Se miraron asombrados. No habían comprendido ni la mitad del discurso, pero sabían reconocer la voz del amo cuando la escuchaban.
— Entendimos, patrón–dijo Pedro Segundo García-. No tenemos donde ir, siempre hemos vivido aquí. Nos quedamos.
Un niño se agachó y se puso a cagar y un perro sarnoso se acercó a olisquearlo. Esteban, asqueado, dio orden de guardar al niño, lavar el patio y matar al perro. Así comenzó la nueva vida que, con el tiempo, habría de hacerlo olvidar a Rosa.
Nadie me va a quitar de la cabeza la idea de que he sido un buen patrón. Cualquiera que hubiera visto Las Tres Marías en los tiempos del abandono y la viera ahora, que es un fundo modelo, tendría que estar de acuerdo conmigo. Por eso no puedo aceptar que mi nieta me venga con el cuento de la lucha de clases, porque si vamos al grano, esos pobres campesinos están mucho peor ahora que hace cincuenta años. Yo era como un padre para ellos. Con la reforma agraria nos jodimos todos.
Para sacar a Las Tres Marías de la miseria destiné todo el capital que había ahorrado para casarme con Rosa y todo lo que me enviaba el capataz de la mina, pero no fue el dinero el que salvó a esa tierra, sino el trabajo y la organización. Se corrió la voz de que había un nuevo patrón en Las Tres Marías y que estábamos quitando las piedras con bueyes y arando los potreros para sembrar. Pronto comenzaron a llegar algunos hombres a ofrecerse como braceros, porque yo pagaba bien y les daba abundante comida. Compré animales. Los animales eran sagrados para mí y aunque pasáramos el
año sin probar la carne, no se sacrificaban. Así creció el ganado. Organicé a los hombres en cuadrillas y después de trabajar en el campo, nos dedicábamos a reconstruir la casa patronal. No eran carpinteros ni albañiles, todo se lo tuve que enseñar yo con unos manuales que compré. Hasta plomería hicimos con ellos, arreglamos los techos, pintamos todo con cal, limpiamos hasta dejar la casa brillante por dentro y por fuera. Repartí los muebles entre los inquilinos, menos la mesa del comedor, que todavía estaba indemne a pesar de la polilla que había infectado todo, y la cama de fierro forjado que había sido de mis padres. Me quedé viviendo en la casa vacía, sin más mobiliario que esas dos cosas y unos cajones donde me sentaba, hasta que Férula me mandó de la capital los muebles nuevos que le encargué. Eran piezas grandes, pesadas, ostentosas, hechas para resistir muchas generaciones y adecuados para la vida de campo, la prueba es que se necesitó un terremoto para destruirlos. Los acomodé contra las paredes, pensando en la comodidad y no en la estética, y una vez que la casa estuvo confortable, me sentí contento y empecé a acostumbrarme a la idea de que iba a pasar muchos años, tal vez toda la vida, en Las Tres Marías.
Las mujeres de los inquilinos hacían turnos para servir en la casa patronal y ellas se encargaron de mi huerta. Pronto vi las primeras flores en el jardín que tracé con mi propia mano y que, con muy pocas modificaciones, es el mismo que existe hoy día. En esa época la gente trabajaba sin chistar. Creo que mi presencia les devolvió la seguridad y vieron que poco a poco esa tierra se convertía en un lugar próspero. Eran gente buena y sencilla, no había revoltosos. También es cierto que eran muy pobres e ignorantes. Antes que yo llegara se limitaban a cultivar sus pequeñas chacras familiares que les daban lo indispensable para no morirse de hambre, siempre que no los golpeara alguna catástrofe, como sequía, helada, peste, hormiga o caracol, en cuyo caso las cosas se les ponían muy difíciles. Conmigo todo eso cambió. Fuimos recuperando los potreros uno por uno, reconstruimos el gallinero y los establos y comenzamos a trazar un sistema de riego para que las siembras no dependieran del clima, sino de algún mecanismo científico. Pero la vida no era fácil. Era muy dura. A veces yo iba al pueblo y volvía con un veterinario que revisaba a las vacas y a las gallinas y, de paso, echaba una mirada a los enfermos. No es cierto que yo partiera del principio de que si los conocimientos del veterinario alcanzaban para los animales, también servían para los pobres, como dice mi nieta cuando quiere ponerme furioso. Lo que pasaba era que no se conseguían médicos por esos andurriales. Los campesinos consultaban a una meica indígena que conocía el poder de las yerbas y de la sugestión, a quien le tenían una gran confianza. Mucha más que al veterinario. Las parturientas daban a luz con ayuda de las vecinas, de la oración y de una comadrona que casi nunca llegaba a tiempo, porque tenía que hacer el viaje en burro, pero que igual servía para hacer nacer a un niño, que para sacarle el ternero a una vaca atravesada. Los enfermos graves, esos que ningún encantamiento de la meica ni pócima del veterinario podían curar, eran llevados por Pedro Segundo García o por mí en una carreta al hospital de las monjas, donde a veces había algún médico de turno que los ayudaba a morir. Los muertos iban a parar con sus huesos a un pequeño camposanto junto a la parroquia abandonada, al pie del volcán, donde ahora hay un cementerio como Dios manda. Una o dos veces al año yo conseguía un sacerdote para que fuera a bendecir las uniones, los animales y las máquinas, bautizar a los niños y decir alguna oración atrasada a los difuntos. Las únicas diversiones eran capar a los cerdos y a los toros, las peleas de gallos, la rayuela y las increíbles historias de Pedro García, el viejo, que en paz descanse. Era el padre de Pedro Segundo y decía que su abuelo había combatido en las filas de los patriotas que echaron a los españoles de América. Enseñaba a los niños a dejarse picar por las arañas y tomar orina de mujer encinta para inmunizarse. Conocía casi tantas yerbas como la meica, pero se confundía en el momento de decidir
su aplicación y cometía algunos errores irreparables. Para sacar muelas, sin embargo, reconozco que tenía un sistema insuperable, que le había dado justa fama en toda la zona, era una combinación de vino tinto y padrenuestros, que sumía al paciente en trance hipnótico. A mí me sacó una muela sin dolor y si estuviera vivo, sería mi dentista.
