— No, gracias, patrón–respondió Tránsito acariciando su serpiente con una uña pintada de laca china-. No me conviene salir de un capitalista para caer en otro. Lo que hay que hacer es una cooperativa y mandar a la madame al carajo. ¿No ha oído hablar de eso? Váyase con cuidado, mire que si sus inquilinos le forman una cooperativa en el campo, usted se jodió. Lo que yo quiero es una cooperativa de putas. Pueden ser putas y maricones, para darle más amplitud al negocio. Nosotros ponemos todo, el capital y el trabajo. ¿Para qué queremos un patrón?
Hicimos el amor en la forma violenta y feroz que yo casi había olvidado de tanto navegar en el velero de aguas mansas de la seda azul. En aquel desorden de almohadas y sábanas, apretados en el nudo vivo del deseo, atornillándonos hasta desfallecer, volví a sentirme de veinte años, contento de tener en los brazos a esa hembra brava y prieta que no se deshacía en hilachas cuando la montaban, una yegua fuerte a quien cabalgar sin contemplaciones, sin que a uno las manos le queden muy pesadas, la voz muy dura, los pies muy grandes o la barba muy áspera, alguien como
uno, que resiste un sartal de palabrotas al oído y no necesitaba ser acunado con ternuras ni engañado con galanteos. Después, adormecido y feliz, descansé un rato a su lado, admirando la curva sólida de su cadera y el temblor de su serpiente.
— Nos volveremos a ver, Tránsito–dije al darle la propina.
— Eso mismo le dije yo antes, patrón tse acuerda? — me contestó con un último vaivén de su serpiente.
En realidad, no tenía intención de volver a verla. Más bien prefería olvidarla.
No habría mencionado este episodio si Tránsito Soto no hubiera jugado un papel tan importante para mí mucho tiempo después, porque, como ya dije, no soy hombre de prostitutas. Pero esta historia no habría podido escribirse si ella no hubiera intervenido para salvarnos y salvar, de paso, nuestros recuerdos.
Pocos días después, cuando el doctor Cuevas estaba preparándoles el ánimo para volver a abrir la barriga a Clara, murieron Severo y Nívea del Valle, dejando varios hijos y cuarenta y siete nietos vivos. Clara se enteró antes que los demás a través de un sueño, pero no se lo dijo más que a Férula, quien procuró tranquilizarla explicándole que el embarazo produce un estado de sobresalto en el que los malos sueños son frecuentes. Duplicó sus cuidados, la friccionaba con aceite de almendras dulces para evitar las estrías en la piel del vientre, le ponía miel de abejas en los pezones para que no se le agrietaran, le daba de comer cáscara molida de huevo para que tuviera buena leche y no se le picaran los dientes y le rezaba oraciones de Belén para el buen parto. Dos días después del sueño, llegó Esteban Trueba más temprano que de costumbre a la casa, pálido y descompuesto, agarró a su hermana Férula de un brazo y se encerró con ella en la biblioteca.
— Mis suegros se mataron en un accidente–le dijo brevemente-. No quiero que Clara se entere hasta después del parto. Hay que hacer un muro de censura a su alrededor, ni periódicos, ni radio, ni visitas, ¡ nada! Vigila a los sirvientes para que nadie se lo diga.
Pero sus buenas intenciones se estrellaron contra la fuerza de las premoniciones de Clara. Esa noche volvió a soñar que sus padres caminaban por un campo de cebollas y que Nívea iba sin cabeza, de modo que así supo todo lo ocurrido sin necesidad de leerlo en el periódico ni de escucharlo por la radio. Despertó muy excitada y pidió a Férula que la ayudara a vestirse, porque debía salir en busca de la cabeza de su madre. Férula corrió donde Esteban y éste llamó al doctor Cuevas, quien, aun a riesgo de dañar a los mellizos, le dio una pócima para locos destinada a hacerla dormir dos días, pero que no tuvo ni el menor efecto en ella.
Los esposos Del Valle murieron tal como Clara lo soñó y tal como, en broma, Nívea había anunciado a menudo que morirían.
— Cualquier día nos vamos a matar en esta máquina infernal–decía Nívea señalando al viejo automóvil de su marido.
