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— Ave María Purísima.

— Sin pecado concebida.

— Te escucho, hija.

— Padre, no sé cómo comenzar. Creo que lo que hice es pecado… — ¿De la carne, hija?

— ¡Ay! La carne está seca, padre, pero el espíritu no. Me atormenta el demonio.

— La misericordia de Dios es infinita.

— Usted no conoce los pensamientos que pueden haber en la mente de una mujer sola, padre, una virgen que no ha conocido varón, y no por falta de oportunidades, sino porque Dios le mandó a mi madre una larga enfermedad y tuve que cuidarla.

— Ese sacrificio está registrado en el Cielo, hija mía.

— ¿Aunque haya pecado de pensamiento, padre?

— Bueno, depende del pensamiento…

— En la noche no puedo dormir, me sofoco. Para calmarme me levanto y camino por el jardín, vago por la casa, voy al cuarto de mi cuñada, pego el oído a la puerta, a veces entro de puntillas para verla cuando duerme, parece un ángel, tengo la tentación de meterme en su cama para sentir la tibieza de su piel y su aliento.

— Reza, hija. La oración ayuda.

— Espere, no se lo he dicho todo. Me avergüenzo.

— No debes avergonzarte de mí, porque no soy más que un instrumento de Dios.

— Cuando mi hermano viene del campo es mucho peor, padre. De nada me sirve la oración, no puedo dormir, transpiro, tiemblo, por último me levanto y cruzo toda la casa a oscuras, deslizándome por los pasillos con mucho cuidado para que no cruja el piso. Los oigo a través de la puerta de su dormitorio y una vez pude verlos, porque se había quedado la puerta entreabierta. No le puedo contar lo que vi, padre, pero debe ser un pecado terrible. No es culpa de Clara, ella es inocente como un niño. Es mi hermano el que la induce. Él se condenará con seguridad.

— Sólo Dios puede juzgar y condenar, hija mía. ¿Qué hacían?

Y entonces Férula podía tardar media hora en dar los detalles. Era una narradora virtuosa, sabía colocar la pausa, medir la entonación, explicar sin gestos, pintando un cuadro tan vívido, que el oyente parecía estarlo viviendo, era increíble cómo podía percibir desde la puerta entreabierta la calidad de los estremecimientos, la abundancia de los jugos, las palabras murmuradas al oído, los olores más secretos, un prodigio, en verdad. Desahogada de aquellos tumultuosos estados de ánimo, regresaba a la casa con su máscara de ídolo, impasible y severa, y vamos, dando órdenes, contando los cubiertos, disponiendo la comida, echando llave, exigiendo póngame esto aquí, se lo ponían, cambien las flores de los jarrones, las cambiaban, laven los vidrios, hagan callar a esos pájaros del diablo, que la bullaranga no deja dormir a la señora Clara y con tanto cacareo se le va a espantar la criatura y capaz que nazca alelada. Nada escapaba a sus ojos vigilantes y estaba siempre en actividad, en contraste con Clara, que todo lo encontraba muy bonito y le daba lo mismo comer trufas rellenas o sopa de sobras, dormir en colchón de plumas o sentada en una silla, bañarse en aguas perfumadas o no bañarse. A medida que avanzaba su estado de gravidez, parecía irse despegando irremisiblemente de la realidad y volcándose hacia el interior de sí misma, en un diálogo secreto y constante con la criatura.

Esteban quería un hijo que llevara su nombre y le pasara a su descendencia el apellido de los Trueba.

— Es una niña y se llama Blanca–dijo Clara desde el primer día que anunció su embarazo.

Y así fue.

