Barrabás acompañaba a la niña de día y de noche, excepto en los períodos normales de su actividad sexual. Estaba siempre rondándola como una gigantesca sombra tan silenciosa como la misma niña, se echaba a sus pies cuando ella se sentaba y en la noche dormía a su lado con resoplidos de locomotora. Llegó a compenetrarse tan bien con su ama, que cuando ésta salía a caminar sonámbula por la casa, el perro la seguía en la misma actitud. Las noches de luna llena era común verlos paseando por los corredores, como dos fantasmas flotando en la pálida luz. A medida que el perro fue creciendo, se hicieron evidentes sus distracciones. Nunca comprendió la naturaleza translúcida del cristal y en sus momentos de emoción solía embestir las ventanas al trote, con la inocente intención de atrapar alguna mosca. Caía al otro lado en un estrépito de vidrios rotos, sorprendido y triste. En aquellos tiempos los cristales venían de Francia por barco y la manía del animal de lanzarse contra ellos llegó a ser un problema, hasta que Clara ideó el recurso extremo de pintar gatos en los vidrios. Al convertirse en adulto, Barrabás dejó de fornicar con las patas del piano, como lo hacía en su infancia, y su instinto reproductor se ponía de manifiesto sólo cuando olía alguna perra en celo en la proximidad. En esas ocasiones no había cadena ti¡ puerta que pudiera retenerlo, se lanzaba a la calle venciendo todos los obstáculos que se le ponían por delante y se perdía por dos o tres días. Volvía siempre con la pobre perra colgando atrás suspendida en el aire, atravesada por su enorme masculinidad. Había que
esconder a los niños para que no vieran el horrendo espectáculo del jardinero mojándolos con agua fría hasta que, después de mucha agua, patadas y otras ignominias, Barrabás se desprendía de su enamorada, dejándola agónica en el patio de la casa, donde Severo tenía que rematarla con un tiro de misericordia.
La adolescencia de Clara transcurrió suavemente en la gran casa de tres patios de sus padres, mimada por sus hermanos mayores, por Severo que la prefería entre todos sus hijos, por Nívea y por la Nana, que alternaba sus siniestras excursiones disfrazada de cuco, con los más tiernos cuidados. Casi todos sus hermanos se habían casado o partido, unos de viaje, otros a trabajar a provincia, y la gran casa, que había albergado a una familia numerosa, estaba casi vacía, con muchos cuartos cerrados. La niña ocupaba el tiempo que le dejaban sus preceptores en leer, mover sin tocar los objetos más diversos, corretear a Barrabás, practicar juegos de adivinación y aprender a tejer que, de todas las artes domésticas, fue la única que pudo dominar. Desde aquel Jueves Santo en que el padre Restrepo la acusó de endemoniada, hubo una sombra sobre su cabeza que el amor de sus padres y la discreción de sus hermanos consiguió controlar, pero la fama de sus extrañas habilidades circuló en voz baja en las tertulias de señoras. Nívea se dio cuenta que a su hija nadie la invitaba y hasta sus propios primos la eludían. Procuró compensar la falta de amigos con su dedicación total, con tanto éxito, que Clara creció alegremente y en los años posteriores recordaría su infancia como un período luminoso de su existencia, a pesar de su soledad y de su mudez. Toda su vida guardaría en la memoria las tardes compartidas con su madre en la salita de costura, donde Nívea cosía a máquina ropa para los pobres y le contaba cuentos y anécdotas familiares. Le mostraba los daguerrotipos de la pared y le narraba el pasado.
— ¿Ve este señor tan serio, con barba de bucanero? Es el tío Mateo, que se fue al Brasil por un negocio de esmeraldas, pero una mulata de fuego le hizo mal de ojo. Se le cayó el pelo, se le desprendieron las uñas, se le soltaron los dientes. Tuvo que ir a ver a un hechicero, un brujo vudú, un negro retinto, que le dio un amuleto y se le afirmaron los dientes, le salieron uñas nuevas y recuperó el pelo. Mírelo, hijita, tiene más pelo que un indio: es el único calvo en el mundo que volvió a echar pelo.
Clara sonreía sin decir nada y Nívea seguía hablando porque se había acostumbrado al silencio de su hija. Por otra parte, tenía la esperanza que de tanto meterle ideas en la cabeza, tarde o temprano haría una pregunta y recuperaría el habla.
