Se corrió la voz de que estaba agonizando. Los guardias abrieron la trampa de la perrera y la sacaron sin ningún esfuerzo, porque estaba muy liviana. La llevaron de nuevo donde el coronel García, que en esos días había renovado su odio, pero Alba no lo reconoció. Estaba más allá de su poder.
Por fuera, el hotel Cristóbal Colón tenía el mismo aspecto anodino de una escuela primaria, tal como yo lo recordaba. Había perdido la cuenta de los años que habían transcurrido desde la última vez que estuve allí y traté de hacerme la ilusión de que podría salir a recibirme el mismo Mustafá de antaño, aquel negro azul, vestido como una aparición oriental con su doble hilera de dientes de plomo y su cortesía de visir, el único negro auténtico del país, todos los demás eran pintados, como había asegurado Tránsito Soto. Pero no fue así. Un portero me condujo a un cubículo muy pequeño, me señaló un asiento y me indicó que esperara. Al poco rato apareció, en vez del espectacular Mustafá, una señora con el aire triste y pulcro de una tía provinciana, uniformada de azul con cuello blanco almidonado, que al verme tan anciano y desvalido, dio un ligero respingo. Llevaba una rosa roja en la mano.
— ¿El caballero viene solo? — preguntó.
— ¡Por supuesto que vengo solo! — exclamé.
La mujer me pasó la rosa y me preguntó qué cuarto prefería.
— Me da igual–respondí sorprendido.
— Están libres el Establo, el Templo y las Mil y Una Noches. ¿Cuál quiere?
— Las Mil y Una Noches–dije al azar.
Me condujo por un largo pasillo señalado con luces verdes y flechas rojas. Apoyado en mi bastón, arrastrando los pies, la seguí con dificultad. Llegamos a un pequeño patio donde se alzaba una mezquita en miniatura, provista de absurdas ojivas de vidrios coloreados.
— Es aquí. Si desea beber algo, pídalo por teléfono–indicó.
— Quiero hablar con Tránsito Soto. A eso he venido–dije.
— Lo siento, pero la señora no atiende a particulares. Sólo a proveedores.
— ¡Yo tengo que hablar con ella! Dígale que soy el senador Trueba. Me conoce.
— No recibe a nadie, ya le dije–replicó la mujer cruzándose de brazos.
Levanté el bastón y le anuncié que si en diez minutos no aparecía Tránsito Soto en persona, rompería los vidrios y todo lo que hubiera dentro de su caja de Pandora. La uniformada retrocedió espantada. Abrí la puerta de la mezquita y me encontré dentro de una Alhambra de pacotilla. Una corta escalera de azulejos, cubierta con falsas alfombras persas, conducía a una habitación hexagonal con una cúpula en el techo, donde alguien había puesto todo lo que pensaba que existía en un harén de Arabia, sin haber estado nunca allí: almohadones de damasco, pebeteros de vidrio, campanas y toda suerte de baratijas de bazar. Entre las columnas, multiplicadas hasta el infinito por la sabia disposición de los espejos, vi un baño de mosaico azul más grande que el dormitorio, con una gran alberca donde calculé que se podía lavar una vaca y, con mayor razón, podían retozar dos amantes juguetones. No se parecía en nada al Cristóbal Colón que yo había conocido. Me senté trabajosamente sobre la cama redonda, sintiéndome de súbito muy cansado. Me dolían mis viejos huesos. Levanté la vista y un espejo en el techo me devolvió mi imagen: un pobre cuerpo empequeñecido, un rostro triste de patriarca bíblico surcado de amargas arrugas y los restos de una blanca melena. «¡Cómo ha pasado el tiempo!», suspiré.
Tránsito Soto entró sin golpear.
— Me alegro de verlo, patrón–saludó tal como siempre.
Se había convertido en una señora madura, delgada, con un moño severo, ataviada con un vestido negro de lana y dos vueltas de perlas soberbias en el cuello, majestuosa y serena, con más aspecto de concertista de piano que de dueña de
prostíbulo. Me costó relacionarla con la mujer de antaño poseedora de una serpiente tatuada alrededor del ombligo. Me puse de pie para saludarla y no pude tutearla como antes.
