Al senador Trueba, como a todos los demás, también le cambió la vida. El entusiasmo por la lucha que había emprendido le devolvió las fuerzas de antaño y alivió un poco el dolor de sus pobres huesos. Trabajaba como en sus mejores tiempos. Hacía múltiples viajes de conspiración al extranjero y recorría infatigablemente las provincias del país, de norte a sur, en avión, en automóvil y en los trenes, donde se había acabado el privilegio de los vagones de primera clase. Resistía las truculentas cenas con que lo agasajaban sus partidarios en cada ciudad, pueblo y aldea que visitaba, fingiendo el apetito de un preso, a pesar de que sus tripas de anciano ya no estaban para esos sobresaltos. Vivía en conciliábulos. Al principio, el largo ejercicio de la democracia lo limitaba en su capacidad para poner trampas al gobierno, pero pronto abandonó la idea de jorobarlo dentro de la ley y aceptó el hecho de que la única forma de vencerlo era empleando los recursos prohibidos. Fue el primero que se atrevió a decir en público que para detener el avance del marxismo sólo daría resultado un golpe militar, porque el pueblo no renunciaría al poder que había estado esperando con ansias durante medio siglo, porque faltaran los pollos.
— ¡ Déjense de mariconadas y empuñen las armas! — decía cuando oía hablar de sabotaje.
Sus ideas no eran ningún secreto, las divulgaba a todos los vientos y, no contento con ello, iba de vez en cuando a tirar maíz a los cadetes de la Escuela Militar y gritarles que eran unas gallinas. Tuvo que buscarse un par de guardaespaldas que lo vigilaran de sus propios excesos. A menudo olvidaba que él mismo los había contratado y al sentirse espiado sufría arrebatos de mal humor, los insultaba, los amenazaba con el bastón y terminaba generalmente sofocado por la taquicardia. Estaba seguro de que si alguien se proponía asesinarlo, esos dos imbéciles fornidos no servirían para evitarlo, pero confiaba en que su presencia al menos podría atemorizar a los insolentes espontáneos. Intentó también poner vigilancia a su nieta, porque pensaba que se movía en un antro de comunistas donde en cualquier momento alguien podría faltarle al respeto por culpa del parentesco con él, pero Alba no quiso oír hablar del asunto. «Un matón a sueldo es lo mismo que una confesión de culpa. Yo no tengo nada que temer», alegó. No se atrevió a insistir, porque ya estaba cansado de pelear con todos los miembros de su familia y, después de todo, su nieta era la única persona en el mundo con quien compartía su ternura y que lo hacía reír.
Entretanto, Blanca había organizado una cadena de abastecimiento a través del mercado negro y de sus conexiones en las poblaciones obreras, donde iba a enseñar cerámica a las mujeres. Pasaba muchas angustias y trabajos para escamotear un saco de azúcar o una caja de jabón. Llegó a desarrollar una astucia de la que no se sabía capaz, para almacenar en uno de los cuartos vacíos de la casa toda clase de cosas, algunas francamente inútiles, como dos barriles de salsa de soja que le compró a unos chinos. Tapió la ventana del cuarto, puso candado a la puerta y andaba con las llaves en la cintura, sin quitárselas ni para bañarse, porque desconfiaba de todo el mundo, incluso de Jaime y de su propia hija. No le faltaban razones. «Pareces un carcelero, mamá», decía Alba, alarmada por esa manía de prevenir el futuro a costa de amargarse el presente. Alba era de opinión que si no había carne, se comían papas, y si no había zapatos, se usaban alpargatas, pero Blanca, horrorizada con la simplicidad de su hija, sostenía la teoría de que, pase lo que pase, no hay que bajar de nivel, con lo cual justificaba el tiempo gastado en sus argucias de contrabandista. En realidad, nunca habían vivido mejor desde la muerte de Clara, porque por primera vez había alguien en la casa que se preocupaba de la organización doméstica y disponía lo que iba a parar en la olla. De Las Tres Marías llegaban regularmente cajones de alimentos que Blanca escondía. La primera vez se pudrió casi todo y la pestilencia salió de los cuartos cerrados, ocupó la casa y se desparramó por el barrio. Jaime sugirió a su hermana que donara, cambiara o vendiera los productos perecibles, pero Blanca se negó a compartir sus tesoros. Alba comprendió entonces que su madre, que hasta entonces parecía ser la única persona equilibrada de la familia, también tenía sus locuras. Abrió un boquete en el muro de la despensa, por donde sacaba en la misma medida en que Blanca almacenaba. Aprendió a hacerlo con tanto cuidado para que no se notara, robando el azúcar, el arroz y la harina por tazas, rompiendo los quesos y desparramando las frutas secas para que pareciera obra de los ratones, que Blanca se demoró más de cuatro meses en sospechar. Entonces hizo un inventario escrito de lo que tenía en la bodega y marcaba con cruces lo que sacaba para el uso de la casa, convencida que así descubriría al ladrón. Pero Alba aprovechaba el menor descuido de su madre para hacerle cruces en la lista, de modo que al final Blanca estaba tan confundida que no sabía si se había equivocado al contabilizar, si en la casa comían tres veces más de lo que ella calculaba o si era cierto que en ese maldito caserón todavía circulaban almas errantes.
El producto de los hurtos de Alba iba a parar a manos de Miguel, quien lo repartía en las poblaciones y en las fábricas junto con sus panfletos revolucionarios llamando a la lucha armada para derrotar a la oligarquía. Pero nadie le hacía caso. Estaban
convencidos de que si habían llegado al poder por la vía legal y democrática, nadie se lo podía quitar, al menos hasta unas próximas elecciones presidenciales.
— ¡Son unos imbéciles, no se dan cuenta de que la derecha se está armando! — dijo Miguel a Alba.
Alba le creyó. Había visto descargan en medio de la noche grandes cajas de madera en el patio de su casa, y luego, con gran sigilo, el cargamento fue almacenado, bajo las órdenes de Trueba, en otro de los cuartos vacíos. Su abuelo, igual que su madre, le puso un candado a la puerta y andaba con la llave al cuello en la misma bolsita de gamuza donde llevaba siempre los dientes de Clara. Alba se lo contó a su tío Jaime, que después de acordar una tregua con su padre, había vuelto a la casa. «Estoy casi segura de que son armas», le comentó. Jaime, que en esa época estaba en la luna y lo siguió estando hasta el día en que lo mataron, no pudo creerlo, pero su sobrina insistió tanto, que aceptó hablar con su padre a la hora de la comida. Las dudas que tenían se les disiparon con la respuesta del viejo.