Sara Gruen
La casa de los primates
Para todos los grandes primates del mundo,
especialmente para Panbanisha
«Dar naranja, dar mí comer naranja, mí comer naranja, dar comer naranja, dar mí tú».
Nim Chimpsky, años setenta
«Dame, dame más, dame más, dame, dame más».
Britney Spears, 2007
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Aunque el avión aún no había despegado, Osgood, el fotógrafo, ya roncaba plácidamente. Iba encajado en el asiento central, entre John Thigpen y una mujer con medias de color café y calzado cómodo. Se escoró notablemente hacia esta última, que, tras haber bajado con fuerza el reposabrazos, se apretujaba cada vez más contra la ventanilla. Osgood permanecía felizmente inconsciente. John lo miraba con cierta envidia. A su editora del Philadelphia Inquirer no le gustaba nada pagarles los hoteles y había insistido en que su visita al Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates durase un solo día. Así que, a pesar de que la noche anterior habían estado celebrando el Año Nuevo, John, Cat y Osgood habían cogido el vuelo de las seis hacia Kansas City aquella misma mañana. A John le habría encantado cerrar los ojos unos minutos aun a riesgo de acabar acurrucado contra Osgood, pero tenía que desarrollar sus notas mientras los detalles estaban todavía frescos.
No le cabían las rodillas en el sitio que le había tocado, así que las giró hacia el pasillo. Como Cat iba detrás de él, no podía reclinar el asiento. Conocía de sobra su carácter. Tenía una fila entera para ella sola -vaya suerte-, pero acababa de pedirle a la azafata dos ginebras y una tónica. Al parecer, el hecho de tener tres asientos para ella no era suficiente para superar el trauma de pasarse el día analizando textos lingüísticos cuando lo que esperaba era ver a seis grandes primates.
Aunque había intentado disimular los síntomas del resfriado de antemano y justificar las secreciones como producto de las alergias, Isabel Duncan, la científica que los había recibido, la caló a la primera y la desterró al Departamento de Lingüística. Cat había puesto en funcionamiento el legendario encanto que reservaba para las situaciones desesperadas, pero a Isabel Duncan le resbaló como si fuera de teflón. Dijo que los bonobos y los humanos compartían el 98,7 por ciento del ADN y que por eso eran vulnerables a los mismos virus. No podía arriesgarse a ponerlos en peligro, sobre todo cuando entre ellos había una embarazada. Además, el Departamento de Lingüística tenía nuevos y fascinantes datos sobre la vocalización de los bonobos. Así que a la enfadada, enferma y frustrada Cat no le quedó más remedio que pasar la tarde en Blake Hall oyendo hablar de la forma dinámica y del movimiento de sus lenguas mientras John y Osgood visitaban a los primates.
– De todos modos, estabais tras un cristal, ¿no? -se quejó Cat en el taxi de vuelta. Iba embutida entre John y Osgood y ambos mantenían la cabeza girada hacia sus respectivas ventanillas en un vano intento de evitar los virus-. No sé cómo les iba a pegar algo a través de un cristal. Podía haberme quedado al fondo de la sala si me lo hubiera pedido. Joder, hasta me habría puesto una máscara antigás. -Hizo una pausa para inhalar Afrin por ambas fosas nasales y luego se sonó ruidosamente con un pañuelo de papel-. No tenéis ni idea de lo que he tenido que aguantar hoy -continuó-. Su jerga es totalmente incomprensible. No entendí ni lo del «discurso». Y luego empezaron que si el «punto ilocucionario declarativo» por aquí, que si la «modalidad deóntica» por allá, bla, bla, bla. -Enfatizó los «blas» agitando las manos mientras sujetaba con una el frasco de Afrin y con la otra el pañuelo de papel arrugado-. Cuando llegaron a la «clasificación de la relación léxica», ya no tenía ni idea de qué hablaban. Parece la letanía del típico pariente apestoso y charlatán, ¿verdad? ¿Cómo coño creen que voy a ser capaz de convertir eso en un artículo periodístico?
John y Osgood intercambiaron una silenciosa mirada de alivio cuando les adjudicaron los asientos para el viaje de vuelta. John no sabía qué pensaba Osgood sobre la experiencia vivida ese día porque no habían podido estar a solas ni un instante, pero para John había significado un cambio enorme.