— Se ve muy bien, Tránsito–dije, calculando que debía haber pasado los sesenta y cinco años.
— Me ha ido bien, patrón. ¿Se acuerda que cuando nos conocimos le dije que algún día yo sería rica? — sonrió ella.
— Me alegro que lo haya conseguido.
Nos sentamos lado a lado en la cama redonda. Tránsito sirvió un coñac para cada uno y me contó que la cooperativa de putas y maricones había sido un negocio estupendo durante diez largos años, pero que los tiempos habían cambiado y tuvieron que darle otro giro, porque por culpa de la libertad de las costumbres, el amor libre, la píldora y otras innovaciones, ya nadie necesitaba prostitutas, excepto los marineros y los viejos. «Las niñas decentes se acuestan gratis, imagínese la competencia», dijo ella. Me explicó que la cooperativa empezó a arruinarse y las socias tuvieron que ir a trabajar en otros oficios mejor remunerados y hasta Mustafá partió de vuelta a su patria. Entonces se le ocurrió que lo que se necesitaba era un hotel de citas, un sitio agradable para que las parejas clandestinas pudieran hacer el amor y donde un hombre no tuviera vergüenza de llevar a una novia por la primera vez. Nada de mujeres, ésas las pone el cliente. Ella misma lo decoró, siguiendo los impulsos de su fantasía y teniendo en consideración el gusto de la clientela y así, gracias a su visión comercial, que le indujo a crear un ambiente diferente en cada rincón disponible, el hotel Cristóbal Colón se convirtió en el paraíso de las almas perdidas y de los amantes furtivos. Tránsito Soto hizo salones franceses con muebles capitoné, pesebres con heno fresco y caballos de cartón piedra que observaban a los enamorados con sus inmutables ojos de vidrio pintado, cavernas prehistóricas, con estalactitas y teléfonos forrados en piel de puma.
— En vista de que no ha venido a hacer el amor, patrón, vamos a hablar a mi oficina, para dejarle este cuarto a la clientela–dijo Tránsito Soto.
Por el camino me contó que después del Golpe, la policía política había allanado el hotel un par de veces, pero cada vez que sacaban a las parejas de la cama y las arreaban a punta de pistola hasta el salón principal, se encontraban con que había uno o dos generales entre los clientes, de modo que habían dejado de molestar. Tenía muy buenas relaciones con el nuevo gobierno, tal como había tenido con todos los gobiernos anteriores. Me dijo que el Cristóbal Colón era un negocio floreciente y que todos los años ella renovaba algunos decorados, cambiando naufragios en islas polinésicas por severos claustros monacales y columpios barrocos por potros de tormento, según la moda, pudiendo introducir tanta cosa en una residencia de proporciones relativamente normales, gracias al artilugio de los espejos y las luces, que podían multiplicar el espacio, engañar al clima, crear el infinito y suspender el tiempo.
Llegamos a su oficina, decorada como una cabina de aeroplano, desde donde manejaba su increíble organización con la eficiencia de un banquero. Me contó cuántas sábanas se lavaban, cuánto papel higiénico se gastaba, cuántos licores se consumían, cuántos huevos de codorniz se cocían diariamente–son afrodisíacos-, cuánto personal se necesitaba y a cuánto ascendía la cuenta de luz, agua y teléfono, para mantener navegando aquel descomunal portaaviones de los amores prohibidos.
— Y ahora, patrón, dígame qué puedo hacer por usted–dijo finalmente Tránsito Soto, acomodándose en su sillón reclinable de piloto aéreo, mientras jugueteaba con las
perlas del collar — -. Supongo que ha venido para que le devuelva el favor que le estoy debiendo desde hace medio siglo, ¿verdad?
