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— ¡En mi casa hago lo que me da la gana y traigo cuantas cajas se me antojen! ¡No vuelvan a meter las narices en mis asuntos! — rugió el senador Trueba dando un puñetazo a la mesa que hizo bailar la cristalería y cortó en seco la conversación.

Esa noche Alba fue a ver a su tío en el túnel de libros y le propuso usar con las armas del abuelo el mismo sistema que ella empleaba con las vituallas de su madre. Así lo hicieron. Pasaron el resto de la noche abriendo un agujero en la pared del cuarto contiguo al arsenal, que disimularon por un lado con un armario y por el otro con las mismas cajas prohibidas. Por allí pudieron meterse al cuarto cerrado por el abuelo, provistos de un martillo y un alicate. Alba, que ya tenía experiencia en ese oficio, señaló las cajas de más abajo para abrirlas. Encontraron un armamento de batalla que los dejó boquiabiertos, porque no sabían que existieran instrumentos tan perfectos para matar. En los días siguientes robaron todo lo que pudieron, dejando las cajas vacías debajo de las otras y rellenándolas con piedras para que no se notara al levantarlas. Entre los dos sacaron pistolas de combate, metralletas cortas, rifles y granadas de mano, que escondieron en el túnel de Jaime hasta que Alba pudo llevarlas en la caja de su violoncelo a lugar seguro. El senador Trueba veía pasar a su nieta arrastrando la pesada caja, sin sospechar que en el interior forrado en paño rodaban las balas que tanto le habían costado pasar por la frontera y esconder en su casa. Alba tuvo la idea de entregar las armas confiscadas a Miguel, pero su tío Jaime la convenció de que Miguel no era menos terrorista que el abuelo y que era mejor disponer de ellas de modo que no pudieran hacerle mal a nadie. Discutieron varías alternativas, desde arrojarlas al río hasta quemarlas en una pira, y finalmente decidieron que era más práctico enterrarlas en bolsas de plástico en algún lugar seguro y secreto, por si alguna vez podían servir para una causa más justa. El senador Trueba se extrañó de ver a su hijo y a su nieta planeando una excursión a la montaña, porque ni Jaime ni Alba habían vuelto a practicar deporte alguno desde los tiempos del colegio inglés y nunca habían manifestado inclinación por las incomodidades del andinismo. Un sábado por la mañana partieron en un jeep prestado, provistos de tina carpa, un canasto con provisiones y una misteriosa maleta que tuvieron que cargar–entre los dos porque pesaba como un muerto. Adentro iban los armamentos de guerra que habían robado al abuelo. Se fueron entusiasmados rumbo a la montaña hasta donde pudieron llegar por el camino y después avanzaron a campo traviesa, buscando un sitio tranquilo en medio de la vegetación torturada por el viento y el frío. Allí pusieron sus bártulos y levantaron sin ninguna pericia la pequeña carpa, cavaron los hoyos y enterraron las bolsas, marcando cada lugar con un montículo de piedras. El resto del fin de semana lo emplearon en pescar truchas en el río y asarlas en un fuego de espino, andar por los

con canela y azúcar y arropados en sus chales brindaron por la cara que pondría el abuelo cuando se diera cuenta que lo habían robado, riéndose hasta que les saltaron las lágrimas.

— ¡Si no fueras mi tío, me casaría contigo! — bromeó Alba.

— ¿Y Miguel?

— Sería mi amante.

A Jaime no le pareció divertido y el resto del paseo estuvo huraño. Esa noche se metieron cada uno en su saco de dormir, apagaron la lámpara de parafina y se quedaron en silencio. Alba se durmió rápidamente, pero Jaime se quedó hasta el amanecer con los ojos abiertos en la oscuridad. Le gustaba decir que Alba era como su hija, pero esa noche se sorprendió deseando no ser su padre o su tío, sino ser simplemente Miguel. Pensó en Amanda y lamentó que ya no pudiera conmoverlo, buscó en su memoria el rescoldo de aquella pasión desmedida que una vez sintió por ella, pero no pudo encontrarlo. Se había convertido en un solitario. En un principio estuvo muy cerca de Amanda, porque se había hecho cargo de su tratamiento y la veía casi todos los días. La enferma pasó varias semanas de agonía, hasta que pudo prescindir de las drogas. Dejó también los cigarrillos y el licor y empezó a hacer una vida saludable y ordenada, ganó algo de peso, se cortó el pelo y volvió a pintarse sus grandes ojos oscuros y a colgarse collares y pulseras tintineantes, en un patético intento por recuperar la desteñida imagen que guardaba de sí misma. Estaba enamorada. De la depresión pasó a un estado de euforia permanente y Jaime era el centro de su manía. El enorme esfuerzo de voluntad que hizo para librarse de sus numerosas adicciones, se lo ofreció a él como prueba de amor. Jaime no la alentó, pero no tuvo tampoco el valor de rechazarla, porque pensó que la ilusión del amor podía ayudarla en la recuperación, pero sabía que era tarde para ellos. Apenas pudo trató de establecer distancia, con la disculpa de ser un solterón perdido para el amor. Le bastaban los encuentros furtivos con algunas enfermeras complacientes del hospital o las tristes visitas a los burdeles, para satisfacer sus urgencias más apremiantes en los raros momentos libres que le dejaba su trabajo. A pesar de él mismo, se vio envuelto en una relación con Amanda que en su juventud deseó con desesperación, pero que ya no lo conmovía ni se sentía capaz de mantener. Sólo le inspiraba un sentimiento de compasión, pero ésta era una de las emociones más fuertes que él podía sentir. En toda una vida de convivir con la miseria y el dolor, no se había endurecido su alma, sino, por el contrario, era cada vez más vulnerable a la piedad. El día que Amanda le echó los brazos al cuello y dijo que lo amaba, la abrazó maquinalmente y la besó con una pasión fingida, para que ella no percibiera que no la deseaba. Así se vio atrapado en una relación absorbente a una edad en la que se creía incapacitado para los amores tumultuosos. «Ya no sirvo para estas cuestiones», pensaba después de aquellas agotadoras sesiones en que Amanda, para encantarlo, recurría a rebuscadas manifestaciones amorosas que dejaban a ambos aniquilados.

