Esteban sufría arrebatos de desesperación, porque ella lo trataba con la misma simpatía con que trataba a todo el mundo, le hablaba en el tono mimoso con que acariciaba a los gatos, era incapaz de darse cuenta si estaba cansado, triste, eufórico o con ganas de hacer el amor, en cambio le adivinaba por el color de sus irradiaciones cuándo estaba tramando alguna bellaquería y podía desarmarle una rabieta con un par de frases burlonas. Lo exasperaba que Clara nunca parecía estar realmente agradecida de nada y nunca necesitaba algo que él pudiera darle. En el lecho era distraída y
risueña como en todo lo demás, relajada y simple, pero ausente. Sabía que tenía su cuerpo para hacer todas las gimnasias aprendidas en los libros que escondía en un compartimiento de la biblioteca, pero hasta los pecados más abominables con Clara parecían retozos de recién nacido, porque era imposible salpicarlos con la sal de un mal pensamiento o la pimienta de la sumisión. Enfurecido, en algunas ocasiones Trueba volvió a sus antiguos pecados y tumbaba a una campesina robusta entre los matorrales durante las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños en la capital y él tenía que hacerse cargo del campo, pero el asunto, lejos de aliviarlo, le dejaba un mal sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialmente porque si se lo hubiera contado a su mujer, sabía que se habría escandalizado por el maltrato a la otra, pero en ningún caso por su infidelidad. Los celos, como muchos otros sentimientos propiamente humanos, a Clara no le incumbían. También fue al Farolito Rojo dos o tres veces, pero dejó de hacerlo porque ya no funcionaba con las prostitutas y tenía que tragarse la humillación con pretextos mascullados de que había tomado mucho vino, de que le cayó mal el almuerzo, de que hacía varios días que andaba resfriado. No volvió, sin embargo, a visitar a Tránsito Soto, porque presentía que ella contenía en sí misma el peligro de la adicción. Sentía un deseo insatisfecho bulléndole en las entrañas, un fuego imposible de apagar, una sed de Clara que nunca, ni aun en las noches más fogosas y prolongadas, conseguía saciar. Se dormía extenuado, con el–corazón–a punto de estallarle en el pecho, pero hasta en sus sueños estaba consciente de que la mujer que reposaba a su lado no estaba allí, sino en una dimensión desconocida a la que él jamás podría llegar. A veces perdía la paciencia y sacudía furioso a Clara, le gritaba los peores reclamos y terminaba llorando en su regazo y pidiendo perdón por su brutalidad. Clara comprendía, pero no podía remediarlo. El amor desmedido de Esteban Trueba por Clara fue sin duda el sentimiento más poderoso de su vida, mayor incluso que la rabia y el orgullo y medio siglo más tarde seguía invocándolo con el mismo estremecimiento y la misma urgencia. En su lecho de anciano la llamaría hasta el fin de sus días.
Las intervenciones de Férula agravaron el estado de ansiedad en que se debatía Esteban. Cada obstáculo que su hermana atravesaba entre Clara y él, lo ponía fuera de sí. Llegó a detestar a sus propios hijos porque absorbían la atención de la madre, se llevó a Clara a una segunda luna de miel en los mismos sitios de la primera, se escapaban a hoteles por el fin de semana, pero todo era inútil. Se convenció de que la culpa de todo la tenía Férula, que había sembrado en su mujer un germen maléfico que le impedía amarlo y que, en cambio, robaba con caricias prohibidas lo que le pertenecía como marido. Se ponía lívido cuando sorprendía a Férula bañando a Clara, le quitaba la esponja de las manos, la despedía con violencia y sacaba a Clara del agua prácticamente en vilo, la zarandeaba, le prohibía que volviera a dejarse bañar, porque a su edad eso era un vicio, y terminaba secándola él, arropándola en su bata y llevándola a la cama con la sensación de que hacía el ridículo. Si Férula servía a su mujer una taza de chocolate, se la arrebataba de las manos con el pretexto de que la trataba como a una inválida, si le daba un beso de buenas noches, la apartaba de un manotazo diciendo que no era bueno besuquearse, si le elegía los mejores trozos de la bandeja, se separaba de la mesa enfurecido. Los dos hermanos llegaron a ser rivales declarados, se medían con miradas de odio, inventaban argucias para descalificarse mutuamente a los ojos de Clara, se espiaban; se celaban. Esteban descuidó de ir al campo y puso a Pedro Segundo García a cargo de todo, incluso de las vacas importadas, dejó de salir con sus amigos, de ir a jugar al golf, de trabajar, para vigilar día y noche los pasos de su hermana y plantársele al frente cada vez que se acercaba a Clara. La atmósfera de la casa se hizo irrespirable, densa y sombría y hasta la Nana
andaba como espirituada. La única que permanecía ajena por completo a lo que estaba sucediendo, era Clara, que en su distracción e inocencia, no se daba cuenta de nada.