— Y éste decía–es el tío Juan. Yo lo quería mucho. Una vez se tiró un pedo y fue su condena a muerte, una gran desgracia. Sucedió en un almuerzo campestre. Estábamos todas las primas un fragante día de primavera, con nuestros vestidos de muselina y nuestros sombreros con flores y cintas, y los muchachos lucían su mejor ropa dominguera. Juan se quitó su chaqueta blanca, ¡ parece que lo estoy viendo! Se arremangó la camisa y se colgó airoso de la rama de un árbol para provocar, con sus proezas de trapecista, la admiración de Constanza Andrade, que fue Reina de la Vendimia, y que desde la primera vez que la vio, perdió la tranquilidad, devorado por el amor. Juan hizo dos flexiones impecables, una vuelta completa y al siguiente movimiento lanzó una sonora ventosidad. ¡No se ría, Clarita! Fue terrible. Se produjo un silencio confundido y la Reina de la Vendimia empezó a reír descontroladamente. Juan se puso su chaqueta, estaba muy pálido, se alejó del grupo sin prisa y no lo volvimos a ver más. Lo buscaron hasta en la Legión Extranjera, preguntaron por él en todos los consulados, pero nunca más se supo de su existencia. Yo creo que se metió a misionero y se fue a cuidar leprosos ala Isla de Pascua, que es lo más lejos que se puede llegar para olvidar y para que lo olviden, porque queda fuera de las rutas de
navegación y ni siquiera figura en los mapas de los holandeses. Desde entonces la gente lo recuerda como Juan del Pedo.
Nívea llevaba a su hija a la ventana y le mostraba el tronco seco del álamo.
— Era un árbol enorme–decía-. Lo hice cortar antes que naciera mi hijo mayor. Dicen que era tan alto, que desde la punta se podía ver toda la ciudad, pero el único que llegó tan arriba, no tenía ojos para verla. Cada hombre de la familia Del Valle, cuando quiso ponerse pantalones largos, tuvo que treparlo para probar su valor. Era algo así como un rito de iniciación. El árbol estaba lleno de marcas. Yo misma pude comprobarlo cuando lo cortaron. Desde las primeras ramas intermedias, gruesas como chimeneas, ya se podían ver la marcas dejadas por los abuelos que hicieron su ascenso en su época. Por las iniciales grabadas en el tronco se sabía de los que habían subido más alto, de los más valientes, y también de los que se habían detenido, asustados. Un día le tocó a jerónimo, el primo ciego. Subió tanteando las ramas sin vacilar, porque no veía la altura y no presentía el vacío. Llegó a la cima, pero no pudo terminar la jota de su inicial, porque se desprendió como una gárgola y se fue de cabeza al suelo, a los pies de su padre y sus hermanos. Tenía quince años. Llevaron el cuerpo envuelto en una sábana a su madre, la pobre mujer los escupió a todos en la cara, les gritó insultos de marinero y maldijo a la raza de hombres que había incitado a su hijo a subir al árbol, hasta que se la llevaron las monjas de la Caridad envuelta en una camisa de fuerza. Yo sabía que algún día mis hijos tendrían que continuar esa bárbara tradición. Por eso lo hice cortar. No quería que Luis y los otros niños crecieran con la sombra de ese patíbulo en la ventana.
A veces Clara acompañaba a su madre y a dos o tres de sus amigas sufragistas a visitar fábricas, donde se subían en unos cajones para arengar a las obreras, mientras desde una prudente distancia, los capataces y los patrones las observaban burlones y agresivos. A pesar de su corta edad y su completa ignorancia de las cosas del mundo, Clara podía percibir el absurdo de la situación y describía en sus cuadernos el contraste entre su madre y sus amigas, con abrigos de piel y botas de gamuza, hablando de opresión, de igualdad y de derechos, a un grupo triste y resignado de trabajadoras, con sus toscos delantales de dril y las manos rojas por los sabañones. De la fábrica, las sufragistas se iban a la confitería de la Plaza de Armas a tomar té con pastelitos y comentar los progresos de la campaña, sin que esta distracción frívola las apartara ni un ápice de sus inflamados ideales. Otras veces su madre la llevaba a las poblaciones marginales y a los conventillos, donde llegaban con el coche cargado de alimentos y ropa que Nívea y sus amigas cosían para los pobres. También en esas ocasiones, la niña escribía con asombrosa intuición que las obras de caridad no podían mitigar la monumental injusticia. La relación con su madre era alegre e íntima, y Nívea, a pesar de haber tenido quince hijos, la trataba como si fuera la única, estableciendo un vínculo tan fuerte, que se prolongó en las generaciones posteriores como una tradición familiar.