El doctor Cuevas, a quien Clara le había finalmente perdido el miedo, calculaba que el alumbramiento debía producirse a mediados de octubre, pero a principios de noviembre Clara seguía bamboleando una panza enorme, en estado semisonámbulo, cada vez más distraída y cansada, asmática, indiferente a todo lo que la rodeaba, incluso su marido, a quien a veces ni siquiera reconocía y le preguntaba ¿qué se le ofrece? cuando lo veía a su lado. Una vez que el médico descartó cualquier posible error en sus matemáticas y fue evidente que Clara no tenía ninguna intención de parir por la vía natural, procedió a abrir la barriga a la madre y sustraer a Blanca, que resultó ser una niña más peluda y fea que lo usual. Esteban sufrió un escalofrío cuando la vio, convencido de que había sido burlado por el destino y en vez del Trueba legítimo que le prometió a su madre en el lecho de muerte, había engendrado un monstruo y, para colmo, de sexo femenino. Revisó a la niña personalmente y comprobó que tenía todas sus partes en el sitio correspondiente, al menos aquellas visibles al ojo humano. El doctor Cuevas lo consoló con la explicación de que el aspecto repugnante de la criatura se debía a que había pasado más tiempo que lo normal dentro de su madre, al sufrimiento de la cesárea y a su constitución pequeña, delgada, morena y algo peluda. Clara, en cambio, estaba encantada con su hija. Pareció despertar de un largo sopor y descubrir la alegría de estar viva. Tomó a la niña en los brazos y no la soltó más, andaba con ella prendida al pecho, dándole de mamar en todo momento, sin horario fijo y sin contemplaciones con las buenas maneras o el pudor, como una indígena. No quiso fajarla, cortarle el pelo, perforarle las orejas o contratarle una aya para que la criara y mucho menos recurrir a la leche de algún laboratorio, como hacían todas las señoras que podían pagar ese lujo. Tampoco aceptó la receta de la Nana de darle leche de vaca diluida en agua de arroz, porque concluyó que si la naturaleza hubiera querido que los humanos se criaran así, habría hecho que los senos femeninos secretaran ese tipo de producto. Clara le hablaba a la niña todo el tiempo, sin usar medias lenguas ni diminutivos, en correcto español, como si dialogara con una adulta, en la misma forma pausada y razonable en que le hablaba a los animales y a las plantas, convencida de que si le había dado resultado con la flora y la fauna, no había ninguna razón para que no fuera lo indicado también con la niña. La combinación de leche materna y conversación tuvo la virtud de transformar a Blanca en una niña saludable y casi hermosa, que no se parecía en nada al armadillo que era cuando nació.

Pocas semanas después del nacimiento de Blanca, Esteban Trueba pudo comprobar, mediante los retozos en el velero del agua mansa de la seda azul, que su esposa no había perdido con la maternidad el encanto o la buena disposición para hacer el amor, sino todo lo contrario. Por su parte Férula, demasiado ocupada con la crianza de la niña, que tenía pulmones formidables, carácter impulsivo y apetito voraz, no tenía tiempo para ir a rezar a los conventillos, para confesarse con el padre Antonio y mucho menos para espiar por la puerta entreabierta.

El tiempo de los espíritus Capítulo IV

A una edad en que la mayoría de los niños anda con pañales y a cuatro patas, balbuceando incoherencias y chorreando baba, Blanca parecía una enana razonable, caminaba a tropezones, pero en sus dos piernas, hablaba correctamente y comía sola, debido al sistema de su madre de tratarla como persona mayor. Tenía todos sus dientes y empezaba a abrir los armarios para alborotar su contenido, cuando la familia decidió ir a pasar el verano a Las Tres Marías, que Clara no conocía más que de referencia. En ese período de la vida de Blanca, la curiosidad era más fuerte que el instinto de supervivencia y Férula pasaba apuros corriendo detrás de ella para evitar que se precipitara del segundo piso, se metiera en el horno o se tragara el jabón. La idea de ir al campo con la niña le parecía peligrosa, agobiante e inútil, puesto que Esteban podía arreglarse solo en Las Tres Marías, mientras ellas disfrutaban de tina existencia civilizada en la capital. Pero Clara estaba entusiasmada. El campo le parecía una idea romántica, porque nunca había estado dentro de un establo, como decía Férula. Los preparativos del viaje ocuparon a toda la familia durante más de dos semanas y la casa se atiborró de baúles, canastos y maletas. Alquilaron un vagón especial en el tren para desplazarse con el increíble equipaje y los sirvientes que Férula consideró necesario llevar, además de las jaulas de los pájaros, que Clara no quiso abandonar y las cajas de juguetes de Blanca, llenas de arlequines mecánicos, figuritas de loza, animales de trapo, bailarinas de cuerda y muñecas con pelo de gente y articulaciones humanas, que viajaban con sus propios vestidos, coches y vajillas. Al ver aquella multitud desconcertada y nerviosa y aquel tumulto de bártulos, Esteban se sintió derrotado por primera vez en su vida, especialmente cuando descubrió entre el equipaje un san Antonio de tamaño natural, con ojos estrábicos y sandalias repujadas. Miraba el caos que lo rodeaba, arrepentido de la decisión de viajar con su mujer y su hija, preguntándose cómo era posible que él sólo necesitara de sus dos maletas para ir por el mundo y ellas, en cambio, llevaran ese cargamento de trastos y esa procesión de sirvientes que nada tenían que ver con el propósito del viaje.