Y entonces yo, que había estado esperando que ella me lo preguntara, abrí el torrente de mi ansiedad y se lo conté todo, sin guardarme nada, sin una sola pausa, desde el principio hasta el fin. Le dije que Alba es mi única nieta, que me he ido quedando solo en este mundo, que se me ha achicado el cuerpo y el alma, tal como Férula dijo al maldecirme, y lo único que me falta es morir como un perro, que esa nieta de pelo verde es lo último que me queda, el único ser que realmente me importa, que por desgracia salió idealista, un mal de familia, es una de esas personas destinadas a meterse en problemas y hacer sufrir a los que estamos cerca, le dio por andar asilando fugitivos en las embajadas, lo hacía sin pensar, estoy seguro, sin darse cuenta que el país está en guerra, guerra contra el comunismo internacional o contra el pueblo, ya no se sabe, pero guerra al fin, y que esas cosas están penadas por la ley, pero Alba anda siempre en la luna y no se da cuenta del peligro, no lo hace por maldad, todo lo contrario, lo hace porque tiene el corazón desenfrenado, igual como lo tiene su abuela, que todavía anda socorriendo pobres a mis espaldas en los cuartos abandonados de la casa, mi Clara clarividente, y cualquier tipo que llegue donde Alba contando el cuento de que lo persiguen, consigue que ella arriesgue el pellejo para ayudarlo, aunque sea un perfecto desconocido, yo se lo dije, se lo advertí muchas veces que podían ponerle una trampa y un día iba a resultar que el supuesto marxista era un agente de la policía política, pero ella no me hizo caso, nunca me ha hecho caso en su vida, es más testaruda que yo, pero aunque así sea, asilar a un pobre diablo de vez en cuando no es una fechoría, no es algo tan grave que merezca que la lleven detenida, sin considerar que es mi nieta, nieta de un senador de la República, miembro distinguido del Partido Conservador, no pueden hacer eso con alguien de mi propia casa, porque entonces qué diablos queda para los demás, si la gente como uno cae presa, quiere decir que nadie está a salvo, que no han valido de nada más de veinte años en el Congreso y tener todas las relaciones que tengo, yo conozco a todo el mundo en este país, por lo menos a toda la gente importante, incluso al general Hurtado, que es mi amigo personal, pero en este caso no me ha servido para nada, ni siquiera el cardenal me ha podido ayudar a ubicar a mi nieta, no es posible que ella desaparezca como por obra de magia, que se la lleven una noche y yo no vuelva a saber nada de ella, me he pasado un mes buscándola y la situación ya me está volviendo loco, éstas son las cosas que desprestigian a la Junta Militar en el extranjero y dan pie para que las Naciones Unidas comiencen a joder con los derechos humanos, yo al principio no quería oír hablar de muertos, de torturados, de desaparecidos, pero ahora no puedo seguir pensando que son embustes de los comunistas, si hasta los propios gringos, que fueron los primeros en ayudar a los militares y mandaron sus pilotos de guerra para bombardear el Palacio de los Presidentes, ahora están escandalizados por la matanza, y no es que esté en contra de la represión, comprendo que al principio es necesario tener firmeza para imponer el orden, pero se les pasó la mano, están exagerando las cosas y con el cuento de la seguridad interna y que hay que eliminar a los enemigos ideológicos, están acabando con todo el mundo, nadie puede estar de acuerdo con eso, ni yo mismo, que fui el primero en tirar plumas de gallinas a los cadetes y en propiciar el Golpe, antes que los demás tuvieran la idea en la cabeza, fui el primero en aplaudirlo, estuve presente en el Te Deum de la catedral, y por lo mismo no puedo aceptar que estén ocurriendo estas cosas en mi patria, que desaparezca la gente, que saquen a mi nieta de la casa a viva fuerza y yo no pueda impedirlo, nunca habían pasado cosas así aquí, por eso, justamente por eso, es que he tenido que venir a hablar con usted, Tránsito, nunca me imaginé hace cincuenta años, cuando usted era una muchachita raquítica en el Farolito Rojo, que algún día tendría