Ese Jueves Santo, Severo se paseaba por la sala preocupado por el escándalo que su hija había desatado en la misa. Argumentaba que sólo un fanático como el padre Restrepo podía creer en endemoniados en pleno siglo veinte, el siglo de las luces, de la ciencia y la técnica, en el cual el demonio había quedado definitivamente desprestigiado. Nívea lo interrumpió para decir que no era ése el punto. Lo grave era que si las proezas de su hija trascendían las paredes de la casa y el cura empezaba a indagar, todo el mundo iba a enterarse.
— Va a empezar a llegar la gente para mirarla como si fuera un fenómeno–dijo Nívea.
— Y el Partido Liberal se irá al carajo–agregó Severo, que veía el daño que podía hacer a su carrera política tener una hechizada en la familia.
En eso estaban cuando llegó la Nana arrastrando sus alpargatas, con su frufrú de enaguas almidonadas, a anunciar que en el patio había unos hombres descargando a un muerto. Así era. Entraron en un carro con cuatro caballos, ocupando todo el primer patio, aplastando las camelias y ensuciando con bosta el reluciente empedrado, en un torbellino de polvo, un piafar de caballos y un maldecir de hombres supersticiosos que hacían gestos contra el mal de ojo. Traían el cadáver del tío Marcos con todo su equipaje. Dirigía aquel tumulto un hombrecillo melifluo, vestido de negro, con levita y un sombrero demasiado grande, que inició un discurso solemne para explicar las circunstancias del caso, pero fue brutalmente interrumpido por Nívea, que se lanzó sobre el polvoriento ataúd que contenía los restos de su hermano más querido. Nívea gritaba que abrieran la tapa, para verlo con sus propios ojos. Ya le había tocado enterrarlo en una ocasión anterior, y, por lo mismo, le cabía la duda de que tampoco esa vez fuera definitiva su muerte. Sus gritos atrajeron a la multitud de sirvientes de la casa y a todos los hijos, que acudieron corriendo al oír el nombre de su tío resonando con lamentos de duelo.
Hacía un par de años que Clara no veía a su tío Marcos, pero lo recordaba muy bien. Era la única imagen perfectamente nítida de su infancia y para evocarla no necesitaba consultar el daguerrotipo del salón, donde aparecía vestido de explorador, apoyado en una escopeta de dos cañones de modelo antiguo, con el pie derecho sobre el cuello de un tigre de Malasia, en la misma triunfante actitud que ella había observado en la Virgen del altar mayor, pisando el demonio vencido entre nubes de yeso y ángeles pálidos. A Clara le bastaba cerrar los ojos para ver a su tío en carne y hueso, curtido por las inclemencias de todos los climas del planeta, flaco, con unos bigotes de filibustero, entre los cuales asomaba su extraña sonrisa de dientes de tiburón. Parecía imposible que estuviera dentro de ese cajón negro en el centro del patio.
En cada visita que hizo Marcos al hogar de su hermana Nívea, se quedó por varios meses, provocando el regocijo de los sobrinos, especialmente de Clara, y una tormenta en la que el orden doméstico perdía su horizonte. La casa se atochaba de baúles, animales embalsamados, lanzas de indios, bultos de marinero. Por todos lados la gente andaba tropezando con sus bártulos inauditos, aparecían bichos nunca vistos, que habían hecho el viaje desde tierras remotas, para terminar aplastados bajo la escoba implacable de la Nana en cualquier rincón de la casa. Los modales del tío Marcos eran los de un caníbal, como decía Severo. Se pasaba la noche haciendo movimientos incomprensibles en la sala, que, más tarde se supo, eran ejercicios destinados a perfeccionar el control de la mente sobre el cuerpo y a mejorar la digestión. Hacía experimentos de alquimia en la cocina, llenando toda la casa con humaredas fétidas y arruinaba las ollas con sustancias sólidas que no se podían desprender del fondo. Mientras los demás intentaban dormir, arrastraba sus maletas por los corredores, ensayaba sonidos agudos con instrumentos salvajes y enseñaba a hablar en español a un loro cuya lengua materna era de origen amazónico. En el día dormía en una hamaca que había tendido entre dos columnas del corredor, sin más abrigo que un taparrabos que ponía de pésimo humor a Severo, pero que Nívea disculpaba porque Marcos la había convencido de que así predicaba el Nazareno. Clara recordaba perfectamente, a pesar de que entonces era muy pequeña, la primera vez que su tío Marcos llegó a la casa de regreso de uno de sus viajes. Se instaló como si fuera a quedarse para siempre. Al poco tiempo, aburrido de presentarse en tertulias de señoritas donde la dueña de la casa tocaba el piano, jugar al naipe y eludir los apremios de todos sus parientes para que sentara cabeza y entrara a trabajar de ayudante en el bufete de abogados de Severo del Valle, se compró un organillo y salió a recorrer las calles, con la intención de seducir a su prima Antonieta y, de paso, alegrar al público con su música de manivela. La máquina no era más que un cajón roñoso provisto de ruedas, pero él la pintó con motivos marineros y le puso una falsa chimenea de barco. Quedó con aspecto de cocina a carbón. El organillo tocaba una marcha militar y un vals alternadamente y entre vuelta y vuelta de la manivela, el loro, que había aprendido el