El odio de Esteban y Férula demoró mucho tiempo en estallar. Empezó como un malestar disimulado y un deseo de ofenderse en los pequeños detalles, pero fue creciendo hasta que ocupó toda la casa. Ese verano Esteban tuvo que ir a Las Tres Marías porque justamente en el momento de la cosecha, Pedro Segundo García se cayó del caballo y fue a parar con la cabeza rota al hospital de las monjas. Apenas se recuperó su administrador, Esteban regresó a la capital sin avisar. En el tren iba con un presentimiento atroz, con un deseo inconfesado de que ocurriera algún drama, sin saber que el drama ya había comenzado cuando él lo deseó. Llegó a la ciudad a media tarde, pero se fue directamente al Club, donde jugó unas partidas de brisca y cenó, sin conseguir calmar su inquietud y su impaciencia, aunque no sabía lo que estaba esperando. Durante la cena hubo un ligero temblor de tierra, las lámparas de lágrimas se bambolearon con el usual campanilleo del cristal, pero nadie levantó la vista, todos siguieron comiendo y los músicos tocando sin perder ni una nota, excepto Esteban Trueba, que se sobresaltó como si aquello hubiera sido un aviso. Terminó de comer aprisa, pidió la cuenta y salió.
Férula, que en general tenía sus nervios bajo control, nunca había podido habituarse a los temblores. Llegó a perder el miedo a los fantasmas que Clara invocaba y a los ratones en el campo, pero los temblores la conmovían hasta los huesos y mucho después que habían pasado ella seguía estremecida. Esa noche todavía no se había acostado y corrió a la pieza de Clara, que había tomado su infusión de tilo y estaba durmiendo plácidamente. Buscando un poco de compañía y calor, se acostó a su lado procurando no despertarla y murmurando oraciones silenciosas para que aquello no fuera a degenerar en un terremoto. Allí la encontró Esteban Trueba. Entró a la casa tan sigiloso como un bandido, subió al dormitorio de Clara sin encender las luces y apareció como una tromba ante las dos mujeres amodorradas, que lo creían en Las Tres Marías. Se abalanzó sobre su hermana con la misma rabia con que lo hubiera hecho si fuera el seductor de su esposa y la sacó de la cama a tirones, la arrastró por el pasillo, la bajó a empujones por la escalera y la introdujo a viva fuerza en la biblioteca mientras Clara, desde la puerta de su habitación clamaba sin comprender lo que había ocurrido. A solas con Férula, Esteban descargó su furia de marido insatisfecho y gritó a su hermana lo que nunca debió decirle, desde marimacho hasta meretriz, acusándola de pervertir a su mujer, de desviarla con caricias de solterona, de volverla lunática, distraída, muda y espiritista con artes de lesbiana, de refocilarse con ella en su ausencia, de manchar hasta el nombre de los hijos, el honor de la casa y la memoria de su santa madre, que ya estaba harto de tanta maldad y que la echaba de su casa, que se fuera inmediatamente, que no quería volver a verla nunca más y le prohibía que se acercara a su mujer y a sus hijos, que no le faltaría dinero para subsistir con decencia mientras él viviera, tal como se lo había prometido una vez, pero que si volvía a verla rondando a su familia, la iba a matar, que se lo metiera adentro de la cabeza. ¡Te juro por nuestra madre que te mato!