Muy pronto empecé a sentirme a gusto en el campo. Mis vecinos más próximos quedaban a una buena distancia a lomo de caballo, pero a mí no me interesaba la vida social, me complacía la soledad y además tenía mucho trabajo entre las manos. Me fui convirtiendo en un salvaje, se me olvidaron las palabras, se me acortó el vocabulario, me puse muy mandón. Como no tenía necesidad de aparentar ante nadie, se acentuó el mal carácter que siempre he tenido. Todo me daba rabia, me enojaba cuando veía a los niños rondando las cocinas para robarse el pan, cuando las gallinas alborotaban en el patio, cuando los gorriones invadían los maizales. Cuando el mal humor empezaba a estorbarme y me sentía incómodo en mi propio pellejo, salía a cazar. Me levantaba mucho antes que amaneciera y partía con una escopeta al hombro, mi morral y mi perro perdiguero. Me gustaba la cabalgata en la oscuridad, el frío del amanecer, el largo acecho en la sombra, el silencio, el olor de la pólvora y la sangre, sentir contra el hombro recular el arma con un golpe seco y ver a la presa caer pataleando, eso me tranquilizaba y cuando regresaba de una cacería, con cuatro conejos miserables en el morral y unas perdices tan perforadas que no servían para cocinarlas, medio muerto de fatiga y lleno de barro, me sentía aliviado y feliz.
Cuando pienso en esos tiempos, me da una gran tristeza. La vida se me pasó muy rápido. Si volviera a empezar hay algunos errores que no cometería, pero en general no me arrepiento de nada. Sí, he sido un buen patrón, de eso no hay duda.
Los primeros meses Esteban Trueba estuvo tan ocupado canalizando el agua, cavando pozos, sacando piedras, limpiando potreros y reparando los gallineros y los establos, que no tuvo tiempo de pensar en nada. Se acostaba rendido y se levantaba al alba, tomaba un magro desayuno en la cocina y partía a caballo a vigilar las labores del campo. No regresaba hasta el atardecer. A esa hora hacía la única comida completa del día, solo en el comedor de casa. Los primeros meses se hizo el propósito de bañarse y cambiarse ropa diariamente a la hora de cenar, como había oído que hacían los colonos ingleses en las más lejanas aldeas del Asia y del África, para no perder la dignidad y el señorío. Se vestía con su mejor ropa, se afeitaba y ponía en el gramófono las mismas arias de sus óperas preferidas todas las noches. Pero poco a poco se dejó vencer por la rusticidad y aceptó que no tenía vocación de petimetre, especialmente si no había nadie que pudiera apreciar, el esfuerzo. Dejó de afeitarse, se cortaba el pelo cuando le llegaba por los hombros, y siguió bañándose sólo porque tenía el hábito muy arraigado, pero se despreocupó de su ropa y de sus modales. Fue convirtiéndose en un bárbaro. Antes de dormir leía un rato o jugaba ajedrez, había desarrollado la habilidad de competir contra un libro sin hacer trampas y de perder las partidas sin enojarse. Sin embargo, la fatiga del trabajo no fue suficiente para sofocar su naturaleza fornida y sensual. Empezó a pasar malas noches, las frazadas le parecían muy pesadas, las sábanas demasiado suaves. Su caballo le jugaba malas pasadas y de repente se convertía en una hembra formidable, una montaña dura y salvaje de carne, sobre la cual cabalgaba hasta molerse los huesos. Los tibios y perfumados melones de la huerta le parecían descomunales pechos de mujer y se sorprendía enterrando la cara en la manta de su montura, buscando en el agrio olor del sudor de la bestia, la semejanza con aquel aroma lejano y prohibido de sus primeras prostitutas. En la noche se acaloraba con pesadillas de mariscos podridos, de