español, aunque todavía guardaba su acento extranjero, atraía a la concurrencia con gritos agudos. También sacaba con el pico unos papelitos de una caja para vender la suerte a los curiosos. Los papeles rosados, verdes y azules eran tan ingeniosos, que siempre apuntaban a los más secretos deseos del cliente. Además de los papeles de la suerte, vendía pelotitas de aserrín para divertir a los niños y polvos contra la impotencia, que comerciaba a media voz con los transeúntes afectados por ese mal. La idea del organillo nació como un último y desesperado recurso para atraer a la prima Antonieta, después que le fallaron otras formas más convencionales de cortejarla. Pensó que ninguna mujer en su sano juicio podía permanecer impasible ante una serenata de organillo. Eso fue lo que hizo. Se colocó debajo de su ventana un atardecer, a tocar su marcha militar y su vals, en el momento en que ella tomaba el té con un grupo de amigas. Antonieta no se dio por aludida
hasta que el loro comenzó a llamarla por su nombre de pila y entonces se asomó a la ventana. Su reacción no fue la que esperaba su enamorado. Sus amigas se encargaron de repartir la noticia por todos los salones de la ciudad y, al día siguiente, la gente empezó a pasear por las calles céntricas en la esperanza de ver con sus propios ojos al cuñado de Severo del Valle tocando el organillo y vendiendo pelotitas de aserrín con un loro apolillado, simplemente por el placer de comprobar que también en las mejores familias había buenas razones para avergonzarse. Ante el bochorno familiar, Marcos tuvo que desistir del organillo y elegir métodos menos conspicuos para atraer a la prima Antonieta, pero no renunció a asediarla. De todos modos, al final no tuvo éxito, porque la joven se casó de la noche a la mañana con un diplomático veinte años mayor, que se la llevó a vivir a un país tropical cuyo nombre nadie pudo recordar, pero que sugería negritud, bananas y palmeras, donde ella consiguió sobreponerse al recuerdo de aquel pretendiente que arruinó sus diecisiete años con su marcha militar y su vals. Marcos se hundió en la depresión durante dos o tres días, al cabo de los cuales anunció que jamás se casaría y que se iba a dar la vuelta al mundo. Vendió el organillo a un ciego y dejó el loro como herencia a Clara, pero la Nana lo envenenó secretamente con una sobredosis de aceite de hígado de bacalao, porque no podía soportar su mirada lujuriosa, sus pulgas y sus gritos destemplados ofreciendo papelitos para la suerte, pelotas de aserrín y polvos para la impotencia.
Ése fue el viaje más largo de Marcos. Regresó con un cargamento de enormes cajas que se almacenaron en el último patio, entre el gallinero y la bodega de la leña, hasta que terminó el invierno. Al despuntar la primavera, las hizo trasladar al Parque de los Desfiles, un descampado enorme donde se juntaba el pueblo a ver marchar a los militares durante las Fiestas Patrias, con el paso de ganso que habían copiado de los prusianos. Al abrir las cajas, se vio que contenían piezas sueltas de madera, metal y tela pintada. Marcos pasó dos semanas armando las partes de acuerdo a las instrucciones de un manual en inglés, que descifró con su invencible imaginación y un pequeño diccionario. Cuando el trabajo estuvo listo, resultó ser un pájaro de dimensiones prehistóricas, con un rostro de águila furiosa pintado en su parte delantera, alas movibles y una hélice en el lomo. Causó conmoción. Las familias de la oligarquía olvidaron el organillo y Marcos se convirtió en la novedad de la temporada. La gente hacía paseos los domingos para ir a ver al pájaro y los vendedores de chucherías y fotógrafos ambulantes hicieron su agosto. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a agotarse el interés del público. Entonces Marcos anunció que apenas se despejara el tiempo pensaba elevarse en el pájaro y cruzar la cordillera. La noticia se regó en pocas horas y se convirtió en el acontecimiento más comentado del año. La máquina yacía con la panza asentada en tierra firme, pesada y torpe, con más aspecto de pato herido, que de uno de esos modernos aeroplanos que empezaban a fabricarse en Norteamérica. Nada en su apariencia permitía suponer que podría moverse y mucho menos encumbrarse y atravesar las montañas nevadas. Los periodistas y curiosos acudieron en tropel. Marcos sonreía inmutable ante la avalancha de preguntas y posaba para los fotógrafos sin ofrecer ninguna explicación técnica o científica respecto a la forma en que pensaba realizar su empresa. Hubo gente que viajó de provincia para ver el espectáculo. Cuarenta años después, su sobrino nieto Nicolás, a quien Marcos no llegó a conocer, desenterró la iniciativa de volar que siempre estuvo presente en los hombres de su estirpe. Nicolás tuvo la idea de hacerlo con fines comerciales, en una salchicha gigantesca rellena con aire caliente, que llevaría impreso un aviso publicitario de bebidas gaseosas. Pero, en los tiempos en que Marcos anunció su viaje en aeroplano, nadie creía que ese invento pudiera servir para algo útil. Él lo hacía por espíritu aventurero. El día señalado para el vuelo amaneció nublado, pero había tanta expectación, que Marcos no quiso aplazar la fecha. Se presentó