Severo del Valle tuvo desde joven debilidad por los inventos modernos. El automóvil no fue una excepción. En los tiempos en que todo el mundo se movilizaba a pie, en coche de caballos o en velocípedos, él compró el primer automóvil que llegó al país y que estaba expuesto como una curiosidad en una vitrina del centro. Era un prodigio mecánico que se desplazaba a la velocidad suicida de quince y hasta veinte kilómetros por hora, en medio del asombro de los peatones y las maldiciones de quienes a su paso quedaban salpicados de barro o cubiertos de polvo. Al principio fue combatido como un peligro público. Eminentes científicos explicaron por la prensa que el
organismo humano no estaba hecho para resistir un desplazamiento a veinte kilómetros por hora y que el nuevo ingrediente que llamaban gasolina podía inflamarse y producir una reacción en cadena que acabaría con la ciudad. Hasta la Iglesia se metió en el asunto. El padre Restrepo, que tenía a la familia Del Valle en la mira desde el enojoso asunto de Clara en la misa del Jueves Santo, se constituyó en guardián de las buenas costumbres e hizo oír su voz de Galicia contra los «amicis rerum novarum», amigos de las cosas nuevas, como esos aparatos satánicos que comparó con el carro de fuego en que el profeta Elías desapareció en dirección al cielo. Pero Severo ignoró el escándalo y al poco tiempo otros caballeros siguieron su ejemplo, hasta que el espectáculo de los automóviles dejó de ser una novedad. Lo usó por más de diez años, negándose a cambiar el modelo cuando la ciudad se llenó de carros modernos que eran más eficientes y seguros, por la misma razón que su esposa no quiso eliminar a los caballos de tiro hasta que murieron tranquilamente de vejez. El Sunbeam tenía cortinas de encaje y dos floreros de cristal en los costados, donde Nívea mantenía flores frescas, era todo forrado en madera pulida y en cuero ruso y sus piezas de bronce eran brillantes como el oro. A pesar de su origen británico, fue bautizado con un nombre indígena, Covadonga. Era perfecto, en verdad, excepto porque nunca le funcionaron bien los frenos. Severo se enorgullecía de sus habilidades mecánicas. Lo desarmó varias veces intentando arreglarlo y otras tantas se lo confió al Gran Cornudo, un mecánico italiano que era el mejor del país. Le debía su apodo a una tragedia que había ensombrecido su vida. Decían que su mujer, hastiada de ponerle cuernos sin que él se diera por aludido, lo abandonó una noche tormentosa, pero antes de marcharse ató unos cuernos de carnero que consiguió en la carnicería, en las puntas de la reja del taller mecánico. Al día siguiente, cuando el italiano llegó a su trabajo, encontró un corrillo de niños y vecinos burlándose de él. Aquel drama, sin embargo, no mermó en nada su prestigio profesional, pero él tampoco pudo componer los frenos del Covadonga. Severo optó por llevar una piedra grande en el automóvil y cuando estacionaba en pendiente, un pasajero apretaba el freno de pie y el otro descendía rápidamente y ponía la piedra por delante de las ruedas. El sistema en general daba buen resultado, pero ese domingo fatal, señalado por el destino como el último de sus vidas, no fue así. Los esposos Del Valle salieron a pasear a las afueras de la ciudad como hacían siempre que había un día asoleado. De pronto los frenos dejaron de funcionar por completo y antes que Nívea alcanzara a saltar del coche para colocar la piedra, o Severo a maniobrar, el automóvil se fue rodando cerro abajo. Severo trató de desviarlo o de detenerlo, pero el diablo se había apoderado de la máquina que voló descontrolada hasta estrellarse contra una carretela cargada de fierro de construcción. Una de las láminas entró por el parabrisas y decapitó a Nívea limpiamente. Su cabeza salió disparada y a pesar de la búsqueda de la policía, los guardabosques y los vecinos voluntarios que salieron a rastrearla con perros, fue imposible dar con ella en dos días. Al tercero los cuerpos comenzaban a heder y tuvieron que enterrarlos incompletos en un funeral magnífico al cual asistió la tribu Del Valle y un número increíble de amigos y conocidos, además de las delegaciones de mujeres que fueron a despedir los restos mortales de Nívea, considerada para entonces la primera feminista del país y de quien sus enemigos ideológicos dijeron que si había perdido la cabeza en vida, no había razón para que la conservara en la muerte. Clara, recluida en su casa, rodeada de sirvientes que la cuidaban, con Férula como guardián y dopada por el doctor Cuevas, no asistió al sepelio. No hizo ningún comentario que indicara que sabía el espeluznante asunto de la cabeza perdida, por consideración a todos los que habían intentado ahorrarle ese último dolor, sin embargo, cuando terminaron los funerales y la vida pareció retornar a la normalidad, Clara convenció a Férula de que la acompañara a buscarla y fue inútil que su cuñada le diera más pócimas y píldoras, porque no desistió en su empeño. Vencida, Férula comprendió que no era posible seguir alegando que lo