si era otra mujer o un hombre. Al principio lloró, lamentando que su tío Nicolás no le hubiera dado un entrenamiento especial para soportar la humillación, que le parecía peor que el dolor, pero al fin se resignó a su propia inmundicia y dejó de pensar en la insoportable necesidad de lavarse. Le dieron de comer maíz tierno, un pequeño trozo de pollo y un poco de helado, que ella adivinó por el sabor, el olor, la temperatura, y devoró apresuradamente con la mano, extrañada de aquella cena de lujo, inesperada en aquel lugar. Después se enteró que la comida

para los prisioneros de ese recinto de tortura provenía de la nueva sede del gobierno, que se había instalado en un improvisado edificio, porque el antiguo Palacio de los Presidentes no era más que un montón de escombros.

Trató de llevar la cuenta de los días transcurridos desde su detención, pero la soledad, la oscuridad y el miedo le trastornaron el tiempo y le dislocaron el espacio, creía ver cavernas pobladas de monstruos, imaginaba que la habían drogado y por eso sentía todos los huesos flojos y las ideas locas, se hacía el propósito de no comer ni beber, pero el hambre y la sed eran más fuertes que su decisión. Se preguntaba por qué su abuelo no había ido todavía a rescatarla. En los momentos de lucidez podía comprender que no era un mal sueño y que no estaba allí por error. Se propuso olvidar hasta el nombre de Miguel.

La tercera vez que la llevaron donde Esteban García, Alba estaba más preparada, porque a través de la pared de su celda podía oír lo que ocurría en la pieza de al lado, donde interrogaban a otros prisioneros, y no se hizo ilusiones. Ni siquiera intentó evocar los bosques de sus amores.

— Has tenido tiempo para pensar, Alba. Ahora vamos a hablar los dos tranquilamente y me dirás dónde está Miguel y así saldremos de esto rápido–dijo García.

— Quiero ir al baño–replicó Alba.

— Veo que te estás burlando de mí, Alba–dijo él-. Lo siento mucho, pero aquí no podemos perder el tiempo.

Alba no respondió.

— ¡Quítate la ropa! — ordenó García con otra voz.

Ella no obedeció. La desnudaron con violencia, arrancándole los pantalones a pesar de sus patadas. El recuerdo preciso de su adolescencia y del beso de García en el jardín le dieron la fuerza del odio. Luchó contra él, gritó por él, lloró, orinó y vomitó por él, hasta que se cansaron de golpearla y le dieron una corta tregua, que aprovechó para invocar a los espíritus comprensivos de su abuela, para que la ayudaran a morir. Pero nadie vino en su auxilio. Dos manos la levantaron, cuatro la acostaron en un catre metálico, helado, duro, lleno de resortes que le herían la espalda, y le ataron los tobillos y las muñecas con correas de cuero.

— Por última vez, Alba. ¿Dónde está Miguel? — preguntó García.

Ella negó silenciosamente. Le habían sujetado la cabeza con otra correa.

— Cuando estés dispuesta a hablar, levanta un dedo–dijo él.

Alba escuchó otra voz.

— Yo manejo la máquina–dijo.

Y entonces ella sintió aquel dolor atroz que le recorrió el cuerpo y la ocupó completamente y que nunca, en los días de su vida, podría llegar a olvidar. Se hundió en la oscuridad.

— ¡Les dije que tuvieran cuidado con ella, cabrones! — oyó la voz de Esteban García que le llegaba de muy lejos, sintió que le abrían los párpados, pero no vio nada más que un difuso resplandor, luego sintió un pinchazo en el brazo y volvió a perderse en la inconsciencia.

Un siglo después, Alba despertó mojada y desnuda. No sabía si estaba cubierta de sudor, de agua o de orina, no podía moverse, no recordaba nada, no sabía dónde estaba ni cuál era la causa de ese malestar intenso que la había reducido a una piltrafa. Sintió la sed del Sáhara y clamó por agua.

— Aguanta, compañera–dijo alguien a su lado-. Aguanta hasta mañana. Si tomas agua, te vienen convulsiones y puedes morir.

Abrió los ojos. No los tenía vendados. Un rostro vagamente familiar estaba inclinado sobre ella, unas manos la arroparon con una manta.

— ¿Te acuerdas de mí? Soy Ana Díaz. Fuimos compañeras en la universidad. ¿No me reconoces?

Alba negó con la cabeza, cerró los ojos y se abandonó a la dulce ilusión de la muerte. Pero unas horas más tarde despertó y al moverse sintió que le dolía hasta la última fibra de su cuerpo.

— Pronto te sentirás mejor–dijo una mujer que estaba acariciándole la cara y apartando unos mechones de pelo húmedo que le tapaban los ojos-. No te muevas y trata de relajarte. Yo estaré a tu lado, descansa.

— ¿Qué pasó? — balbuceó Alba.

— Te dieron fuerte, compañera–dijo la otra con tristeza.

— ¿Quién eres? — preguntó Alba.

— Ana Díaz. Estoy aquí desde hace una semana. A mi compañero también lo agarraron, pero todavía está vivo. Una vez al día lo veo pasar, cuando los llevan al baño.

— ¿Ana Díaz? — murmuró Alba.

— La misma. No éramos muy amigas en la universidad, pero nunca es tarde para empezar. La verdad es que la última persona que pensaba encontrar aquí eras tú, condesa–dijo con dulzura la mujer-. No hables, trata de dormir, para que se te haga más corto el tiempo. Poco a poco te volverá la memoria, no te preocupes. Es por la electricidad.

Pero Alba no pudo dormir, porque se abrió la puerta de la celda, entró un hombre.

— ¡Ponle la venda! — ordenó a Ana Díaz.

— ¡Por favor…! ¿No ve que está muy débil? Déjela descansar un poco…

— ¡Haz lo que te digo!

Ana se inclinó sobre el camastro y le puso la venda en los ojos. Luego quitó la manta y trató de vestirla, pero el guardia la apartó de un empujón; levantó a la prisionera por los brazos y la sentó. Otro entró a ayudarlo y entre los dos la llevaron en vilo, porque no podía caminar. Alba estaba segura de que se estaba muriendo, si es que no estaba muerta ya. Oyó que avanzaba por un corredor donde el ruido de las pisadas era devuelto por el eco. Sintió una mano en su cara, levantándole la cabeza.

— Pueden ciarle agua. Lávenla y póngale otra inyección. Vean si puede tragar un poco de café y me la traen–dijo García..

— ¿La vestimos, coronel?

— No.

Alba estuvo en manos de García mucho tiempo. A los pocos días él se dio cuenta que lo había reconocido, pero no abandonó la precaución de mantenerla con los ojos vendados, incluso cuando estaban solos. Diariamente traían y se llevaban nuevos prisioneros. Alba oía los vehículos, los gritos, el portón que se cerraba, y procuraba llevar la cuenta de los detenidos, pero era casi imposible. Ana Díaz calculaba que había alrededor de doscientos. García estaba muy ocupado, pero no dejó pasar un día sin vera Alba, alternando la violencia desatada, con su comedia de buen amigo. A veces