Había tenido una conversación bidireccional con grandes primates. Les había hablado en inglés y le habían respondido en la lengua de signos americana, algo aún más excepcional, ya que significaba que conocían no uno, sino dos idiomas humanos. Hasta podría decirse que uno de los simios, Bonzi, conocía tres, ya que era capaz de comunicarse a través de un ordenador utilizando una serie de lexigramas especialmente diseñados para ello. Hasta entonces, John tampoco había sido consciente de la complejidad de su propio idioma: durante la visita, los bonobos habían demostrado claramente su habilidad para expresar mediante vocalizaciones datos concretos, como los sabores de los yogures y la ubicación de objetos ocultos, aun cuando no podían verse entre ellos. Los había mirado a los ojos y había sentido, sin lugar a dudas, que aquellos seres sensibles e inteligentes le devolvían la mirada. Era algo completamente diferente a observar un recinto de un zoo y había cambiado su percepción del mundo tan profundamente que todavía no era capaz de expresarlo.
Que Isabel Duncan aceptara recibirlos era solo el primer paso para acceder al hogar de los primates. Después de que a Cat le prohibieran entrar en el campus principal, a Osgood y a John se los llevaron a una oficina de administración para esperar mientras consultaban a los simios. A John le habían advertido de antemano de que los bonobos tenían la palabra final sobre quién entraba en su casa y también de que eran famosos por su volubilidad: durante los últimos dos años, solo habían permitido la entrada a más o menos la mitad de sus potenciales visitantes. Una vez informado de ello, John había intentado acumular el mayor número de puntos posible. Investigó en Internet sobre los gustos de los bonobos y compró una mochila para cada uno que llenó con sus alimentos y sus juguetes favoritos: pelotas de goma, mantitas de forro polar, xilófonos, Mister Potatos, chuches y todo lo que él creía que les podría gustar. Luego le escribió un correo electrónico a Isabel Duncan y le pidió que les dijera a los bonobos que les llevaba una sorpresa. A pesar de lo que se había esforzado, John tenía la frente perlada de sudor cuando Isabel volvió de hablar con ellos y les dijo que los primates no solo aceptaban recibirlos a Osgood y a él, sino que lo estaban deseando.
Los llevó hasta la zona de observación, que estaba separada de los simios por un tabique de cristal. Cogió las mochilas, desapareció por un pasillo, reapareció al otro lado del cristal y se las tendió a los monos. John y Osgood se quedaron mirando mientras los bonobos abrían los regalos. John estaba tan cerca del tabique que lo rozaba con la nariz y la frente. Casi se había olvidado de que estaba allí, así que cuando aparecieron los M &Ms y Bonzi se levantó de un salto para darle un beso a través del cristal, casi se cae de culo.
Aunque John ya sabía que las preferencias de los bonobos variaban -por ejemplo, sabía que la comida favorita de Mbongo eran las cebolletas mientras que a Sam le encantaban las peras-, le sorprendió lo diferentes, lo distintos, lo parecidos a los humanos que eran: Bonzi, la matriarca y líder indiscutible, era tranquila, segura y considerada, aunque se ponía nerviosa porque le encantaban los M &Ms. Sam, el macho más viejo, era extrovertido, carismático, y no dudaba ni un ápice de su propio magnetismo. Jelani, un macho adolescente, era un descarado fanfarrón con energía ilimitada al que le encantaba saltar contra la pared y luego dar una voltereta hacia atrás. Makena, la que estaba embarazada, era la mayor admiradora de Jelani, pero también sentía un cariño desmesurado por Bonzi y pasaba mucho rato acicalándola, sentada en silencio y rebuscando entre su pelaje, por lo que Bonzi tenía menos pelo que el resto. La bebé Lola era una monada increíble y graciosísima. John la vio tirar de una de las mantas que Sam tenía bajo la cabeza mientras descansaba y luego salir disparada hacia Bonzi en busca de protección mientras decía: ¡MALA SORPRESA! ¡MALA SORPRESA! en la lengua de signos. Según Isabel, enredar con el nido de otro bonobo era una falta grave, pero había otra regla más importante aún: para las madres, todo lo que hacían los bebés bonobo estaba bien. Mbongo, el otro macho adulto, era más pequeño que Sam y de naturaleza más sensible. Decidió no volver a dirigirle la palabra a John después de que este malinterpretara sin querer un juego llamado «La caza del monstruo». Mbongo se puso una máscara de gorila, lo que implicaba que John tenía que fingir estar aterrorizado y dejar que Mbongo lo persiguiera. Por desgracia nadie le había informado de aquello y ni siquiera se dio cuenta de que Mbongo llevaba puesta una máscara hasta que el mono desistió y se la quitó, momento en el que John se echó a reír. Aquello le sentó tan mal a Mbongo que dio la espalda a John y se negó rotundamente a hacerle caso a partir de entonces. Isabel consiguió que se animara jugando con él correctamente al juego, pero el bonobo no quiso interactuar con John durante el resto de la visita, lo cual hizo que este se sintiera como si hubiera abofeteado a un niño.