Amanda… Amanda… — balbuceó.
No había vuelto a verla desde hacía más de veinte años, cuando el amor que los dos sentían por Nicolás pudo más que el que se tenían entre ellos. En ese tiempo el joven atlético, moreno, con el pelo engominado y siempre húmedo, que se paseaba leyendo en alta voz sus tratados de medicina, se había transformado en un hombre ligeramente encorvado por el hábito de inclinarse sobre las camas de los enfermos, con el cabello gris, un rostro grave y gruesos lentes con montura metálica, pero básicamente era la misma persona. Para reconocer a Amanda, sin embargo, se necesitaba haberla amado mucho. Se veía mayor que los años que podía tener, estaba muy delgada, casi en los huesos, su piel macilenta y amarilla y las manos muy descuidadas, con los dedos teñidos de nicotina. Sus ojos estaban abotagados, sin brillo, enrojecidos, con las pupilas dilatadas, lo que le daba un aspecto desvalido y aterrorizado. No vio a Jaime ni a Alba, sólo tuvo ojos para Miguel. Trató de levantarse, tropezó y se tambaleó. Su hermano se acercó y la sostuvo, apretándola contra su pecho.
— ¿Se conocían? — preguntó Miguel extrañado.
— Sí, hace mucho tiempo–dijo Jaime.
Pensó que era inútil hablar del pasado y que Miguel y Alba eran muy jóvenes para comprender la sensación de pérdida irremediable que él sentía en ese momento. De una plumada se había borrado la imagen de la gitana que había guardado todos esos años en su corazón, único amor en la soledad de su destino. Ayudó a Miguel a tender a
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sujetó la bata con las manos, defendiéndose débilmente y balbuceando incoherencias. Estaba sacudida por temblores convulsivos y acezaba como perro cansado. Alba la observó horrorizada y sólo cuando Amanda estuvo acostada, quieta y con los ojos cerrados, reconoció a la mujer que sonreía en la pequeña fotografía que Miguel siempre llevaba en su billetera. Jaime le habló con una voz desconocida y poco a poco consiguió tranquilizarla, la acarició con gestos tiernos y paternales como los que empleaba a veces con los animales, hasta que la enfermase relajó y permitió que subiera las mangas de la vieja bata china. Aparecieron sus brazos esqueléticos y Alba vio que tenía millares de minúsculas cicatrices, moretones, pinchazos, algunos infectados y supurando pus. Luego descubrió sus piernas y sus muslos estaban también torturados. Jaime la observó con tristeza, comprendiendo en ese instante el abandono, los años de miseria, los amores frustrados y el terrible camino que esa mujer había recorrido hasta llegar al punto de desesperanza donde se encontraba. La recordó cómo era en su juventud, cuando lo deslumbraba con el revoloteo de su pelo, la sonajera de sus abalorios, su risa de campana y su candor para abrazar ideas disparatadas y perseguir las ilusiones. Se maldijo por haberla dejado ir y por todo ese tiempo perdido para ambos.
— Hay que internarla. Sólo una cura de desintoxicación podrá salvarla–dijo-. Sufrirá mucho–agregó.
La conspiración Capítulo XII
Tal como había pronosticado el Candidato, los socialistas, aliados con el resto de los partidos de izquierda, ganaron las elecciones presidenciales. El día de la votación transcurrió sin incidentes en una luminosa mañana de septiembre. Los de siempre, acostumbrados al poder desde tiempos inmemoriales, aunque en los últimos años habían visto debilitarse mucho sus fuerzas, se prepararon para celebrar el triunfo con semanas de anticipación. En las tiendas se terminaron los licores, en los mercados se agotaron los mariscos frescos y las pastelerías trabajaron doble turno para satisfacer la demanda de tortas y pasteles. En el Barrio Alto no se alarmaron al oír los resultados de los cómputos parciales en las provincias, que favorecían a la izquierda, porque todo el mundo sabía que los votos de la capital eran decisivos. El senador Trueba siguió la votación desde la sede de su Partido, con perfecta calma y buen humor, riéndose con petulancia cuando alguno de sus hombres se ponía nervioso por el avance indisimulable del candidato de la oposición. En anticipación al triunfo, había roto su duelo riguroso poniéndose una rosa roja en el ojal de la chaqueta. Lo entrevistaron por televisión y todo el país pudo escucharlo: «Ganaremos los de siempre», dijo soberbiamente, y luego invitó a brindar por el «defensor de la democracia».
En la gran casa de la esquina, Blanca, Alba y los empleados estaban frente al televisor, sorbiendo té, comiendo tostadas y anotando los resultados para seguir de cerca la carrera final, cuando vieron aparecer al abuelo en la pantalla, más anciano y testarudo que nunca.
— Le va a dar un yeyo–dijo Alba-. Porque esta vez van a ganar los otros.
Pronto fue evidente para todos que sólo un milagro cambiaría el resultado que se iba perfilando a lo largo de todo el día. En las señoriales residencias blancas, azules y amarillas del Barrio Alto, comenzaron a cerrar las persianas, a trancar las puertas y a retirar apresuradamente las banderas y los retratos de su candidato, que se habían anticipado a poner en los balcones. Entretanto, de las poblaciones marginales y de los barrios obreros salieron a la calle familias enteras, padres, niños, abuelos, con su ropa de domingo, marchando alegremente en dirección al centro. Llevaban radios portátiles para oír los últimos resultados. En el Barrio Alto, algunos estudiantes, inflamados de idealismo, hicieron una morisqueta a sus parientes congregados alrededor del televisor con expresión fúnebre, y se volcaron también a la calle. De los cordones industriales llegaron los trabajadores en ordenadas columnas, con los puños en alto, cantando los versos de la campaña. En el centro se juntaron todos, gritando como un solo hombre que el pueblo unido jamás será vencido. Sacaron pañuelos blancos y esperaron. A medianoche se supo que había ganado la izquierda. En un abrir y cerrar de ojos, los grupos dispersos se engrosaron, se hincharon, se extendieron y las calles se llenaron de gente eufórica que saltaba, gritaba, se abrazaba y reía. Prendieron antorchas y el desorden de las voces y el baile callejero se transformó en una jubilosa y disciplinada comparsa que comenzó a avanzar hacia las pulcras avenidas de la burguesía. Y entonces se vio el inusitado espectáculo de la gente del pueblo, hombres con sus zapatones de la fábrica, mujeres con sus hijos en los brazos, estudiantes en mangas de camisa, paseando tranquilamente por la zona reservada y preciosa donde muy pocas veces se habían aventurado y donde eran extranjeros. El clamor de sus cantos.
sus pisadas y el resplandor de sus antorchas penetraron al interior de las casas cerradas y silenciosas, donde temblaban los que habían terminado por creer en su propia campaña de terror y estaban convencidos que la poblada los iba a despedazar o, en el mejor de los casos, despojarlos de sus bienes y enviarlos a Siberia. Pero la rugiente multitud no forzó ninguna puerta ni pisoteó los perfectos jardines. Pasó alegremente sin tocar los vehículos de lujo estacionados en la calle, dio vuelta por las plazas y los parques que nunca había pisado, se detuvo maravillada ante las vitrinas del comercio, que brillaban como en Navidad y donde se ofrecían objetos que no sabía siquiera qué uso tenían y siguió su ruta apaciblemente. Cuando las columnas pasaron frente a su casa, Alba salió corriendo y se mezcló con ellas cantando a voz en cuello. Toda la noche estuvo desfilando el pueblo alborozado. En las mansiones las botellas de champán quedaron cerradas, las langostas languidecieron en sus bandejas de plata y las tortas se llenaron de moscas.