Su relación con Amanda y la insistencia de Alba, lo pusieron a menudo en contacto con Miguel. No podía evitar encontrarlo en muchas ocasiones. Hizo lo posible por mantenerse indiferente, pero Miguel terminó por cautivarlo. Había madurado y ya no era un joven exaltado, pero no había variado ni un ápice en su línea política y seguía pensando que sin una revolución violenta, sería imposible vencer a la derecha. Jaime no estaba de acuerdo, pero lo apreciaba y admiraba su carácter valiente. Sin embargo, lo consideraba uno de esos hombres fatales, poseídos de un idealismo peligroso y una pureza intransigente, que todo lo que tocan lo tiñen de desgracia, especialmente a las mujeres que tienen la mala suerte de amarlos. No le gustaba tampoco su posición ideológica, porque estaba convencido de que los extremistas de izquierda como Miguel,

hacían más daño al Presidente que los de derecha. Pero nada de eso impedía que le tuviera simpatía y se inclinara ante la fuerza de sus convicciones, su alegría natural, su tendencia a la ternura y la generosidad con que estaba dispuesto a dar la vida por ideales que Jaime compartía, pero que no tenía el valor de llevar a cabo hasta las últimas consecuencias.

Esa noche Jaime se durmió apesadumbrado e inquieto, incómodo en su saco de dormir, escuchando muy–cerca la respiración de su sobrina. Cuando despertó, ella se había levantado y estaba calentando el café del desayuno. Soplaba una brisa fría y el sol iluminaba con reflejos dorados las cumbres de las montañas. Alba echó los brazos al cuello de su tío y lo besó, pero él mantuvo las manos en los bolsillos y no devolvió la caricia. Estaba turbado.

Las Tres Marías fue uno de los últimos fundos que expropió la Reforma Agraria en el Sur. Los mismos campesinos que habían nacido y trabajado por generaciones en esa tierra, formaron una cooperativa y se adueñaron de la propiedad, porque hacía tres años y cinco meses que no veían a su patrón y se les había olvidado el huracán de sus rabietas. El administrador, atemorizado por el rumbo que tomaban los acontecimientos y por el tono exaltado de las reuniones de los inquilinos en la escuela, juntó sus bártulos y se largó sin despedirse de nadie y sin avisar al senador Trueba, porque no quería enfrentar su furia y porque pensó que ya había cumplido con advertírselo varias veces. Con su partida, Las Tres Marías quedó por un tiempo a la deriva. No había quien diera las órdenes y ni quien estuviera dispuesto a cumplirlas, pues los campesinos saboreaban por primera vez en sus vidas el gustillo de la libertad y de ser sus propios arios. Se repartieron equitativamente los potreros y cada uno cultivó lo que le dio la gana, hasta que el gobierno mandó un técnico agrícola que les dio semillas a crédito y los puso al día sobre la demanda del mercado, las dificultades de transporte para los productos y las ventajas de los abonos y desinfectantes. Los campesinos hicieron poco caso al técnico, porque parecía un alfeñique de ciudad y era evidente que jamás había tenido un arado en las manos, pero de todos modos celebraron su visita abriendo las sagradas bodegas del antiguo patrón, saqueando sus vinos añejos y sacrificando los toros reproductores para comer las criadillas con cebolla y cilantro. Después que partió el técnico, se comieron también las vacas importadas y las gallinas ponedoras. Esteban Trucha se enteró de que había perdido la tierra, cuando le notificaron que iban a pagársela con bonos del Estado, a treinta años plazo y al mismo precio que él había puesto en su declaración de impuestos. Perdió el control. Sacó de su arsenal una ametralladora que no sabía usar y le ordenó a su chofer que lo llevara en el coche de un tirón hasta Las Tres Marías sin avisar a nadie, ni siquiera a sus guardaespaldas. Viajó varias horas, ciego de rabia, sin ningún plan concreto en la mente.